Hechos fundamentales que nos revelan quién es Jesús, su persona y su gloria.

Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto”.

– Isaías 53:3.

¿Quién es Jesús?

No hay otra persona que haya producido tal impacto en la historia como Jesús. ¿Quién es él? Los evangelios fueron escritos para responder esta pregunta.

Los fariseos dijeron: «¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente» (Juan 10:24). Los discípulos cavilaban: «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?» (Mat. 8:27).

Los evangelios no son una biografía común, sino son más bien retratos selectivos. Lucas escribe: «Ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas» (Luc. 1:1).

Tampoco son literatura de ficción ni especulación filosófica. Contienen hechos reales, testificados por quienes los vieron con sus ojos.

Al estudiar la vida de Jesús, podemos resaltar en ella algunos hitos fundamentales que nos revelan quién es él, su persona y su gloria: la preexistencia de Cristo, su encarnación como hombre verdadero y perfecto, su ministerio terrenal, y los eventos de sus últimos días. De estos, veremos con más detalles la tentación en el desierto, la hora del quebranto en el Getsemaní, su crucifixión, muerte y resurrección.

La preexistencia de Cristo

Jesús no comenzó a existir en el momento en que fue concebido por María, sino que existió desde la eternidad: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). El Verbo, para los griegos, es el Logos: la palabra, la razón, el orden, el diseño, la inteligencia detrás del universo.

La verdad sobre la identidad divina de Jesús no provino de los hombres, sino de Jesús mismo. Los judíos entendieron claramente lo que quiso decir con las palabras: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Juan 8:58),  y en consecuencia, tomaron piedras para apedrearlo por la blasfemia de hacerse igual a Dios.

Cuando Pedro le dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mat. 16:16), Jesús reconoció explícitamente, ser el Mesías, pero con la carga adicional que eso significaba: que él era también el hijo del Dios viviente. Además, sus palabras y actos mostraron que él tenía plena conciencia de su identidad divina. Los discípulos, oyéndole y viéndole actuar, obtuvieron de él  esa comprensión. Él demostró estar consciente de su  divinidad porque actuó como tal. Si en la cosmovisión judía existía un único Dios, entonces Jesús se había identificado con ese Dios, el Dios de Israel.

Jesús, hombre verdadero y perfecto

Jesús no solo reivindicó para sí la identidad divina; también vivió y actuó como verdadero hombre. Él se refirió muchas veces a sí mismo como «el Hijo del Hombre», identificándose así con todos nosotros.

«Y aquel Verbo fue hecho carne» (Juan 1:14). En su condición divina, él posee la naturaleza y todos los atributos de la divinidad. Sin embargo, él asumió también una naturaleza plenamente humana. De alguna manera que no logramos comprender, sin nunca dejar de ser Dios, se autolimitó, despojándose de la expresión de sus atributos divinos esenciales, para vivir una vida totalmente humana.

Jesús nació como un hombre verdadero, pero con una gran diferencia respecto a nosotros: él nació sin pecado. En esta condición, pasó por todas las experiencias humanas. Él tenía un cuerpo, un alma y un espíritu humanos. Nació como un bebé y fue un niño como cualquiera de nosotros. Como todo hombre, debió aprender, crecer y madurar. Él tenía que recorrer toda la jornada del hombre, para recapitular en sí toda la vida humana.

Jesús comienza su ministerio

«Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:16-17).

Sus primeros treinta años de vida secreta reciben aquí una completa aprobación de su Padre. A partir de este momento, él comienza su ministerio público y recibe una capacitación especial para ejercerlo por el poder del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, en Isaías, describe proféticamente a Cristo como el «varón de dolores, experimentado en quebranto» (Is. 53:3). Un hombre que no solo conoce el sufrimiento, sino que lo conoce profundamente; al punto de ser experto en el dolor humano.

Jesús sufrió nuestros dolores, llevó nuestros pecados y fue castigado en nuestro lugar. Su vida terminó en un extremo sufrimiento; pero, en realidad, toda su jornada estuvo marcada por el quebranto. Ser el más perfecto, santo y puro de los hombres no le  significó una vida sin sufrimientos.

A veces creemos que el caminar en obediencia a la voluntad de Dios nos evitará el dolor. Pero no es así. El mismo Hijo de Dios padeció, aún haciendo la perfecta voluntad de Dios. Por supuesto, a veces sufrimos porque somos desobedientes. El pecado individual es una de las causas del sufrimiento en el mundo; pero Jesús no tenía pecado y aun así padeció, porque esa era la voluntad de Dios para él.

La tentación en el desierto

«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo» (Mat. 4:1). Marcos dice: «el Espíritu lo impulsó al desierto» (1:12). El Espíritu Santo le capacitó para su ministerio, y luego, lo llevó de inmediato al desierto, a un lugar de prueba.

La prueba revela nuestra verdadera condición y naturaleza. Estas  no se manifiestan  en los buenos tiempos, sino en la hora de la prueba. Jesús, el hombre representativo, tomó el lugar de Adán, el primer hombre, que también fue probado al principio de todo. Por ello, la tentación de Jesús contiene los mismos elementos de aquella escena en el huerto de Edén. Él fue probado para vencer en todo aquello en que nosotros fallamos.

Para entender la tentación y la prueba es importante discernir que aquello que desde el punto de vista Satanás es una tentación,  desde la perspectiva de Dios es una prueba. Tentación y prueba son una misma palabra en griego, por lo que su interpretación depende del contexto. El propósito de Dios en la prueba no es que pequemos, sino que seamos perfeccionados a través de ella. Pero el fin de Satanás es que pequemos y seamos destruidos.

Era necesario que Jesús fuera impulsado por el Espíritu Santo para ser tentado.  Para que seamos perfeccionados  es necesario que seamos probados. Aún la tentación está bajo el control soberano de Dios, pues, entre otras cosas, Dios quiere que aprendamos a vencer a Satanás a través de ella.

«Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre» (Mat. 4:2). Esta no es fue un  hambre común, sino la que viene tras muchos días de ayuno, que oprime la mente y no deja pensar en nada más. Muchos pecados se cometen en situaciones de necesidades de nuestro cuerpo, tan imperiosas  que nos hacen creer que estamos justificados al ceder a ellas.

Jesús padeció un hambre desesperante. Entonces vino a él el Tentador, porque éste sabe exactamente cuándo hacerlo, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios…». En su bautismo, el Padre le dijo: «Tú eres mi Hijo amado». Y Satanás está usando ahora las mismas palabras. He aquí una teología satánica, una manera retorcida de pensar.

La idea de Satanás es: «Si realmente eres Hijo de Dios, tienes derecho a exigirle que satisfaga todos tus deseos y necesidades». La tentación es: «Di que estas piedras se conviertan en pan» (v. 3). «Él respondió y dijo: Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (v. 4).

Jesús respondió con la palabra de Dios, porque ella estaba en su corazón. Para que ella sea nuestra defensa, debemos guardarla en el corazón en todo tiempo. «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11). Si tenemos un depósito suficiente de la palabra de Dios, podremos responder a la tentación cuando ésta venga. Jesús, como hombre representativo, enfrentó a Satanás usando la palabra de Dios: «No solo de pan vivirá el hombre…», una cita de Deuteronomio 8, hablando del paso de Israel por el desierto.

«Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos. Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre» (Deut. 8:2-3).  Por medio de la prueba aprendemos a ser sustentados únicamente por Dios a través de su palabra.

Estas tres tentaciones corresponden a las tentaciones del huerto. «Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría» (Gén. 3:6).

«Entonces el diablo le llevó a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra» (Mat. 4:5-6).

Aquí Satanás se vuelve más sutil, citando la Escritura en el Salmo 91. Este afirma que a los que confían en Dios nunca les pasará algo realmente malo. Pero eso no significa que nunca sufriremos. Sin embargo, esto es lo que insinúa Satanás. «Hagas lo que hagas, Dios te cuidará y no sufrirás».

Este es el segundo tipo de tentación con el  que Satanás tienta a los hombres. El primero tiene que ver con las necesidades de nuestro cuerpo físico. El segundo, con lo que el apóstol Juan llama «la vanagloria de la vida» – «árbol codiciable para alcanzar la sabiduría»: el deseo de ser reconocido por los demás.

Satanás está diciendo: «Si quieres que los demás crean en ti haz esto, para que ellos te reconozcan al ver cómo los ángeles te libran». Cuando el deseo de reconocimiento es un ídolo que rige nuestra vida, estamos en manos del Tentador. Lo único que nos debe importar no es la aceptación de los hombres, sino la aceptación de Dios.

Otra vez, Jesús responde con la Palabra: «Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios» (v. 7). Hacer lo que proponía Satanás era poner a prueba a Dios. Pero Dios no puede ser puesto a prueba por el hombre.

Tercera tentación. «Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si postrado me adorares» (v. 8). Esta es claramente la tentación de la idolatría, relacionada con lo que Juan llama «los deseos de los ojos». Todo lo que nosotros miramos, lo queremos. La publicidad actual, por ejemplo, se basa en los deseos de los ojos.

Satanás le mostró todos los reinos del mundo y toda la gloria de ellos: la riqueza, la fama, el poder, el conocimiento pasaron delante de sus ojos. La tentación de la idolatría es adorar a la criatura en lugar del Creador; tomar algo que no es Dios y ponerlo en su lugar, postrándonos ante él para obtener lo que deseamos con nuestros ojos. Sin embargo, el único que puede satisfacer la vida humana en plenitud es nuestro Dios y Creador. «Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás» (v. 10).

Satanás lo intentó todo y fracasó, pero aquí vemos dos cosas: Jesús venció por nosotros toda tentación y también nos enseñó cómo vencer toda tentación  por medio de la palabra de Dios. «Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Heb. 2:18).

La transfiguración

Otro hito fundamental en la vida de Jesús se encuentra en la escena del monte de la transfiguración (Mateo capítulo 17). Su ministerio público ocurrió durante  tres años en Galilea y los últimos seis meses en Judea. A partir de aquí, él decidió subir a Jerusalén. Este episodio contrasta con la escena anterior, cuando Jesús pregunta a los discípulos quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre. Pedro responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mat. 16:16), la mayor revelación del Nuevo Testamento.

Luego, Jesús les anuncia que es necesario que él vaya a Jerusalén, y que padezca mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes, y que sea muerto, pero resucite al tercer día.

Cuando Pedro oyó esas palabras se espantó. Se puso delante el Señor y lo detuvo, diciéndole: «Señor, en ninguna manera esto te acontezca» (Mat. 16:22). Son palabras similares a las de Satanás en el desierto, ahora a través de Pedro, sugiriéndole evitar el dolor a toda costa.

Sin embargo, a veces, el sufrimiento es parte de la perfecta voluntad de Dios para sus hijos. Jesús le reprende: «¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (v. 23). Luego dice: «De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino» (v. 28).

Jesús les habla de la esperanza de su venida al final de los tiempos. Y les dice que algunos de ellos no morirán sin antes ver al Hijo del Hombre viniendo en su gloria. Entonces, «Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz» (Mat. 17:1-2).

Mucho tiempo después, Pedro relatará  este mismo acontecimiento: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (2 Ped. 1:16-18). Según Pedro, en el monte santo, ellos vieron la escena final de la historia: La venida del Señor en gloria.

Al concluir Jesús su ministerio público, de nuevo la voz del Padre vino a poner su sello de aprobación sobre él y su vida. «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd» (Mat. 17:5). Jesús había alcanzado la perfección de su vida humana, tanto privada como pública. Todos los pensamientos de Dios respecto al hombre habían sido realizados plenamente en él, el hombre según el corazón de Dios.

Por ello, en el monte de la transfiguración se abrieron ante él dos caminos: el camino de la gloria y el camino de la cruz. El primero es el que él tenía derecho a tomar, debido a que cumplió perfectamente la voluntad de Dios a lo largo de toda su vida. En ese instante, él pudo haber ascendido y ser recibido por el Padre en la gloria.

El segundo era el camino de la cruz, y este no por causa de sí mismo. Todo lo que él tenía que ganar para sí como hombre, ya lo había ganado y el camino a la gloria estaba abierto ante él. Pero en esa hora él escogió el camino de la cruz, no como una imposición de Dios, sino como una opción que él escogió libremente por amor a su Padre y a nosotros.

Jesús había venido al mundo para morir en la cruz, porque esa era la voluntad perfecta de su Padre desde la eternidad. Si hubiese ascendido a la gloria, él hubiese vivido eternamente glorificado, sentado a la diestra del Padre; mas nosotros estaríamos perdidos para siempre. «De cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo…». Él habría sido el único hombre en la gloria, «…pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).

De allí en adelante, nos dice la Escritura, él «afirmó su rostro para ir a Jerusalén» (Luc. 9:51). Fue su firme determinación el ir a la cruz. El Hijo merecía la gloria; pero, en la perfecta voluntad divina, el Cordero de Dios debería ser sacrificado. Entonces, él tomó el camino de la cruz.

La agonía en Getsemaní

Otro hito fundamental corresponde a la noche en que Jesús fue entregado. En la última semana, él hizo su entrada triunfal en Jerusalén. Luego vinieron las horas finales. La última noche, el Señor celebró la pascua con sus discípulos, y después que hubieron cenado, salieron al huerto de Getsemaní.

«Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro. Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera» (Mat. 26:36-37).

Una angustia inmensa lo inundó: se acercaba el momento de ir al sacrificio. Él había vivido toda su vida bajo la sombra de la cruz. Desde que tuvo conciencia, él sabía que su camino terminaba allí. Pero ahora, por primera vez, el horror de esa hora aplastó su alma.

«Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (v. 38). Jesús no era insensible al dolor. Nosotros quisiéramos que el sufrimiento no nos afectara. Pero Jesús, nuestro maestro, el hombre perfecto, no era inmune al dolor. Él fue presa de una angustia mortal esa noche. Lucas nos dice que su angustia fue tan intensa, que de su frente caía a tierra el sudor como grandes gotas de sangre. Los psiquiatras dicen que un dolor mental extremo puede hacer que los vasos capilares se rompan y brote la sangre.

«Mi alma está muy triste…». Nos conmueve saber que el Señor no ocultó su dolor a sus discípulos. A menudo, nosotros tratamos de ocultar nuestras penas de los demás, en una aparente actitud espiritual. Pero Jesús no tuvo reparos en decir lo que él estaba sintiendo.

En esta hora, el Señor enfrentó el mayor dolor psicológico que un ser humano pueda experimentar – el dolor de la pérdida. Los psicólogos usan escalas de grado del dolor en los diferentes eventos de la vida, y el mayor de ellos es  el perder a alguien que se ama profundamente.

«Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (v. 39). Jesús nos enseña que enfrentar el dolor no consiste en insensibilizarnos ante éste, porque si somos inmunes al dolor, seremos inmunes al amor. Aquel que no quiere sufrir, tampoco podrá amar. Jesús lo sabía, porque nos amó hasta lo sumo, y precisamente por ello tuvo que padecer por nosotros.

Nosotros no debemos entregarnos al dolor como si éste fuera algo bueno en sí. La Escritura nos dice que el sufrimiento humano universal es consecuencia del pecado (no necesariamente personal). Por ello no se abraza el dolor como algo bueno en sí. De ahí que Jesús dijese: «Si es posible, pase de mí esta copa». Aun así, en las manos de Dios, el sufrimiento se convierte en instrumento de gloria. Jesús sabía eso; por eso dice: «…pero no sea como yo quiero, sino como tú» (v. 39).

Naturalmente, nadie quiere sufrir. Pero, cuando el dolor es parte de la voluntad divina, es para nuestro bien y el de muchos otros. Jesús estaba en una disyuntiva: seguir su propia voluntad o seguir la voluntad del Padre, y ésta significaba entrar en un horno de fuego espantoso. Por ello, sintió una angustia terrible. En un instante, vio lo que significaba morir en la cruz; vio el peso de la ira divina que caería sobre él.

Jesús debía beber la copa de la ira de Dios. No de la venganza, sino de la ira santa de Dios, que es el castigo justo por los pecados. Y él debía beber aquella copa hasta el final. Cuando Jesús vio aquello, su alma retrocedió espantada. En el clímax de esa ira está el hecho de ser desechados por Dios y arrojados a una infinita distancia de su presencia. Por eso su alma estaba tan angustiada. Y he aquí lo maravilloso. «Varón de dolores, experimentado en quebranto» (Is. 53). Él sufrió nuestros dolores, padeció en nuestro lugar. La ira era para nosotros; mas él entró por nosotros en aquel horno ardiente de ira divina.

«Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti» (Is. 43:2). Si el Señor entró en el horno por nosotros, ¿nos abandonará o dejará de amarnos alguna vez? Recuerda: en medio de la prueba, él está allí con nosotros.

El Señor hizo su decisión aquella noche en el Getsemaní. «Hágase tu voluntad» (Mat. 26:42). Luego se desencadenaron los hechos de su muerte, un despliegue de dolor y de injusticia inconcebibles sobre su vida. Hubo un juicio fraudulento, con testigos falsos. No se le permitió defenderse. Todo estaba arreglado para culparlo. Y Jesús enmudeció.

La hora de la cruz

Luego fue llevado ante Pilato. Éste sabía que el Señor era inocente, y aun así lo entregó a la muerte para congraciarse con los judíos.

Jesús fue llevado a juicio ante los hombres, pero en realidad la humanidad entera fue juzgada ante él ese día– toda la maldad de la raza humana  se reveló en la traición de Judas, la negación de Pedro, el abandono de sus discípulos, la farsa de un juicio injusto, los testigos falsos, la cobardía de Pilato, la estupidez de Herodes y la burla y la crueldad sin sentido de los romanos.

Él «sufrió nuestros dolores», víctima de la injusticia, la cobardía, la burla y la crueldad, la volubilidad de las gentes, la negación, la traición, el abandono y el rechazo, porque tomó nuestro lugar. Finalmente, coronado de espinas, subió lentamente la colina del Calvario, cargando su cruz.

¡Cuántas veces cayó en aquel camino, y de nuevo, con decisión, se irguió y siguió adelante! «Yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo» (Jn. 10:17-18). Bastaba un gesto suyo para que todo concluyera. Los ángeles solo esperaban una señal para intervenir y acabar con todo; pero la señal nunca llegó.

En aquella hora, no solo el Hijo sufrió, sino también el Padre. Este era su Hijo eternamente amado, y él lo entregó. «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito» (Juan 3:16). Dios puso su corazón como una piedra, y no salvó a su propio Hijo, para que tú y yo pudiésemos ser salvos. Padre e Hijo, con una sola voluntad, un solo amor, un solo propósito en su corazón.

Lo que consuela el corazón definitivamente es conocer el amor de Cristo. A veces, al pasar por el valle del dolor, pensamos que Dios no nos ama. Pero miremos a Jesús subiendo al Calvario. Los evangelios son muy escuetos al registrar los hechos; no hay adorno, es un relato simple y desnudo. «Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí» (Luc. 23:33). Nada más.

La crucifixión romana era el suplicio más horrible de aquel tiempo, ideado para causar un dolor atroz antes de la muerte. Ser clavado en una cruz significaba pasar por largas horas de agonía. Los huesos se descoyuntaban, la sangre corría. Se hacía imposible respirar y se sentía una sed desesperante a causa de la pérdida de sangre. Era un dolor indescriptible. Y así padeció el Salvador, mientras Satanás se burlaba de él y lo tentaba hasta el último momento: «Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mat. 27:40).

Los siete clamores en la cruz

Para concluir, veamos las siete palabras de Cristo en el Calvario. Ellas resumen el significado de la cruz. Primero, una palabra de perdón. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Luc. 23:34). Él murió para que nosotros fuésemos perdonados por Dios eternamente.

La segunda es una palabra de salvación. Recuerden que había dos ladrones, uno a cada lado de Jesús. Uno de ellos lo injuriaba. «Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?» (40). Este es el hombre con más fe en la historia de la humanidad. Una cosa es ver al Salvador resucitado y creer en él, y otra cosa es verle crucificado y decirle: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino». Jesús respondió: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Su muerte en la cruz nos abrió el camino al paraíso de Dios.

La tercera es una palabra de afecto. En el extremo de su tormento, Jesús no olvidó a aquellos a quienes amaba, en especial, a su madre. Entonces dijo a María: «Mujer, he ahí tu hijo», y a Juan: «He ahí tu madre» (Juan 19:26-27). Tuvo cuidado de su madre – amor y preocupación, aún  desde la agonía misma de la cruz.

Después, el terrible clamor a gran voz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46). Este era el momento que él temía sobre todas las cosas, aquello que angustiaba su alma en el Getsemaní. Él sabía que, al final de todo, la cruz significaba el total abandono de Dios. Lo que siempre le sostuvo era saber que el Padre estaba con él. Mas, aquí, él recibió todo el peso de la ira divina. Él estuvo solo y fue abandonado, para que tú y yo nunca más fuésemos abandonados. Por ello, atravesando el valle de sombra de muerte, él estará con nosotros.

«Tengo sed» (Juan 19:28). Es una palabra de agonía física agobiante. Y por medio de esa necesidad apremiante del Señor, nuestra sed fue saciada para siempre.

Finalmente: «Consumado es» (Juan 19:30). En griego, tetelestai: el precio ha sido pagado, la obra está concluida. Es un grito de victoria. Jesús venció sobre la cruz. Es un ¡Aleluya! La agonía terminó, el poder de la muerte y del pecado acabó y Satanás fue vencido para siempre. Todos los pecados fueron perdonados, toda deuda fue saldada, y nosotros somos libres, para la gloria de Dios.

Las últimas palabras de Jesús no fueron para los hombres, sino para su Padre. Tres horas atrás, él dijo: «Dios mío». Ni siquiera pudo llamarlo Padre, porque hasta esta palabra se secó en su boca: tal era su abandono. Pero ahora, «Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (Luc. 23:46).

Deberíamos guardar silencio, y mirar. Allí está él, muerto sobre la cruz. Y cuando el Padre recibió su espíritu, también nos recibió a nosotros con él. Cuando llegue nuestra hora final, si el Señor no viene antes, no estaremos solos: el Padre estará esperándonos para recibirnos en sus brazos, porque Cristo nos abrió el camino a la vida eterna sobre la cruz.

Así murió el Señor. Así terminó aquel día. Pero no fue un día de derrota, sino de gloria. Es el triunfo del Crucificado. Jesús, aparentemente vencido, en un vuelco gigantesco de la historia, convirtió la muerte en eterna victoria. Él entró en la muerte para destruir a la muerte, entró en el dolor para terminar con el dolor y convertirlo en gozo. ¡Ese fue su camino a la gloria!

Pero todo no concluyó allí. ¡Jesús resucitó! Él no terminó su carrera en el sepulcro. Al tercer día, el Padre puso su sello de total aprobación sobre su vida perfecta, de perfecta humildad y obediencia, resucitándole de entre los muertos, declarándole eternamente su Hijo ante toda la humanidad. ¡Él es el único que puede salvar! La muerte fue vencida en su resurrección. Es un hecho histórico; muchos testigos lo vieron resucitado, con pruebas indubitables. Tal es la garantía de su victoria.

Que el Señor consuele y fortalezca nuestros corazones. ¡Cuán grande es nuestro Salvador! Por eso, no tengamos vergüenza de anunciar el evangelio del  Señor Jesucristo, porque él «puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios» (Heb. 7:25).

Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile), en junio de 2018.