Hay dos episodios en la vida terrenal del Señor Jesús que muestran maravillosamente su sentimiento delicado, expresado en la forma cómo entró a dos casas. Una es en la visita a casa de Zaqueo y otro en la entrada a la casa con los discípulos que iban a Emaús.

En el primer caso, el Señor estaba ayudando a un pecador despreciado por todos, pues Zaqueo no era un simple cobrador de impuestos, sino el jefe de los cobradores. Sin esperar que Zaqueo lo invitara, el mismo Jesús, de modo voluntario expresó sus deseos de ir a su casa. Zaqueo deseaba realmente ver a Jesús, pero no se atrevía a decírselo, porque tenía conciencia del oprobio que caía sobre su profesión y, además, porque era bajo de estatura.

En estas circunstancias, el Señor se ofreció para ir a su casa, pues él conocía el corazón de ese hombre. ¡Cuán delicado fue el sentimiento del Señor!

Por el contrario, los dos caminantes a Emaús eran discípulos que estaban dando vuelta la espalda. Sus ojos se habían embotado espiritualmente; fallaron en reconocer al Señor cuando lo encontraron. El Señor fue con ellos andando y hablando, explicándoles las Escrituras.

Cuando los dos hombres se acercaron a la aldea adonde iban, el Señor dio la impresión de que iba más adelante. Su actitud hacia estos dos discípulos fue muy diferente de su actitud hacia Zaqueo.

Estos hombres conocían bien al Señor. Pero ahora iban hacia atrás. Y aun después de escuchar muchas palabras del Señor, ellos siguieron avanzando hacia Emaús. Por eso, el Señor hizo como que seguía más adelante, hasta que le rogaron que se quedara con ellos.

En un caso, un hombre se vuelve hacia el Señor; en el otro, dos hombres retroceden y le vuelven la espalda al Señor. Es por ello que la actitud del Señor hacia ellos fue tan diferente en cada caso.

El Señor no se acercaba a todos los hombres de la misma manera, sino que lo hacía según la necesidad de cada uno. Para todos, su corazón estaba lleno de amor, pero cada uno necesitaba un toque diferente de su mano. Un toque delicado y único.