El psicólogo no da lugar a la descripción tripartita del hombre como espíritu, alma y cuerpo, sino sólo como alma –o mente– y cuerpo. Pero, incluso el psicólogo tiene que confesar la existencia de un tercer elemento.

Muchos de los lectores estarán familiarizados con la posición de la psicología, y es justo aquí donde hallamos el punto que hace toda la diferencia entre lo natural, que deja fuera a Dios, y lo espiritual, que le da su pleno lugar. Porque aquí encontramos que la descripción escritural del hombre va totalmente a contracorriente de las conclusiones de la «psicología científica». Hemos observado que el psicólogo no dará lugar a la descripción tripartita del hombre como espíritu, alma y cuerpo, sino sólo como alma –o mente– y cuerpo. Pero, incluso el psicólogo tiene que confesar la existencia de un tercer elemento. Él lo reconoce, centra su supremo interés y ocupación en él, edifica un sistema completo de experimentación a su alrededor, y a menudo se encuentra al borde de llamarlo por su nombre correcto. Pero hacerlo sería conceder demasiado; y Satanás, que tiene la mente del hombre natural con la soga bien atada al cuello, vigila que en esto, como en otros asuntos, únicamente no se utilice la palabra. El psicólogo, en consecuencia, reconoce y llama a este factor adicional «la mente subconsciente», o «la mente subjetiva», o «el yo subliminal», o la «personalidad secundaria», etc.

Escuche algunas cosas que nos indican hasta dónde pueden ir estos maestros: «El alma consiste en dos partes, una adicta a la verdad, y amante de la honestidad y la razón; la otra, ruda, engañosa, sensual». Y, otra vez: «Existe un psiquismo en el alma». «La existencia de un psiquismo en el alma no es un mero dogma teológico, sino un hecho científico»: El hombre está dotado de dos mentes, cada una de las cuales es capaz de acción independiente, y ambas de acción simultánea; pero, en lo principal, ellas poseen poderes independientes y desempeñan funciones independientes. Las facultades distintivas de una pertenecen a esta vida; las de la otra, están adaptadas especialmente para un plano de existencia más alto. Yo las distingo designando a la una como mente objetiva, y a la otra como mente subjetiva». «Cualesquiera sean las facultades que se hallen existiendo en la mente subjetiva de un ser sensitivo, necesariamente existieron potencialmente en el ancestro de ese ser, cercano o remoto. El corolario es que cualquier facultad que podamos encontrar existiendo en la mente subjetiva del hombre debe necesariamente existir, en cuanto a su posibilidad y potencialidad, en la mente de Dios Padre» (Todas las cursivas son nuestras).

Cuando leemos afirmaciones como éstas, dos cosas exigen ser exclamadas. La primera: «¡Oh, por qué no llamarlo por su nombre correcto!». La otra: «¡Qué tragedia el que los filósofos paganos hayan tenido su propia esfera de investigación y que la Biblia haya sido dejada de lado!». Se podría pensar que no tiene mucha importancia como usted lo llame si se aferra a la cosa en sí. Sin embargo, sostenemos que es vital reconocer que estamos tratando con dos cosas absolutamente distintas y separadas, y no con los dos lados de una misma cosa. Es un error hablar de la unión del alma, o de la comunión del alma con Dios, porque no hay tal cosa. «La unión con Dios» es en el espíritu. «El que se une al Señor es un espíritu» (1ª Co. 6:17); y, a pesar de lo altamente desarrollada que sea la vida del alma, no hay «unión con Dios» hasta que el espíritu ha sido traído de regreso a su correcto lugar y condición.

Esto abre la puerta a la siguiente gran pregunta: ¿Qué es nacer de nuevo? Esta experiencia, nos fue dicho por Cristo, es imperativa (Juan 3:3, 5, etc.).

Nicodemo tropezaba con el aspecto físico, pero se le dijo pronto que «lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». En primer lugar, entonces, y obviamente, no es el cuerpo lo que nace de nuevo. ¡Pero, tampoco es el alma! «Para que el cuerpo del pecado sea destruido» (Rom. 6:6), y «aquellos que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (Gál. 5:24). Los pasajes similares a estos son demasiados como para citarlos, pero busque usted, «carne», «viejo hombre», «hombre natural», etc. La respuesta a la pregunta es, de manera enfática, que el nuevo nacimiento es la revivificación del espíritu humano por el Espíritu de Dios, el imparti-miento dentro de él de la vida divina, y la reunificación del hombre con Dios por medio de esa única vida en el hombre interior.

Esto, por supuesto, solamente sobre el terreno de la resurrección de Cristo y la unión del creyente con él de allí en adelante; con la implicación de que todo el significado de su muerte expiatoria, substitutiva y representativa, ha sido aceptada por fe, aunque quizá no entendida aún. Desde ese momento, el creyente anda en «novedad de espíritu» (Rom. 7:6). El alma puede aún ser capaz de retener sus temores, dudas, cuestionamien-tos, sentimientos, etc., de otro tiempo, mostrando así que no es un alma nueva. Pero hay algo más profundo que ello, y Dios es más grande que nuestras almas. Lo más cierto acerca del nuevo nacimiento es, a menudo, más profundo que la conciencia, y aunque el alma, e incluso el cuerpo, pueden obtener cosas buenas y bendiciones, Dios buscará separarnos, como a bebés, de nuestras sensaciones acostumbradas y llevarnos al hecho que es él mismo.

Aquellos que deben tener, y demandan, continuas evidencias en sus sentidos de su nueva vida no crecerán espiritualmente, sino que permanecerán siendo bebés. Pero, viendo que, aparentemente, hemos dado al alma un lugar completamente secundario, debemos apresurarnos hacia la tercera pregunta.

¿Cuál es el lugar del alma?

¿Qué hemos dicho e inferido sobre el alma? Hemos indicado que Adán pecó con su alma. Como resultado de ello, el alma se ha convertido en aliada de los poderes malignos. Además, una consecuencia de esto es que el hombre ha llegado a ser, de manera preeminente, un ser anímico (almático) en oposición con lo espiritual; esto es, dominado por el alma. Así, el hombre está ahora en un estado desorganizado, y representa una alteración del orden divino. Esta es sólo una parte del trastorno mucho más amplio que ocasionó el pecado de Adán.

En la nueva creación en Cristo, los principios del verdadero orden divino han sido reestablecidos. El espíritu, vivificado, levantado, habitado por Cristo y unido con él, se establece como el órgano del gobierno divino sobre el resto del hombre, su alma y su cuerpo. En una persona verdaderamente espiritual o nacida de nuevo, el alma y el cuerpo no tendrán un lugar de preeminencia, pero en su lugar correcto serán siervos e instrumentos muy útiles y fructíferos.

Por medio de su alma, el hombre funciona en dos direcciones: desde adentro hacia fuera y desde afuera hacia adentro. El alma es el órgano y el plano de la vida humana y su comunicación. Incluso las cosas divinas, que no pueden ser conocidas o capturadas por el alma en primera instancia, si es que van a convertirse en algo práctico para la vida humana, deben tener un órgano constituido para traducirlas, interpretarlas y hacerlas inteligibles en el plano humano. Así, lo que se recibe sólo con el espíritu, debido a sus exclusivas facultades (como veremos más adelante), es traducido con propósitos prácticos, primero, para el receptor en sí, y luego para otros seres humanos, por medio del alma.

Esto puede ocurrir a través de una mente alumbrada por la verdad (razón); un corazón lleno de gozo, o amor, etc., para confortar y levantar (emoción); o la voluntad energizada para la acción o la ejecución (volición). Sin embargo, se debe tener siempre en mente que el servir a los fines divinos con un valor realmente eterno no viene, en primera instancia, del alma, sino de Dios, hacia y por medio de nuestros espíritus. Debe ser la verdad obtenida por revelación (Ef.1:17, 18; RV)1, y no, en un primer momento, por nuestro propio razonamiento. Deben ser el gozo y el amor por el Espíritu Santo, y no nuestras propias emociones. Deben ser la fuerza y la energía de Cristo, y no nuestro impulso o fuerza de voluntad. Cuando procuramos lo último, otra vez el orden divino se altera, se crea una falsa posición, y el fruto se pierde, aun cuando pueda parecernos que algo muy bueno está ocurriendo todo el tiempo.

Luego, en cuanto a la dirección opuesta, el alma puede reconocer, apreciar, registrar y aprehender todo lo de este mundo en la medida de su capacidad, natural o adquirida. Todo esto puede quedar simplemente allí y agotarse en sí mismo, o ser traído a un terreno más alto y así regulado para ser transmutado en algo de valor espiritual (que es eterno) y subordinado a la vida, o bien, rechazado. El espíritu de este modo, por medio de su contacto con Dios, dictamina en cuanto a lo que es bueno o malo, o solamente bueno en apariencia. El alma no conoce esto por sí misma. Debe haber un órgano espiritual, con inteligencia espiritual, que lleve consigo los estándares divinos.

¿Por qué ocurre que tanta de la gente más artística, poética y sensible ha sido y es moralmente tan deformada, degradada, lasciva, celosa y vanagloriosa? ¿Por qué los dictadores, cuyo ego oscurece cualquier otra cosa, son tan impíos y desafiantes frente a Dios? ¿Por qué tantos de los grandes intelectuales son tan orgullosos, arrogantes y a menudo infieles a sus esposas? Bueno, la respuesta es obvia ¡Todo es el alma! Ellos no saben nada del equilibrio que surge de la unión en espíritu con Dios, y, en consecuencia, sus almas tienen la última palabra en cada asunto. No es que todos ellos saquen a Dios del universo, porque, a veces, se refieren a él. Pero no hay correspondencia entre él y ellos. Y él no existe para ningún propósito moral en lo que a ellos se refiere.

Hemos buscado mostrar que el alma como un siervo –no un amo– puede, y debería, ser muy útil y fructífera en relación con un órgano superior. Y, de esta forma, cuando hablamos de gente que es «anímica», solo queremos decir que el alma predomina en ellos, y no que el alma es algo equivocado o necesariamente malo. El orden divino es siempre una ley de la plenitud divina.

Al mismo tiempo, deberíamos puntualizar cuidadosamente que el alma, como siervo, tiene una inmensa responsabilidad. De hecho, el ego humano –el «yo»– como vida ‘auto racional’ y ‘auto consciente’, tiene que responder a Dios por su sumisión o jactancia de sí misma; por «la hechura de su propia vida»; y por la exaltación y afirmación de sí misma más allá de su propia provincia y medida. Así que, «el alma que pecare, esa morirá» (Ez. 18:4) era la sentencia de Dios y aún lo es. Totalmente aparte del espíritu renovado por el nuevo nacimiento, ella tiene una responsabilidad frente a la palabra de Dios.

En relación con lo mismo, ciertas cosas deben ser aclaradas, tanto como sea posible. Mientras que puede no ser posible hacer la voluntad revelada de Dios para una persona no regenerada, pues para esto la capacitación del Espíritu Santo es esencial; sin embargo, a ella y a todas las demás esa voluntad revelada hace una apelación y una demanda. Esta última puede llegar solamente hasta el grado de tomar la actitud de querer ser personas dispuestas y capaces. Pero, como criaturas moralmente responsables, esta obligación pesa sobre nosotros cuando quiera que se presente la palabra de Dios.

Luego, en conexión con aquellos que son el pueblo de Dios, no hay tal cosa como una revelación o espiritualidad adicional, que deje de lado la palabra de Dios o la trascienda. Si Dios dice algo en la Escritura, eso permanece, y nosotros permanecemos o caemos con ello. Por medio de la iluminación espiritual, podemos venir a un significado mucho más pleno de las Escrituras y ver los pensamientos y las intenciones de Dios tras ella. Pero esto no suspende sus obligaciones prácticas, dado que estamos en la dispen-sación donde éstas se aplican de manera práctica. Hemos conocido a cierta clase de cristiano que, pretendiendo actuar de acuerdo al espíritu con respecto a la voluntad de Dios, ha sido culpable de la más flagrante negación de las más obvias y elementales obligaciones de honestidad, justicia, buena fe y humildad.

A veces, una sutil evasiva mental se trasluce en la justificación intencional de un curso contrario a la palabra de Dios, al decir «Sí, pero el diablo también puede citar la Escritura». Parece increíble; si no nos hubiéramos topado con este tipo de cosas sentiríamos que es demasiado inverosímil como para mencionarlo. Es, no obstante, algo que toca el mismo asunto. Permítanos preguntar: ¿Cuán a menudo Satanás trata de alejar a una persona no regenerada de Cristo usando la Escritura? ¿Ha escuchado usted alguna vez que él hiciera algo así? Debe ser el caso más remoto que usted pueda hallar. No; es con aquellos que son verdaderamente hijos de Dios que él emplea el método de usar la palabra de Dios ¿Por qué es esto? Porque él tiene a la vista algo mucho más profundo. Descubrámoslo tomando el propio caso de Cristo.

Cuando Satanás asaltó a Cristo, el Señor lo enfrentó con «Escrito está». En efecto, Satanás dijo (dentro de sí): «Oh, éste es tu terreno, ¿verdad? Muy bien, entonces: Escrito está: el mandará a sus ángeles acerca de ti», etc. Él buscó, de una vez por todas, derrotar a Cristo en su propio terreno ¿Qué punto atacó realmente? El Señor Jesucristo había tomado definitivamente la posición de que no tendría ni haría nada por o a partir de sí mismo, sino que mantendría todo en relación con el Padre y, en consecuencia, sólo bajo el permiso del Padre. Sí, todas las cosas única y totalmente para Dios, poniendo completamente a un lado su propio interés y gratificación.

Entonces, aquello que con más probabilidad lo podría mover de esa posición de abandono en Dios sería su respaldo a cualquier movimiento o curso propuesto por la misma palabra de Dios. Hubiera sido inútil decir al Hijo de Dios, el último Adán: «¿Con que Dios os ha dicho?». Pero, decir «Dios ha dicho» es mucho más sutil. La cuestión del espíritu (en unión con Dios) o del alma (centrada en sí misma) ha sido siempre el blanco de los esfuerzos de Satanás. Si él cita las Escrituras, es para destruir la unión interior con Dios. Pero la palabra de Dios en sí misma nunca conduce a ello; y nadie debería defender un curso contrario a la clara palabra de Dios, replicando que «el diablo puede citar la Escritura»; o incluso tener en mente algo así, a menos que él mismo deseara ir por un determinado camino. ¡Cómo se defiende y preserva a sí misma nuestra alma!

Pero, cuán necesario es, para la propia liberación de nuestro corazón engañoso, estar tan sujetos a Dios como para estar igualmente despiertos a la naturaleza e implicaciones del engaño.

Dos cosas deben sucederle al alma

Y hemos tocado aquí la clave de todo el asunto en lo que respecta al lugar del alma. Dos cosas deben sucederle. Primero, tiene que ser golpeada letalmente por la muerte de Cristo en cuanto a su propia fuerza y gobierno; al igual que el muslo o tendón de Jacob, quien a partir del momento en que fue tocado por Dios continuó rengueando hasta el fin de su vida. Así pues, debe quedar para siempre grabado en el alma el hecho de que ella no puede y no debe: Dios ha quebrado su poder. Después, en cuanto a instrumento, ella debe ser ganada, enseñada y regida en relación con los caminos más altos y distintos de Dios. En la Escritura se habla frecuentemente de ella como «algo» sobre lo cual nosotros tenemos que ganar y ejercer autoridad. Por ejemplo: «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas» (Luc. 21:19). «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad» (1 Ped. 1:22). «El fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1 Ped. 1:9).

Al reconocer el hecho de que el alma ha sido seducida, llevada cautiva, entenebrecida y envenenada por su propio interés, debemos cuidarnos de considerarla como algo que debe ser aniquilado y destruido en esta vida. Esto no sería sino ascetismo o una forma de Budismo. El resultado de una conducta semejante es normalmente una nueva forma de actividad del alma en un grado exagerado; quizá ocultismo. Nuestra entera naturaleza humana reside en nuestras almas, y, si la naturaleza es suprimida en una dirección se vengará en otra. Este es precisamente el problema de un gran número de personas, si tan sólo lo reconocieran.

Existe una diferencia entre una vida de supresión y una vida de servicio. En el caso de Cristo con respecto al Padre, la sumisión, la sujeción, y el servicio no condujeron a una vida de destrucción del alma, sino al descanso y al deleite. La esclavitud, en su sentido negativo, es la porción de aquellos que viven enteramente en sus propias almas. Necesitamos revisar nuestras ideas sobre el servicio, porque se está volviendo cada vez más común entre los cristianos la idea de que el servicio significa esclavitud y limitación; cuando en realidad es una cosa divina. La espiritualidad no es una vida de supresión. Es una vida nueva y superior, y no la antigua esforzándose por conseguir el dominio de sí misma. Esto es negativo. La espiritualidad es positiva.

El alma tiene que ser tomada bajo responsabilidad y conducida a aprender una nueva y más alta sabiduría. Sea que nosotros seamos capaces de aceptarlo o no, el hecho es que si vamos a continuar plenamente con Dios, todas las energías y habilidades del alma para conocer, entender, sentir y hacer llegarán a su fin, y nosotros nos encontraremos –de este lado– desconcertados, confundidos, entumecidos e impotentes. Entonces, sólo un nuevo, distinto, y divino entendimiento, constreñimiento y energía nos sostendrá y enviará hacia delante. En tales tiempos diremos a nuestra alma: «Alma mía, en Dios solamente reposa» (Sal. 62:5); «Alma mía… espera en Dios» (Sal. 42:5); y, «Alma mía, ven conmigo a seguir al Señor». Pero qué gozo y fuerza hay cuando el alma, habiendo sido constreñida a rendirse al espíritu, percibe una sabiduría y gloria más altas en su vindicación. Es entonces cuando, «Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se ha regocijado en Dios mi Salvador» (Luc. 1:46)2. Note usted los tiempos: el alma engrandece y el espíritu se ha regocijado.

Así que, para la plenitud del gozo el alma es esencial, y debe ser traída a través de la oscuridad y la muerte a su propia habilidad, para aprender las realidades más altas y profundas para las cuales el espíritu es el primer órgano y facultad.

No; no viva una vida de supresión de su alma, ni tampoco la desprecie. Pero, fortalézcase en espíritu para que su alma sea ganada, salvada y puesta al servicio de un gozo más pleno. El Señor Jesús desea que hallemos descanso para nuestras almas, y esto, nos dice, nos viene por la vía de su yugo: el símbolo de la unión y del servicio.

El alma, al igual que algunas personas, encontrará su mayor valor siendo sierva, y no siendo ama. Ella quiere ser lo último, pero está ciega a las limitaciones que Dios le ha impuesto. Ella piensa que puede, pero Dios le dice: «No puedes». Sin embargo, en su justo lugar, con su propio interés puesto en interdicción bajo la muerte de Cristo, puede ser una sierva muy útil.

Tomado de ¿Qué es el Hombre?