En el libro de los Jueces encontramos algunos de los episodios más incomprensibles y violentos de todas las Escrituras. Esto se debe en parte a que el conocimiento del Señor se había perdido en ese tiempo en Israel. Es un periodo en cual reina el parecer individual del ser humano por sobre la palabra de Dios. El último versículo del libro nos muestra tal decadencia. «En estos día no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía».

La anarquía era absoluta y el pueblo de Dios seguía rituales paganos de los pueblos vecinos, adoptando sus prácticas de culto. En este contexto ocurren varios episodios dramáticos, por lo que  Dios se vio en la obligación de hacer uso de hombres y mujeres  para expresar su voluntad y traer paz al pueblo, que tan sólo tuviesen un mínimo de espiritualidad e interés en cumplir los deseos divinos. La fe que sustentaba a tales personas y el conocimiento en las cosas de Dios era muy rudimentario, por lo cual, en sus acciones, hubo una mezcla de paganismo e ignorancia. Estos fueron llamados jueces de Israel, quienes esporádicamente se levantaron entre sus iguales para guiar al pueblo.

Jefté fue uno de ellos. Hijo de una mujer ramera, y en un contexto familiar deplorable, fue escogido por el pueblo para dirigir la batalla contra los hijos de Amón.

La historia nos cuenta que Jefté hizo una promesa a Dios antes de ir a la guerra, la cual consistía en ofrecer en sacrificio al primero que le recibiese si Dios le daba la victoria. Dice la Biblia: «Y Jefté hizo un voto al Señor, y dijo: Si en verdad entregas en mis manos a los hijos de Amón, sucederá que cualquiera que salga de las puertas de mi casa a recibirme cuando yo vuelva en paz de los hijos de Amón, será del Señor, o lo ofreceré como holocausto» (v. 30-31).

Los hechos que se narran después de esta promesa son escalofriantes, pues fuera de toda suposición, quien salió a su encuentro fue su unica y joven hija. Y continúa la Biblia diciendo:

«Cuando Jefté llegó a su casa en Mizpa, he aquí, su hija salió a recibirlo con panderos y con danzas. Era ella su única hija; fuera de ella no tenía hijo ni hija. Y cuando la vio, él rasgó sus ropas y dijo: ¡Ay, hija mía! Me has abatido y estás entre los que me afligen; porque he dado mi palabra al Señor, y no me puedo retractar. Entonces ella le dijo: Padre mío, has dado tu palabra al Señor; haz conmigo conforme a lo que has dicho, ya que el Señor te ha vengado de tus enemigos, los hijos de Amón. Y ella dijo a su padre: Que se haga esto por mí; déjame sola por dos meses, para que vaya yo a los montes y llore por mi virginidad, yo y mis compañeras. Y él dijo: Ve, y la dejó ir por dos meses; y ella se fue con sus compañeras, y lloró su virginidad por los montes. Al cabo de los dos meses ella regresó a su padre, que hizo con ella conforme al voto que había hecho; y ella no tuvo relaciones con ningún hombre. Y se hizo costumbre en Israel, que de año en año las hijas de Israel fueran cuatro días en el año a conmemorar a la hija de Jefté galaadita»(Jueces 11: 34-40).

Todo parece indicar que efectivamente la promesa hecha por Jefté fue un sacrificio humano, pues dice el verso que desde entonces las mujeres tomaron por costumbre salir cada año a llorar a la doncella.

Aun siendo este acontecimiento tan inusitado y aborrecible, podemos sacar lecciones al contemplar la virtud y ternura de esta joven. Si nos sacudimos del espantoso hecho y nos centramos sólo en la joven, veremos la actitud generosa del hijo que quiere agradar a su padre. Ella, de la cual no se menciona ni aun su nombre, voluntariamente acepta cumplir la voluntad de su padre, tan sólo pidiendo que se le deje llorar su virginidad, dado que no había tenido el privilegio de dejar descendencia.

Cuán amorosa y dulce es la aceptación de su destino. Nos recuerda la inocencia de Isaac camino al sacrificio, que no opuso resistencia ante su padre Abraham. Frente al inminente sacrificio pregunta por el cordero para el holocausto, y ante su apelación la respuesta fue: «El Señor proveerá» (Gén. 22:8).

Sin embargo, con esta joven, no hubo provisión para el holocausto, pues la muerte era su camino. Y, como el siervo de Jehová que presenta el profeta Isaías, ella fue llevada al sacrificio: «Como cordero fué llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Is. 53:7).

Así terminó su vida, con las palabras más dulces que un hijo puede ofrecer a su padre. Generosa y complaciente, ella dice: «Padre mío, has dado tu palabra al Señor; haz conmigo conforme a lo que has dicho». Necesariamente estas palabras nos remontan a Jesús, el Hijo perfecto, quien ante el abrumador dolor de la cruz, con humildad ora al Padre, en aflicción, diciendo: «Padre, si es posible pase de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mar. 14:36).

La relación que a través del tiempo se gesta entre los padres y los hijos es la más importante para definir, entre otras cosas, el carácter de un hijo. Sin embargo, pasa por momentos violentos de prueba y tensión, puesto que los hijos, al entrar en cierta transición hacia la madurez, muchas veces se sienten superiores a sus padres y caprichosamente con derecho a decidir sobre sus asuntos. Y, por otro lado, los padres cristianos sienten la obligación de guardar las promesas hechas a Dios en relación a sus hijos. Entonces la relación se ve  enfrentada a un conflicto de desgaste de voluntades.

Los jóvenes adolescentes tienen, en la historia de la hija de Jefté, una inspiración hacia el amor práctico y la obediencia. Puesto que su inexperiencia y su criterio en formación no les permiten el suficiente espectro para decidir lo mejor, los padres son las mejores personas para decidir juntamente con ellos; por lo cual, asumir el valor del amor y la sumisión, honra a Dios y a sus padres.

La hija de Jefté renunció al derecho de los derechos: vivir. La revelación de tomar la cruz le fue otorgada y con humildad agradó a su padre, como tipo del ejemplo supremo en Jesucristo. Por lo cual los hijos deben honrar a sus padres obedeciendo. Este es el principio intrínseco del evangelio, que trae paz y larga vida sobre la tierra.

Inapelablemente, ningún hijo debe entregarse a la muerte  fisica frente a la demanda de un padre desquiciado, porque esto no es voluntad de Dios, pero ante la sensatez de los padres cristianos, la muerte al yo es el mejor de los sacrificios. «Hijos obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo» (Efesios 6:1).