El verbo ver en las Escrituras es muy significativo. En nuestro idioma ver es mirar, fijar los ojos, pero en el original griego el verbo ver puede tener varios significados. Juan 20:6-8 nos muestra más claramente esto: «Luego llegó Simón Pedro tras él, entró en el sepulcro y vio los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó».

Cuando dice que Pedro vio los paños, el verbo en el original griego es teorei. Allí dice que él contempló, examinó, pero no pudo comprender cómo el sudario podía estar enrollado, separado de las sábanas. Y, cuando habla de Juan, el verbo vio en el original es eiden, esto es, vio y comprendió que Jesús había resucitado, y entonces creyó. Pedro vio los paños, y formuló varias teorías, pero Juan tuvo revelación en su visión y pudo creer.

Pero Juan tuvo otra visión de Jesús en Apocalipsis 1:12-18. En la primera, él tuvo una visión de fe. Sus ojos fueron abiertos para creer en el Señor y en la obra realizada en la cruz. En aquel momento él solo tuvo la revelación de Su resurrección, pero en la segunda vio a Jesús en toda su gloria. El apóstol Pablo también tuvo estas dos visiones. La primera fue en el camino de Damasco; la segunda, cuando fue arrebatado al tercer cielo, donde oyó cosas inefables que al hombre no le es dado expresar (2 Cor. 12:1-4).

La primera visión que tuvimos fue para darnos entendimiento por el Espíritu para comprender las cosas que nos fueron dadas gratuitamente por Dios. Cosas que los ojos carnales nunca vieron y jamás pudieron ver (1ª Cor. 2:9-13). Pero se necesita otra visión, la de Jesús glorificado. Para ver esto es necesario otro milagro: que el Señor nos dé espíritu de sabiduría y de conocimiento acerca de él. Esta es una visión que viene por los ojos espirituales (Ef. 1:17-20).

La cura del ciego de Betsaida también nos enseña sobre esas dos visiones de Jesús (Mar. 8:22-25). La primera es un milagro real. Fuimos regenerados, libertados de nuestra naturaleza perversa y esclava del pecado, para que andemos en novedad de vida. ¿Pero logramos así ver al Señor? Este ciego no vio al Señor. Como aquel ciego, nosotros también podemos andar un buen tiempo sin ver claramente, viendo apenas a los hombres, y no al Señor.

Solo después de ver a Jesús el Cristo exaltado a la diestra de Dios, con todo poder en los cielos y en la tierra, pondremos nuestros ojos en él, el autor y consumador de la fe (Heb. 12:2). Solo después de eso, haremos como Juan: caer a sus pies como muertos; negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle.

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