El apóstol Pablo nos ha dado una síntesis excepcional de lo que son esencialmente la vida y el servicio cristianos. En el versículo 2:20 de su carta a los Gálatas, encontramos su definición de la vida cristiana: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí»; mientras que en Filipenses 3:3 hallamos su definición del servicio al Señor: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne».

Ambos textos están íntimamente vinculados y expresan, básicamente, la misma verdad – tanto la vida como el servicio de los hijos de Dios son el resultado de una sustitución. Su vida natural, carnal y entregada al pecado ha sido reemplazada por la vida de otro –Jesucristo, el Hijo de Dios–, santa y sin mancha, de modo que su servicio es el fruto espontáneo de la nueva vida que los habita.

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que únicamente aquellos creyentes que han experimentado y conocido esta clase de vida pueden ser útiles en la obra de Dios. No podemos desestimar esto, pues quizá la mayor pérdida que la iglesia sufre y ha sufrido en el pasado, procede de cristianos cuyas palabras y obras no tienen su origen en la vida que viene de Dios, sino en su propia vida natural o carnal.

Nuestra vieja vida adámica no puede ser salvada, pues está corrompida desde su misma raíz. El único remedio posible es desarraigar completamente el árbol malo. Para muchos de nosotros, la dificultad está precisamente en este punto, pues aún amamos demasiado nuestra vieja vida. Por cierto, queremos desprendernos de nuestros pecados particulares y luchamos ardientemente por conseguirlo, pensando que el problema consiste simplemente en hacer o dejar de hacer ciertas cosas.

Secretamente tenemos una gran estima por nosotros mismos, y Dios, en su paciencia, nos permite seguir así por algún tiempo. Todavía no hemos visto lo que él ha sabido desde siempre: que nuestro viejo hombre no puede ser salvado y debe morir para que podamos vivir. Este es su veredicto sobre la antigua vida: «El que halla su vida, la perderá; y el que pierda su vida, por causa de mi, la hallará» (Mt. 10:39; 16:25; Lc. 10:24).

Hemos de perder primero nuestra propia vida para que la vida que viene de Dios pueda ocupar su lugar. Es necesario que en nosotros el yo carnal ceda su lugar a Cristo, porque esto es esencialmente el cristianismo: Cristo viviendo su vida en nosotros; no nosotros tratando de vivir su vida, pues eso es imposible.

Nadie se pone un traje nuevo sobre un vestido viejo y gastado. Lo normal es que primero se quite el viejo ropaje y luego se ponga en su lugar el nuevo. De igual modo, nos dice la Escritura, nosotros debemos desvestirnos del viejo hombre, viciado y corrompido, para vestirnos del nuevo, que, conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno (Ef. 4:20-24; Col. 3:9-10). Este nuevo hombre es Cristo, la imagen de Dios, viviendo y expresando su vida en nosotros.

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