«Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (Luc. 22:61). Este es el punto de crisis que tuvo que experimentar el apóstol Pedro para poder conocerse a sí mismo y saber que en él había una gran limitación para los propósitos de Dios. «Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente» (Luc. 22:62).

Este llanto era mucho más que una simple aflicción; implicaba reconocer que en sus capacidades naturales él no podía servir al Maestro, no podía seguir el camino de la cruz. Seguramente Pedro recordó de las palabras que él mismo había dicho antes: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré … Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré» (Mat. 26:33, 35).

Pero la respuesta del Señor, anticipando la experiencia de Pedro, es: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» (Luc. 22:31-32). Fue como decirle: «Pedro, tú vas a pasar por una amarga experiencia. Lo que ahora no entiendes, lo comprenderás entonces, una vez que pases por la crisis, una vez vuelto, una vez que te conviertas…».

Queremos enfatizar la palabra volverse, convertirse. Cuando conocimos al Señor, nuestro espíritu fue alcanzado, y nos convertimos a él. Sin embargo, también necesitamos de una nueva forma de conversión. Cuando el Señor dice a Pedro: «una vez vuelto», es como decirle: «cuando te conviertas». ¿Acaso Pedro no se había convertido, no se había vuelto de sus cosas, de su mundo, cuando el Señor lo llamó por primera vez? ¿Acaso nosotros, cuando el Señor nos llamó por primera vez, no dejamos atrás el mundo, para seguirle?

Pero aquí, la conversión de la cual el Señor habla a Pedro tiene que ver con volverse de sí mismo a Cristo, con negarse a sí mismo y no negar a Cristo. Cuando no nos negamos a nosotros mismos, cuando aún estamos vueltos hacia nosotros mismos, lo estamos negando a él. Todavía hay algo irreductible, que está de pie en nosotros, y que no lo hemos rendido al Señor. Por eso es necesaria esta palabra, porque el Señor quiere que le rindamos todo lo que somos.

Indudablemente, lo que más nos cuesta rendir es nuestro yo. Podemos renunciar a todas las demás cosas, entregar nuestros bienes, nuestro tiempo; dejar nuestros trabajos para seguir al Señor y servir en su obra. Pero el Señor no va a estar conforme hasta el día en que se lo demos todo a él.

Al Señor no le sirve una entrega a medias. No sirve que le entregues cosas al Señor. Él te quiere a ti, quiere tu alma, tu yo, rendido a él. Porque no pueden permanecer ambos – Cristo y el yo en nosotros. Antes bien, lo que Dios quiere es que Cristo permanezca en pie, y que el alma venga a ser un siervo que se postra ante Su estrado, reconociendo que Él es quien debe reinar en el trono de cada corazón.

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