Al final de Romanos 9, cuando parece que Pablo ya ha dejado definitivamente atrás el tema de la justicia de Dios, él lo retoma con nuevos bríos. Y esta vez lo hace en relación con Israel. Y Pablo se pregunta: ¿Por qué el pueblo escogido no alcanzó la justicia de Dios?

La respuesta que da el apóstol a esta pregunta nos sirve mucho a nosotros. «Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó (la justicia). ¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de tropiezo» (Rom. 9:31-32). El punto es: ¿Cuál es la forma en que intentamos alcanzar la justicia? ¿Con qué actitud?

Israel dijo repetidas veces a Dios que ellos estaban dispuestos a guardar la ley. Sin embargo, según nos aclara Pablo, el objetivo de la ley no era ser guardada, sino servir como un espejo en que ellos pudieran ver la negrura de su corazón y clamar por la gracia de Dios. Sin embargo, ellos no la usaron sino como una vitrina para exhibir su propia justicia. Entonces, fracasaron.

Una y otra vez, Dios clama a través de los profetas, que él está cansado de esa justicia, una justicia hipócrita, basada en sacrificios externos, sin el compromiso del corazón. Cuando vino el Señor Jesús, ellos estaban tan enredados en sus formas religiosas, que no reconocieron a quien les podía justificar de veras – porque «el fin de la ley es Cristo».

Por eso Pablo dice que Cristo fue piedra de tropiezo para ellos. Aquella Roca bendita que Dios estableció como piedra angular de su edificio espiritual, fue para ellos un tropiezo. Así también puede ocurrir con nosotros hoy. Si nos acercamos a Dios con un sistema de obras, con una actitud de exhibir nuestra propia justicia, seremos rechazados.

De Israel se dice algo que también podría decirse de nosotros: «Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (Rom. 10:3-4).

El Señor nos conceda un sentido tal de indignidad y de fracaso en nosotros mismos, que nunca pretendamos reemplazar la justicia de Cristo (que solo se obtiene por la gracia de Dios mediante la fe), por la nuestra, oscura, sucia y vil. La fe es la entrada a esta gracia, y también es la llave que nos permite permanecer en ella, porque «en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá» (Rom. 1:17).

La fe está al comienzo y también en la mitad, y al final. Que el fracaso de Israel no sea el nuestro. Antes bien, que el fracaso de ellos nos advierta acerca de cuál ha de ser nuestra actitud delante de Dios. «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron» (Rom. 15:4).

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