Un compromiso de amor hacia los que están más cerca.

De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan».

– 1ª Corintios 12:26.

La mayor parte de quienes hemos vivido algunos años en la fe de nuestro Señor Jesucristo, tenemos la experiencia de sufrir junto al amado hermano o hermana en Cristo que padece, ya sea por un accidente, enfermedad o cualquier otra desgracia de esta vida. De igual manera compartimos el gozo de nuestros hermanos cuando somos bendecidos con alguno de los muchos favores de nuestro Dios. Es algo que fluye naturalmente cuando tenemos la conciencia de que somos hijos de Dios, miembros de la maravillosa familia celestial.

Sin embargo, debemos reconocer que solemos aplicar estas palabras sólo respecto a nuestro contexto congregacional inmediato, y con ello nos olvidamos del resto del cuerpo de Cristo.

No debemos olvidar que en el Nuevo Testamento las iglesias son locales. La iglesia en Éfeso fue reprendida por circunstancias bien distintas de lo que fueron las otras iglesias en Asia. Éfeso era una ciudad, y el Señor evaluó (y reprendió) a las iglesias como un todo dentro de su respectiva ciudad según se registra claramente en los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis.

Bien que las circunstancias actuales difieren mucho de cómo los primeros cristianos vivían su fe de acuerdo como lo vemos en el Nuevo Testamento, (la historia no juega a nuestro favor en cuanto a la unidad local de los hijos de Dios, la unidad cristiana se ha entendido como un acuerdo en cuanto a fe y práctica que se hereda según la denominación o corriente en la cual nos hemos criado), no obstante, creemos que en el tiempo presente, Dios mismo, en forma soberana, es decir, por sobre toda planificación humana, nos irá poniendo en situaciones en que necesitemos el concurso, el apoyo o el socorro de los demás miembros del cuerpo de Cristo en cada localidad.

Madurando

Permita el Señor que hayamos madurado algo después de siglos de separación. Que el Espíritu del Señor nos ayude a diferenciar entre lo que es esencial y lo secundario. Lo esencial es la persona y obra de nuestro Señor Jesucristo. Las Sagradas Escrituras de principio a fin nos revelan al Dios santo y amoroso que nos envía un poderoso Salvador para ‘re-unirnos’ con él. Lo secundario son las formas a las cuales inconscientemente nos aferramos. Cada uno de nosotros ha aprendido una forma de orar, una forma de adorar o de gobernar la iglesia, pero ellas no son más que eso, ‘formas’, maneras, costumbres. Y no es precisamente una señal de madurez aferrarnos a ‘nuestras formas’ en desmedro de lo esencial.

Enfaticemos, por un momento, lo que nos une como hermanos en Cristo: ¡Una misma preciosa sangre nos ha lavado de todos nuestros pecados! ¡Un mismo Salvador, Jesucristo, vive intercediendo por nosotros a la diestra de la Majestad en las alturas! ¡Un solo y mismo Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones, y continuamente nos consuela recordándonos las riquezas que tenemos como hijos del Dios vivo y verdadero! Somos hombres y mujeres que tenemos una bendita experiencia en común: Hemos nacido de nuevo, somos creyentes que confesamos el santo nombre de nuestro Señor Jesucristo y esperamos su glorioso retorno.

Tú puedes orar o cantar diferente de cómo yo lo hago, puedes servir y/o entender el gobierno de la congregación de una manera distinta que la mía, pero todo aquello no son más que pequeñas diferencias, comparadas con la grandeza del Dios y Salvador que nos une.

Cristo en cada hermano

Podemos amarnos con amor entrañable, con Su amor que nos inunda (Rom. 5: 5), podemos respetar con paciencia aquellas pequeñas diferencias históricas y reconocer que nuestro Dios nos está demandando «hospedarnos unos a otros» en el corazón (1ª Ped. 4:9). Podemos aprender unos de otros con humildad, compartiendo la medida de gracia que hemos recibido de nuestro Señor (Rom. 12:3-6). «Cristo habita por la fe en nuestros corazones», enseña Pablo, y agrega que necesitamos a todos los santos para comprender Su grandeza (Ef. 3:17-18).

Cristo es demasiado maravilloso como para que un solo individuo o grupo particular le pueda conocer y expresar en plenitud. Leyendo el Nuevo Testamento podemos decir que conocemos y nos nutrimos del Cristo de Mateo, del Cristo de Marcos, Lucas, Juan, Pedro y Pablo. Asimismo, hoy necesitamos del «Cristo que se está formando en cada hermano» (Gál. 4:19), y, con mayor razón, en el hermano que tenemos más cerca, en nuestro vecindario y en nuestra común ciudad.

Muchas veces tenemos buenas y fructíferas relaciones con hermanos de otras latitudes, pero ellos no conocen cómo somos y cómo vivimos.

La realidad de nuestro testimonio al mundo, será la unidad y/o la comunión que practiquemos con los santos con quienes vivimos en nuestra ciudad, más allá de nuestro contexto congregacional inmediato. Entonces «el mundo verá», será testigo de nuestro amor de hermanos en Cristo, y finalmente el Señor mismo verá con agrado cómo su voluntad se cumple en los que son suyos (Ef. 4: 1-4; Jn. 13:34-35; Jn. 17: 21).

El fruto que viene

¿Cuántas cosas podrían lograrse si tan solo orásemos unos por otros? ¿Ora usted tan sólo por el bien de su propio servicio al Señor? ¿Puede usted pronunciar bendición también hacia los demás siervos del Señor de toda su ciudad? ¿Cuán apoyados se sentirían muchos hermanos, en las distintas tareas que el Señor les ha encargado, si la ‘iglesia de la ciudad’ estuviese orando por ellos? ¿Cuál sería el fruto ante el Señor?

El desafío es grande, los temores muchos, pero la verdad sigue siendo que también rendiremos cuenta ante el Señor por cómo nos relacionamos con nuestros hermanos en Cristo en la ciudad donde residimos. Muchas heridas deben ser sanadas. Nos debemos mucho amor, y tal deuda debe ser pagada. Que la gracia del Señor nos asista.