Al llegar al tema de la justicia de Dios, de cómo le es imputada al hombre, y a quiénes Dios la atribuye, nos llenamos de asombro. Para comprobarlo, debemos ir al primer ejemplo, al arquetipo de la justicia y primer beneficiario de ella: Abraham. Contra todo lo que a veces se dice, Abraham no era un hombre naturalmente justo. No era lo que podría llamarse la persona moralmente intachable como para que Dios lo galardonase con su justicia.

Cuando Dios lo llamó, Abraham vivía en medio de la idolatría propia de los babilonios. Luego, el llamado de Dios fue, en primera instancia, casi totalmente desobedecido por Abraham. No dejó su parentela ni la casa de su padre, ni tampoco llegó a la tierra que Dios le había de mostrar. ‘Arrastró’ a su padre Taré, llevó a su sobrino Lot, y se quedó detenido en Harán, a mitad de camino.

Luego, cuando por fin se desprende de su padre, y sigue viaje a Canaán, Lot todavía le sigue. Lo primero que Dios le dice estando en Canaán es: «A tu descendencia daré esta tierra» (Gén. 12:7). No dice aquí que Abraham haya creído a Dios, como lo dice más tarde, en 15:6. Al parecer, la promesa de Dios recibió una callada muestra de indiferencia o incredulidad por parte del patriarca.

Poco después, Abraham pasa de largo en su llamamiento, pues va a Egipto, una tierra que le traerá malísimos recuerdos. Allí miente a Faraón, expone vergonzosamente a su esposa («para que me vaya bien por causa tuya», le dice a Sarai), y, cuando todo el enredo se aclara, retorna de Egipto cargado de regalos muy mal adquiridos.

Tras el bochorno de Egipto, Abraham vuelve al lugar de la bendición. Dios lo respalda generosamente en el episodio con Lot, y en lo referente a la batalla contra los cuatro reyes. Solo después de esto, y de haber recibido la bendición de Melquisedec, Abraham recibe la palabra de la justicia de Dios.

Y tampoco fue en la ocasión más noble, pues la palabra de Dios no le vino por causa de su «simiente» (que, según la interpretación de Pablo en Gálatas, es Cristo), sino que vino a causa de la promesa de su propia descendencia. No tenía hijo, y él temía que el heredero fuese Eliezer. Entonces Dios le habla, y, por primera vez, los oídos espirituales de Abraham se abrieron a la palabra de Dios, y oyó con fe, y esa fe le fue contada por justicia (Gén. 15:6). Así es como llegamos al punto clave en la vida de Abraham.

Así que, cuando intentamos buscar un carácter justo en Abraham, no lo hallamos. Y tal parece que así también ha de ser con todos los que siguen sus pisadas en cuanto a la fe: «¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Rom. 4:1-5).

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