Estudios sobre el libro de Éxodo (Parte final).

J. Alec Motyer

2. El deseo de habitar es un producto de la mente, la voluntad y el propósito de Dios.

A lo largo de todos estos complejos detalles del Tabernáculo, hay una línea de historia continua, una verdad que lo unifica todo: «Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio» (25:22). ¿Le pidieron ellos que viniera? No, de ninguna manera. ¿Podrían ellos impulsarlo a venir? ¡Ciertamente no! Entonces, ¿por qué él ha venido? Porque esta es su voluntad.

Tenemos que considerar esta afirmación: «Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar será santificado con mi gloria» (29:43). Dios lo dice. El único impulso al cual él obedece es a su propia naturaleza. La idea total del Dios morador es un producto de la mente y el querer de Dios mismo.

i. El amor de Dios

Cuando analizamos la consistencia de esta verdad, encontramos en primer lugar que el deseo de habitar proviene del amor de Dios. En el centro mismo del pasaje de la Gran Rebelión, leemos estas palabras sorprendentes: «Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es» (34:14). El corazón humano es potencialmente inconstante, así que los redimidos necesitan ser advertidos de no ir en pos de otros dioses. Esto es tan cierto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo: «Hijitos, guardaos de los ídolos» (1 Juan 5:21). El pueblo de Dios, a pesar de toda la gloria que le había sido revelada, tenía que ser avisado para no seguir a otros dioses. Pese a la evidencia del amor redentor en la sangre del cordero, del amor protector en el viaje de peregrinación a Sinaí, de la majestuosa santidad de Dios en ese monte, ellos todavía son capaces de desecharlo. El corazón del hombre es inconstante; sin embargo, no hay tal inconstancia en su Dios.

Él dijo a Moisés que su nombre, Jehová, es nombre eterno. No hay mudanza en él. Este, entonces, es el mismo Jehová cuyo nombre –es decir, cuya naturaleza más íntima– es ser Celoso. ¡Qué nombre para Dios! Celos puros, en constancia ardiente y apasionada. Nosotros hemos degradado la idea de celos confundiéndolos con posesividad, como nosotros, pecadores, tenemos por costumbre actuar. El celo de Dios, sin embargo, es puro amor; significa que él tiene una constancia ardorosa y apasionada con respecto a nosotros.

ii. La perseverancia de Dios

Si regresamos de nuevo a los capítulos 25 a 31, acerca del modelo de la estructura, luego del 32 al 34, la historia de la Gran Rebelión, y entonces vamos a la sección final, del 35 al 40, que resume la historia de la construcción del Tabernáculo, nos impresiona la perseverancia de Dios. Él está tan decidido a morar entre su pueblo que ni aun esa terrible rebelión podía detenerlo. Esta es la segunda lección que debemos aprender de esa aparentemente tediosa repetición de los detalles de la construcción. En cada momento, Dios está diciendo a su pueblo: «Vean, esto es lo que yo planeé hacer, y esto es precisamente lo que he hecho. Aun su acto de rebelión demostró que no pueden hacerme desistir de mi deseo». Ni siquiera el pecado del pueblo de Dios puede hacerle abandonar sus propósitos. Él continúa perseverando.

iii. La mansa consistencia de Dios

La perseverancia significa que Dios avanza hasta que él consigue su propósito, pero la consistencia significa que él siempre actúa en concordancia con su propia naturaleza. Aquí está la raíz y el terreno de nuestra convicción. Nosotros pertenecemos a un Dios inmutable. Esta fue la base de la apelación de Moisés en favor de su pueblo. «Entonces Jehová dijo a Moisés: Anda, desciende, porque tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido» (32:7). Moisés, por una vez, desobedece; no desciende: se queda para orar. Ahora, ¿qué le dijo él a Dios? Primero apeló a la consistencia de Dios como el Redentor del pueblo: «Por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte?» (32:11). En segunda instancia, apeló a la consistencia de Dios con respecto a su propio nombre: «Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó…?» (32:12).

Moisés instó a Dios a que atendiera a su propio nombre y reputación. «¿Qué pensarán de ti los egipcios, cuando vean que el Redentor ha resultado ser un Destructor?». En tercer lugar apeló a la consistencia de Dios con respecto a la palabra de su promesa: «Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo…» (32:13). «Tú no hablas palabras vanas», arguyó Moisés, «tú juraste esto en base a lo que tú eres; está involucrado tu buen nombre». Así que Moisés basó su oración en razón a la consistencia de Dios, recordándole que Él no podía desistir de su obra de redención, no podía retroceder en la revelación de su nombre y no podía anular la palabra de su promesa. Moisés estaba en lo justo. Esto realmente era algo que Dios no podía hacer. Así que leemos que el Señor «se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo» (32:14). Él no podía hacerlo, porque él es un Dios consistente.

Dios puso a prueba a Moisés hablándole de «tu pueblo» (v.7). «¡Tu pueblo», dice Dios, «míralos, tu pueblo!». Moisés bien pudo haberlos repudiado. Cuán fácil habría sido para él contestar: «Ellos no son mi pueblo. ¡Ellos no son mi responsabilidad!». Dios amplió la prueba, ofreciéndole consumir a ese pueblo y hacer, de la familia de Moisés, otra gran nación. De esta forma puso ante Moisés la oportunidad de buscar su propia gloria personal, pero Moisés desechó la oferta y aun ofreció su propia vida por el pueblo de Dios y su salvación: «te ruego… que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito» (v. 32).

Cuando seguimos leyendo la historia, aprendemos que Moisés nunca dejó de interceder a favor del pueblo de Dios. Habían perdido su derecho a tener al Dios santo en medio de ellos, y a causa de su rebelión el Señor anunció que él ya no iría con ellos. Moisés, sin embargo, no podía aceptar esto. Leemos que él «tomó el tabernáculo, y lo levantó lejos, fuera del campamento» (1) (33:7). No era el Tabernáculo, pero fue puesto bien lejos del campamento y se le llamó «la tienda de reunión». El proyecto del Tabernáculo mismo estaba suspendido debido a la rebelión del pueblo, pero Moisés mantuvo el asunto vivo poniendo una ‘mini-tienda’ y llamándola por el mismo nombre de la gran tienda. En su maravillosa gracia, el Señor vino a Moisés en su pequeña tienda y se reunió allí con él. Así que leemos: «Y viendo todo el pueblo la columna de nube que estaba a la puerta del tabernáculo … hablaba Jehová a Moisés cara a cara» (v. 10).

Se nos dice acerca de qué hablaban, porque Moisés sólo tenía un tema de conversación: un ruego a Dios para que continuara con su pueblo. Nunca dejó de interceder sobre este punto. «Tú debes ir con nosotros», pedía, «si tu presencia no sube con nosotros, entonces no nos permitas seguir en absoluto». Él no se detuvo hasta obtener de Dios la promesa de su presencia constante entre ellos. Esto alcanza un clímax cuando Moisés tiene una revelación privada de la gloria de Dios, y el nombre de Dios es proclamado ante él: «¡Jehová, Jehová! Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad». Moisés, un oportunista supremo, toma esto, sabiendo que si Dios es así, hay esperanza después de todo. «Moisés, apresurándose, bajó la cabeza hacia el suelo y adoró. Y dijo: Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros» (34:8-9). ¡La graciosa respuesta de Dios fue: «¡Bien, Moisés! ¡Tú ganas! Yo he hecho un pacto, y no te dejaré» (v. 10).

Así vemos cómo Dios está obrando de acuerdo con su propia naturaleza. Él va con ellos porque está en su naturaleza ser un Dios que perdona la iniquidad, que mantiene su santidad aunque vive y anda en medio de los pecadores. ¡Qué preciosa verdad para nosotros! Podemos confiar en el habitar divino porque es el propósito del propio corazón de Dios. Él lo planeó y es llevado a cabo por su amor, su perseverancia con nosotros y su consistencia consigo mismo. Esto es ilustrado claramente por el hecho de que el hombre que fue hecho sumo sacerdote fue Aarón, el mismo Aarón que había llevado al pueblo a la rebelión.

«A los rebeldes, Él ha hecho sacerdotes y reyes, nos ha comprado, y nos ha dado un cántico nuevo: al que nos amó y nos lavó del pecado, a él sea la gloria para siempre. Amén».

3. ¿Cómo disfruta el pueblo la presencia del Dios Morador?

Necesitamos considerar el otro lado de esta verdad. El hecho de su habitabilidad es seguro, pero debemos preguntarnos cómo el pueblo de Dios entra en el verdadero goce de su presencia.

i. Por honrar su supremacía

Al principio de este pasaje notamos que todo empezó con el Lugar Santísimo. Es decir, que todo tomó su forma del santo lugar donde Dios mora. El Arca no era una pieza de mobiliario en el Tabernáculo, sino que el Tabernáculo estaba destinado a albergar el Arca. Todo tomó su forma desde el santuario interior y todo se movía desde allí. Dios determinó la estructura entera, y el pensamiento que corre a lo largo de estas instrucciones es: «Mira y hazlos conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte» (25:40). La condición básica para el goce de la presencia divina era que todo debía ser hecho como él lo ordenó. Si se permite que una cosa no sea como él la quiere, Dios no podrá venir y morar en medio de su pueblo. La atención a los detalles puede parecernos tediosa, pero es un principio divino para todos nosotros. Dios ciertamente morará en medio de su pueblo, pero queremos disfrutar la realidad de su presencia, entonces debemos ser obedientes a su voluntad.

ii. Por una vida de consagración

El pueblo de Dios sólo disfruta Su presencia cuando asume deliberadamente una vida de consagración: «Dí a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda…» (25:2). La descripción muestra que fue una ofrenda muy costosa. Ahora, ¿de dónde ellos, un pueblo de esclavos, obtuvieron todas esas cosas preciosas? Las recibieron de los egipcios antes de su salida. El oro, la plata y todo el resto estuvo cubierto bajo la sangre en esa noche de Pascua, y bajo esa sangre fue llevado afuera desde la tierra de Egipto. Ellos poseyeron esas cosas sólo porque eran un pueblo redimido. Así, pues, vemos que la consagración significa devolver a Dios lo que se ha tornado nuestro a causa de la sangre del Cordero.

La consagración también es una entrada deliberada en el significado de esa sangre de una manera personal. Los sacerdotes eran los que principalmente disfrutaban la presencia del habitar de Dios, porque ellos estaban ocupados en el Tabernáculo todo el día, y lo hacían así en virtud de una experiencia del beneficio de la sangre del pacto. La esencia de su consagración a los deberes y los privilegios de su tarea santa estaba basada en la ofrenda por el pecado (29:14), la ofrenda de holocausto (29:18) y las ofrendas de paz (29:28). Hasta que esas ofrendas fueran hechas, ellos no podían disfrutar la presencia de Dios; aunque eran sacerdotes, tenían que entrar bajo la cobertura de la sangre. Tenían que mirar la sangre de la ofrenda por el pecado y decir: «Sí, por mí es vertida esa sangre. Mis pecados son puestos en el Cordero de Dios». Tenían que mirar la sangre del holocausto, y decir: «Sí, esa ofrenda asegura mi consagración. Esa sangre ha sido puesta en el lóbulo de mi oreja y el dedo pulgar de mi mano y el dedo del pulgar de mi pie, como señal que consagro a Dios mi mente, mis acciones y mi dirección en el camino de la vida».

Ellos tenían que reconocer que la sangre de la ofrenda de la paz expresaba la comunión resultante entre el hombre y Dios, y mirando la sangre de esa ofrenda de paz, podían decir: «Gracias a Dios que yo, incluso yo, puedo entrar en comunión con Dios». Estas ofrendas representan toda la sangre del pacto y a nosotros nos hablan de esa sangre preciosa que nos limpia de todo pecado, que ha logrado para nosotros un estado consagrado ante Dios y nos ha otorgado una base perpetua de comunión íntima con él. «Esta es mi sangre del nuevo pacto», dijo Jesús. Así que no sólo como sacerdotes, sino como sumos sacerdotes, podemos entrar en el Lugar Santísimo, «a través del velo, esto es, de su carne» (Hebreos 10:20).

Nosotros debemos hacer esto. Debemos adentrarnos deliberadamente en una vida de consagración, devolviendo a él todo lo que es nuestro, por medio de la sangre del Cordero, y entrar en las virtudes de esa sangre a través de la fe sencilla. Para esos hombres lejos de Sinaí, Aarón y sus hijos, la vía de salvación era la fe simple. La sangre era derramada; acerca de ella, Dios dijo: «Esta sangre es su camino de perdón y entrada», y ellos contestaron: «Nosotros aceptamos la promesa de Dios» y mostraron su fe en lo que Dios había dicho poniendo sus manos sobre la ofrenda por el pecado nominada como un sustituto personal. Nosotros debemos hacer lo mismo. La fe sencilla es el camino de salvación a través de la Biblia. Todas las promesas del Calvario están implícitas en Éxodo 12, en Éxodo 24 y en el libro de Levítico. La vía de salvación es idéntica a través de toda la Escritura.

iii. Por adorar delante del Arca

Esta es la tercera condición para disfrutar la presencia de Dios. Dios puso esto primero; lo subrayó como de importancia suprema: el Arca. En principio, esto era lo que cada adorador israelita hacía. El Arca expresaba lo que Dios es. Dentro de ella estaba la ley santa, la más profunda expresión de la naturaleza del Dios santo. El Arca también declaraba lo que Dios había hecho. Allí sobre él, inclinados, mirando hacia abajo, y labrados de una pieza con el Arca, estaban los querubines. En Génesis 3 leemos por primera vez acerca de los querubines; allí llevaban una espada y vigilaban constantemente para guardar la presencia de Dios de la intrusión pecadora. Sin embargo, en el Arca, la espada había sido quitada y sus ojos ya no se movían para escrutar a los intrusos, sino que miraban fijamente hacia la sangre rociada. La sangre ocupa toda su atención. Dios ha hecho una cosa nueva. Él ha encontrado una forma en que su ira se ha aplacado y la comunión ha sido establecida. La mirada de adoración del cielo es fijada para toda la eternidad en el Cordero que ha sido inmolado.

Para aquellos que adoraban ante ella, el Arca expresaba no sólo la naturaleza de Dios y declaraba su obra de la redención: también mostraba lo que Dios demanda. Si preguntamos lo que él pide de nosotros, que ahora avanzamos en nuestra peregrinación, la respuesta es doble: nos exige que habitemos en comunión con él por la constante eficacia de la sangre de Cristo, y que también reconozcamos que hemos sido llamados a la santidad. Así tenemos que seguir nuestro camino. La visión no es para retroceder; ella se debe intensificar. Debemos seguir nuestro camino en fe y obediencia, viviendo siempre muy cerca de la cruz. Si hacemos esto, descubriremos que nosotros también estamos moviéndonos en «las salidas de Dios».

(1) Así traduce la Versión Reina-Valera 1960. La NVI, más acorde con el texto en inglés, dice: «Moisés tomó una tienda de campaña y la armó a cierta distancia fuera del campamento» (Nota del traductor).

De «Toward the Mark», Ene-Feb., 1978.