La necesidad de conocer verdaderamente a Cristo, y permitir que ese conocimiento rija nuestra manera de pensar y vivir.

Colosenses nos habla de la incomparable gloria del Señor Jesucristo. En esta carta, el apóstol ha reunido los pensamientos más sublimes sobre Cristo, la cabeza del cuerpo que es la iglesia. La razón de su énfasis parece ser la presencia de cierta herejía en la iglesia de Colosas, que colocaba a Cristo como un intermediario de categoría angélica, anticipando quizá las especulaciones gnósticas del siglo II. Como sea, tal posición, por muy elevada que fuese, hacía de Cristo una mera criatura y no la encarnación del eterno Hijo de Dios, que es la imagen del Dios invisible y el primogénito de toda creación.

De este modo, en Colosenses hallamos una medida de la cristología más elevada del Nuevo Testamento. Pablo no duda en declarar la identidad divina de Cristo y su lugar hegemónico en la economía divina; esto es, su centralidad y supremacía tanto en la creación como en la redención del mundo y la humanidad. Este lugar central es, nada menos, que el misterio oculto desde los siglos y edades que ahora ha sido revelado a los santos (Col. 1:26): Que Cristo ha de tener la preeminencia en todo. Este es el gran tema de su carta a los Colosenses.

Creador y Redentor

Casi como haciendo eco de las palabras del evangelio, Pablo nos presenta a Cristo como el amado Hijo de Dios, en quien Dios se complace de manera suprema. Por ello, Dios ha querido y establecido en el consejo soberano de su voluntad que todas las cosas sean hechas por medio de él y para él (Col. 1:17), y esto incluye todos los poderes y categorías angélicas. Todo está subordinado a él, porque es su creador y sustentador. El universo le pertenece porque él lo hizo. Dios creó todas las cosas por medio de él. Pero además, le pertenece, por así decirlo, por partida doble; porque, por voluntad de Dios, él es también su redentor.

La caída del hombre en Adán no solo afectó a la totalidad de la raza humana, sino que también a toda la creación visible, que cayó bajo el dominio de la corrupción, la decadencia y la muerte. Por ello, la sangre de su cruz no sólo reconcilió al hombre con Dios, sino que también a toda la creación. No solo la humanidad fue rescatada de las garras del pecado y la muerte, también lo fue la creación dañada por los efectos del pecado.

La grandeza de Cristo

¿Quién o qué puede compararse con Cristo? Esta parece ser la pregunta tácita que la carta a los Colosenses responde. Pues él se encuentra por encima de todas las ideas y conceptos que los hombres puedan imaginar o soñar sobre él. Cristo es más grande que nuestros pensamientos y doctrinas acerca de él.

Aquí yace uno de los mayores peligros y tentaciones que la iglesia ha enfrentado y enfrentará hasta el fin: fabricarse un Cristo más pequeño, a escala humana. Un ídolo de nuestra propia factura que podamos acariciar y manejar a voluntad. Sin duda, ésta es la fuente de la que manan todos los males que aquejan a la cristiandad. No conocemos a Cristo. No como quién realmente es: la plenitud de Dios, que esconde todos las riquezas de gracia, sabiduría, conocimiento y poder que la iglesia necesita. No existe nada que no haya sido provisto en él.

¿Por qué, entonces, nuestra profunda pobreza y necesidad? La respuesta es una sola: No le conocemos; no lo suficiente. La mayoría de nosotros se contenta con un conocimiento superficial de ciertas doctrinas muy básicas acerca de él. Pero no mucho más. Lo que de verdad nos interesa, y acapara nuestro esfuerzo y atención, son nuestras necesidades y problemas. Cristo –es triste decirlo– nos interesa en la medida que nos ayuda y socorre con nuestras vidas. Y si ello no ocurre, nuestra fe tambalea y nos llenamos de dudas y resentimiento. Pues no estamos interesados en conocerlo más allá de ese punto. Pero, ¿por qué actuamos así?

El triunfo de Cristo

El apóstol comienza diciendo a los colosenses que Dios nos ha trasladado al reino de su amado Hijo (Col. 1.13). Esta es una afirmación de importancia fundamental. Todos nosotros nacimos bajo el dominio del pecado, y por tanto bajo la tiranía de nuestra carne. Esto significa que estamos radicalmente inclinados hacia la satisfacción de nuestros deseos. Los deseos y necesidades de nuestro cuerpo nos tiranizan y demandan toda nuestra atención: ¿Qué comeremos? ¿Qué vestiremos?, etc., son las preguntas que acosan nuestra existencia. La vida humana entera se organiza y concentra en torno a ellas. Este es el efecto del pecado sobre nuestra naturaleza. Nuestra carne es el centro gravitacional de nuestra vida. Y así estamos bajo la potestad de las tinieblas.

Pero el evangelio nos trae vida y salvación. Somos libertados de la esclavitud del pecado y la servidumbre de la carne y sus deseos. Somos traslados de un universo, donde reina el oscuro sol de nuestro yo carnal,  hacia otro, cuyo centro de gravedad es un sol infinitamente más grande y luminoso. Es el reino del Hijo de su amor.

Nuestra vida antigua ha sido sustituida por la suya. Nuestro centro de gravedad ha sido modificado. Un poder más grande que el pecado y la muerte nos está rigiendo y gobernando desde el centro de nuestra naturaleza, redimida y regenerada. Cristo en nosotros es la esperanza de gloria (Col. 1:27). Un poder inconmensurable nos está atrayendo hacia sí.

Todo esto ha sido realizado en la cruz. La vieja creación, con su sabiduría, leyes y principios, ha quedado atrás. El viejo hombre ha muerto, el cuerpo pecaminoso carnal ha sido echado fuera. Nuestros pecados fueron perdonados y los decretos que nos condenaban han sido cancelados (Col. 2:14). Y, puesto que el viejo hombre ha muerto, los poderes de las tinieblas han perdido su base de operación. También ellos fueron vencidos y reducidos a la impotencia en el triunfo del Crucificado. Como aquella larga fila de reyes, generales y capitanes que desfilaban encadenados tras el cortejo triunfal del conquistador romano, así todos los poderes de las tinieblas, con su derrotado rey a la cabeza, marchan encadenados y reducidos a la total impotencia tras el cortejo triunfal de Cristo. Este es el triunfo de la cruz (Col. 2:15).

El viejo hombre carnal, sometido a los poderes de las tinieblas fue quitado de en medio en la cruz. La resurrección de Cristo es, luego, un nuevo comienzo. El principio de una nueva creación. Una nueva humanidad ha sido levantada en unión con Cristo. Este punto resulta  vital para comprender la naturaleza de nuestra salvación. Dios nos dio vida juntamente con Cristo, perdonándonos todos nuestros pecados (Col. 2:13). No obstante, ¿cuál es su significado?

Las riquezas de Cristo

Para entender las palabras del apóstol, es fundamental comprender primero que aquí él no se refiere a algún evento en nuestra experiencia personal. No se trata de alguna clase de experiencia mística. El sentido es que, de manera objetiva, los valores eternos de la muerte y resurrección de Cristo han sido puestos a nuestra disposición por medio del evangelio. Cuando creemos y nos bautizamos nos incorporamos, por medio de la fe, a Cristo. Somos unidos a él. De manera que somos incluidos de manera legal y real en su muerte y su resurrección. Los valores de su muerte y su resurrección son puestos, por así decirlo, a nuestra cuenta.

La regeneración o nuevo nacimiento es la confirmación efectiva de este hecho. Puesto que hemos sido incluidos en su muerte y resurrección, estamos eternamente unidos a él. Por ello se nos ha participado su vida indestructible. Su vida es ahora también la nuestra. Nuestra vida de esclavitud bajo el dominio del pecado ha terminado. Otra vida nos sostiene y crece en nuestro interior. Su propia vida. Este es el secreto de la iglesia y de toda la vida cristiana.

Por esta razón, conocer a Cristo debe ser ahora la meta suprema de nuestra vida. Una vida centrada en los deseos de la carne es una vida separada de Dios y su gloria. Una vida de servidumbre y derrota. Pero no tenemos que vivir así. Pues ahora somos libres en Cristo. Por tanto, nuestra necesidad más imperiosa es que la luz de la palabra de Dios irrumpa en nuestros corazones y renueve totalmente nuestra manera de pensar. Nuestra tragedia radica en nuestra ignorancia. Nuestro fatal desconocimiento de Cristo.

¿Por qué nos conformamos con tan poco? Somos como aquel rey de Israel que, pudiendo golpear el suelo muchas veces con sus flechas, solo lo hizo tres. Y el profeta Eliseo reprendió duramente su falta de fe y ambición espiritual. Pues, la gracia es tan abundante, que nuestra mezquindad o timidez resulta una grave ofensa hacia el Dador ¿No somos culpables, acaso, del mismo pecado?

Pablo exhorta a los colosenses a no conformarse con los pobres sustitutos de la religión, la tradición y las doctrinas humanas. ¿Si hemos resucitado con Cristo, para que necesitamos esas cosas? Los creyentes de Colosas estaban tentados a hacer de la fe un asunto de reglas y normas de comportamiento exterior. Siempre que el conocimiento de la grandeza de Cristo desaparece del horizonte de la iglesia, y ésta  lo sustituye por un Cristo empequeñecido y modelado por sus propias manos, se desliza hacia algún tipo de religión humana, hecha de doctrinas, normas y costumbres carentes de vida y realidad. Nos convertimos en creyentes rutinarios, de costumbres religiosas repetitivas, centrados únicamente en nuestros propios intereses y deseos.

Colosenses es un gran llamado a apropiarnos de Cristo, de todas las riquezas que Dios depositó en él para nosotros (Col. 1:27; 2:3). Nuestra cabeza posee riquezas ilimitadas, que son todas nuestras por gracia de Dios ¿Qué podemos hacer para apropiarnos de ellas?

Cristo, nuestra Vida

Gracias a Dios, el apóstol Pablo es un hombre muy práctico. No deja nada simplemente en el terreno de las declaraciones doctrinales o teológicas. Pues el propósito de Dios es que Cristo viva y exprese su vida en su pueblo. A la gran verdad de nuestra unión con Cristo en su muerte y su resurrección, sigue el que nosotros nos apropiemos de ella por medio de la fe, y vivamos gobernados por ella: «Si pues habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba» (Col. 3:1). ¿Nos hemos dado cuenta del inmenso significado de esta verdad para nuestra vida práctica? Pues existe una conexión lógica ineludible. Si verdaderamente hemos muerto y resucitado con Cristo (y este es un hecho necesariamente verdadero respecto de nosotros si es que hemos sido salvos), entonces ya no podemos vivir más bajo los poderes y rudimentos del mundo. Puesto que estamos vitalmente unidos a Cristo, nuestros intereses y deseos no pueden ser más los de esta tierra, sino los suyos en el cielo.

Esto es lo que significa estar en Cristo. Hemos sido separados del mundo, el pecado, la carne y los poderes de las tinieblas por medio de su muerte. Estos ya no tienen más poder ni dominio sobre nosotros. Sin embargo, este hecho se hace parte de nuestra experiencia a medida que nos apropiamos de Cristo. Y Pablo agrega aquí una frase que es clave para entender cómo se realiza: «Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra».  La expresión «poned la mira» significa, literalmente, «fijar la mente». Pero aquí se refiere a la disposición de la mente; a aquellos pensamientos habituales y constantes que gobiernan nuestra conducta y decisiones.

En otras palabras, se trata de la ocupación constante de nuestra mente, que, de acuerdo a Pablo, debe ahora enfocarse en conocer a Cristo como su ocupación principal y habitual. «Las cosas de arriba» no son alguna clase de vida futura en el cielo. Son todas las cosas relativas a Cristo, quién está sentado a la diestra de Dios (Col. 3:1); esto es, en victoria y triunfo eternos. ¡Y nuestra vida está escondida y segura en él! Nada de esta tierra puede tocarlo y alcanzarlo. Está para siempre más allá de los poderes del pecado y la muerte que imperan en el mundo. Esta vida celestial y gloriosa es la que ahora vivimos por el poder y la presencia del Espíritu Santo.

La clave práctica de esta vida nueva en Cristo está en aprender a asirnos de la Cabeza (Col. 2:19). Y esto se realiza cuando nos despojamos de nuestra mente carnal, y nos apropiamos de la mente de Cristo, porque así nos estamos asiendo de nuestra Cabeza. Ahora bien, sólo conocemos la mente de otras personas a través de sus palabras. Si no escuchamos sus palabras no podemos conocer sus mentes. De manera que nos apropiamos de la mente de Cristo a través de sus palabras. Ellas tienen el poder de renovar nuestra mente e introducirnos en la poderosa corriente de vida del Espíritu. Por ello el apóstol Pablo nos exhorta a poseer en abundancia la palabra de Cristo en nuestra vida de comunión. Es por medio de ella que hacemos morir lo terrenal en nosotros.

Es por ello que el ministerio de la palabra resulta vital en la iglesia. Pues su propósito es presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre (Col. 1:28). El misterio de Dios está en que Cristo llegue a ser la vida plena y perfecta de su pueblo. Y para ello, él debe ser formado en las mentes y los corazones de los suyos. Nuestra unión con Cristo en Espíritu llegará a ser efectiva en nuestra experiencia cuando nuestras mentes, y sentimientos e intereses fundamentales lleguen a estar totalmente conformados a la mente, los sentimientos y los intereses de Cristo. En este punto las inescrutables riquezas de Cristo serán plenamente nuestras. Este es el conocimiento pleno de Cristo, para el cual –es necesario reiterarlo– el conocimiento de la palabra de Dios es de capital importancia.

Para que esto sea posible necesitamos una reorientación total de nuestras vidas. No podemos continuar enfocados solamente en nuestros asuntos terrenales, nuestras luchas e intereses en este mundo, como si en ellos radicara el objeto de todas nuestras esperanzas y anhelos. Si las metas que gobiernan realmente nuestra vida son meramente mundanas y terrenales (trabajo, casa, bienes materiales, etc.), estaremos muy lejos del reino de Dios. Las cosas celestiales nos parecerán insípidas e insustanciales, y su mención no alcanzará a provocar más que una tibia reacción en nuestro corazón, demasiado débil para apartarnos de las atracciones y diversiones de este mundo caído.

Pero, cuando nuestros ojos se abran para ver a Cristo en toda su gloria y grandeza, y conocerlo se convierta en nuestra meta suprema, nuestra vida será alterada de manera radical. El cielo dejará de ser una esperanza futura y nebulosa, para convertirse en algo más cercano y sustancial que cualquier cosa de esta tierra. Cristo comenzará a crecer día a día en nuestros afectos y pensamientos más íntimos. Su presencia se nos volverá tan real como el aire que respiramos o el suelo que pisamos. Aún más, descubriremos, al igual que Jacob en Bet-el, que él siempre ha estado presente con toda su riqueza y esplendor, sólo que nosotros no lo sabíamos.