La fructificación no depende de más y mejores estrategias, sino de la aceptación de la cruz sobre las facultades del alma.

Lectura: Juan 12:24-25.

Aquí tenemos la operación interior de la Cruz –la pérdida del alma– relacionada y comparada con ese aspecto de la muerte del Señor Jesús ejemplificado por el grano de trigo, es decir, su muerte con miras al aumento. El objetivo es la fertilidad. Hay un grano de trigo que tiene vida en sí, pero que «queda solo». Tiene poder para impartir su vida a otros, pero para hacerlo tiene que bajar a la muerte.

Sabemos el camino que el Señor tomó. Pasó por la muerte, y su vida surgió en muchas otras. El Hijo murió, y resurgió como el primero de «muchos hijos». Renunció a su vida para que la recibiésemos nosotros. Es en comunión con este aspecto de su muerte que somos llamados a morir. Aquí él aclara el valor de la conformidad a su muerte, para que, mediante la pérdida de nuestra propia vida natural (nuestra alma), podamos ser impartidores de vida, compartiendo después con otros la vida de Dios que está en nosotros. Este es el secreto del ministerio, el camino de la verdadera fecundidad para con Dios. Como dice Pablo: «Nosotros, que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros y en vosotros la vida» (2 Co. 4:11-12).

Si hemos recibido a Cristo, tenemos la nueva vida en nosotros. Todos tenemos esta valiosa posesión, el tesoro en el vaso de barro. ¡Alabado sea el Señor por la realidad de su vida dentro de nosotros! Pero ¿por qué hay tan poca expresión de esta vida? ¿Por qué quedamos solos? ¿Por qué no estamos rebosando e impartiendo vida a otros? ¿Por qué apenas se manifiesta esta vida, aun en nuestras propias vidas? La razón es que el alma en nosotros envuelve, encierra esta vida (como la corteza envuelve el grano de trigo) impidiéndole que encuentre salida. Y ocurre entonces que estamos viviendo por el alma; estamos obrando y sirviendo en nuestras propias fuerzas naturales; no estamos recibiendo de Dios. Es el alma que impide la manifestación de la vida nueva. Hay que perderla para poder llevar fruto.

Una noche oscura – una mañana de resurrección

Así volvemos a la figura de la vara de almendro, que fue llevada al santuario por una noche –una noche oscura durante la cual no se vio nada– y que a la mañana brotó. Ahí están expuestas a la muerte y la resurrección, la vida entregada y la vida ganada, y allí se ve el ministerio aprobado. Pero ¿cómo se efectúa en la práctica? ¿Cómo puedo reconocer que Dios está tratando conmigo según estas normas?

Primero, tenemos que aclarar una cosa: el alma, con su fondo de energía y recursos naturales, seguirá con nosotros hasta la muerte. Hasta entonces habrá una incesante necesidad diaria de la profunda operación de la Cruz en nosotros, rechazando esa fuerza natural. Durante toda la vida es ésta la condición del servicio, condición que se expresa en las palabras: «Niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame» (Mr. 8:34). Nunca superamos esto. El que lo esquiva «no es digno de mí» (Mt. 10:38); «no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:27). La muerte y la resurrección permanecen como un principio constante en nuestra vida para operar la pérdida del alma y el surgimiento del Espíritu.

Sin embargo, aquí también puede haber una crisis que, una vez alcanzada y superada, transforme toda nuestra vida y servicio para Dios. Es una puerta angosta por la que entramos en una senda enteramente nueva. Esa crisis sobrevino en la vida de Jacob en Peniel. Era el ‘hombre natural’ en Jacob que estaba procurando servir a Dios y alcanzar el propósito divino. Jacob sabía muy bien que Dios había dicho: «El mayor servirá al menor», pero trataba de lograr ese fin mediante su propia habilidad y recursos. Dios tuvo que quebrar esa fuerza natural en Jacob, y lo hizo al tocar el tendón de su muslo. Jacob siguió andando, pero ya rengueaba. Era otro Jacob, como el cambio de su nombre lo destaca. Tenía pies y podía caminar, pero su fuerza había quedado afectada y rengueaba a causa de una herida de la cual nunca más se recobró.

Dios tiene que llevarnos por una honda y oscura experiencia –no puedo decir cómo, pero él lo hará– hasta que nuestra fuerza natural quede afectada y fundamentalmente debilitada para que dejemos de confiar en nosotros mismos. Él ha tenido que tratar a algunos de nosotros con mucho rigor, llevándonos por sendas difíciles y dolorosas a fin de reducirnos a esta condición. Llegado a eso ya no tenemos ‘gusto’ en hacer la obra cristiana, a decir verdad, casi tememos hacer cosas en el Nombre del Señor – pero es entonces cuando él puede comenzar a usarnos.

Yo puedo decir que durante un año entero después de mi conversión, me había asaltado la codicia de predicar. Me resultaba imposible callarme. Era como si algo dentro de mí me impulsaba desmedidamente, y yo tenía que seguir predicando. Predicar se había convertido para mí en la vida misma. Sí, puede ocurrir que el Señor en su misericordia nos permita seguir así por un largo tiempo –y aun con cierta medida de bendición– hasta que un día Dios toca la fuerza natural que nos impulsaba y, desde ese día en adelante, predicamos no porque nos gusta a nosotros, sino porque el Señor lo quiere. Antes de esa experiencia, tú y yo predicábamos por la satisfacción que recibíamos al servir al Señor en esa manera; y, sin embargo, ocurría que el Señor a veces no podía conseguir que hiciéramos algo de lo que él deseaba. Vivíamos por la vida natural y esa vida varía bastante, es esclava de nuestro temperamento.

Cuando son las emociones las que nos impulsan en el camino del Señor, vamos a toda carrera; pero cuando las emociones nos dirigen en otra dirección, somos lerdos para movernos, aun cuando se trate del deber. No somos dóciles en las manos del Señor. Él, por lo tanto, tiene que debilitar esa fuerte tendencia a querer esto o aquello, y debilitarnos hasta que estemos dispuestos a hacer las cosas que él quiere y no simplemente por placer nuestro. Puede ser que nos guste o no, pero lo haremos igual. No es que se lo hace porque se obtiene cierta satisfacción en predicar o en hacer la obra para Dios. No, entonces ya lo haremos sencillamente porque es la voluntad de Dios, y no nos importará si sentimos o no el gozo de hacerlo. El genuino gozo que proviene de hacer su voluntad es algo mucho más profundo que las variables emociones.

Dios nos lleva a la posición en que sólo necesitará expresar un deseo para que respondamos al instante. Tal es el espíritu del siervo (Sal. 40:7-8), pero ese espíritu no es de nuestro natural. Sólo viene cuando el alma, el asiento de nuestra energía, voluntad y afectos naturales, conoce la obra de la cruz. Sin embargo, ese espíritu de siervo es lo que él busca, y que obtendrá en todos nosotros. El medio para ello puede ser un penoso y prolongado proceso, o puede ser un solo golpe; pero Dios tiene su manera particular de obrar y nos conviene someternos a ella.

Todo verdadero siervo de Dios tiene que sentir alguna vez ese debilitamiento del cual nunca se puede recuperar; ya jamás puede ser el mismo. Hay que pasar por esa experiencia por la cual uno aprende a tener temor de sí mismo. Temerás hacer algo llevado ‘por ti mismo’, porque, como Jacob, tú sabes qué clase de trato divino tendrás que esperar; sabes qué mal lo pasarás en tu corazón delante del Señor, si te mueves por el impulso de tu alma. Has aprendido algo de lo que es sentir sobre ti la mano disciplinadora del Dios amoroso, que trata con nosotros como con hijos (He. 12:7). El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de dicha relación y también de la herencia y gloria que son nuestras «si es que padecemos juntamente con él» (Ro. 8:16-17); y nuestra respuesta «al Padre de los espíritus» es: ‘Abba, Padre’.

Una vez que esto se afirme en nosotros, habremos llegado a experimentar lo que denominamos «la vida de resurrección». La ley de la muerte puede haber operado una crisis en nuestra vida natural, pero cuando eso ocurra descubriremos que Dios nos deja experimentar la resurrección. Descubriremos que lo que perdimos nos es devuelto, pero ya no era como antes. La ley de la vida está obrando ahora algo que nos capacita y fortalece, algo que nos anima, dándonos vida. De aquí en adelante lo que se perdió será devuelto, pero bajo disciplina, bajo control.

Deseo aclararlo bien. Si queremos ser espirituales, no nos hace falta la amputación de nuestras manos o pies; podemos conservar nuestro cuerpo. En la misma forma, nosotros podemos quedar con nuestra alma, gozando de todas sus facultades; sin embargo, el alma ya no es el móvil de nuestra vida. Ya no vivimos por ella, ya no dependeremos de ella, sino que la utilizamos. Cuando el cuerpo gobierna nuestra vida nos portamos como bestias. Cuando el alma gobierna nuestra vida, vivimos como rebeldes y fugitivos de Dios – dotados, cultos y educados, sin duda, pero alejados de la vida de Dios. Pero cuando llegamos a vivir la vida en el Espíritu y por el Espíritu, aunque utilicemos nuestras facultades, tanto las del alma como las físicas, éstas son ahora siervos del Espíritu; y cuando llegamos a este punto, el Señor puede usarnos eficazmente.

Pero para muchos la dificultad consiste en la noche oscura del alma. Una vez, el Señor en su misericordia me puso de lado por muchos meses y me encontré espiritualmente en una oscuridad absoluta. Fue como si me hubiera abandonado, como si no estuviera realizándose nada, y como si yo hubiera llegado al fin de todo. Luego poco a poco él me lo dio todo de nuevo. Siempre se presenta la tentación de ayudar a Dios por tomar las cosas en nuestras propias manos; pero, recuerda, hay que pasar toda la noche en el santuario, toda la noche en la oscuridad. No se lo puede apresurar; Dios sabe lo que hace.

Quisiéramos experimentar la muerte y la resurrección al mismo tiempo. No podemos soportar la idea de que Dios nos dejará de lado por tanto tiempo; no sabemos esperar. Yo no puedo decirte cuánto tiempo tardará, pero en general se puede decir que nos guardará allí por un período bien definido. Aparentemente nada sucederá; todo lo que apreciaste se te irá de las manos. Por delante habrá un muro sin puerta alguna. Se te figurará que todos los demás son bendecidos y usados, y que sólo tú has sido pasado por alto y que estás perdiendo todo. Todo es tinieblas, pero sólo es por una noche. Tiene que ser toda una noche, pero nada más. Después verás que todo se te devuelve en una resurrección gloriosa; y nada puede medir la diferencia entre lo de antes y lo de ahora.

Estaba yo cenando un día con un joven hermano a quien el Señor había estado hablando sobre este punto de nuestra energía natural. Me dijo: «Qué hermoso saber que el Señor nos ha encontrado y tocado en forma fundamental, y que hemos recibido ese toque debilitador». Había un plato de galletas delante de nosotros sobre la mesa y recogí una, quebrándola en dos, como si fuera a comerla. Luego, juntando de nuevo los dos pedazos con cuidado, le dije: «Parece que está bien, ¿no es cierto? Pero nunca será lo mismo, ¿no es así? Una vez quebrada nuestra fuerza principal, en adelante cederemos al más leve toque de parte de Dios».

Así es. El Señor sabe lo que hace con los suyos, y toda nuestra necesidad ha sido anticipada en su cruz, para que la gloria del Hijo sea manifestada en los hijos. Creo que aquellos discípulos que han pasado por esta experiencia pueden repetir con verdad las palabras del apóstol Pablo, quien afirmaba que servía a Dios en su espíritu en el evangelio de su Hijo (Ro. 1:9). Estos siervos han aprendido, como Pablo, el secreto de un ministerio así. «En espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3).

Pocos han tenido una vida más activa que la de Pablo. Afirmaba a los romanos que había predicado el evangelio desde Jerusalén hasta Ilírico (Ro. 15:19) y que estaba dispuesto a seguir a Roma (Ro. 1:10) y luego, si fuera posible, a España (Ro. 15:24, 28). Sin embargo, en todo este servicio, que abarca toda la región del Mediterráneo, su corazón estaba fijo en un solo propósito: Ensalzar a Aquel que lo había hecho todo posible. «Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús en lo que a Dios se refiere, porque no osaría hablar sino de lo que Cristo ha hecho por medio de mí para la obediencia de los gentiles, con la palabra y con las obras» (Ro. 15:17-18). Esto es servicio espiritual.

Que Dios nos haga, a cada uno de nosotros, «un esclavo de Jesucristo», tal como lo fue Pablo.

Tomado de «La cruz en la vida cristiana normal».