Una aventura de fe tras la Cortina de Hierro, con consecuencias espirituales emocionantes, pero también con riesgos imprevisibles.

Su llegada a Bulgaria fue mucho más agradable de lo que esperaba. Después de un viaje tan largo y accidentado, esperaba lo peor. Sin embargo, el inspector de la aduana le dio una cálida bienvenida, las carreteras eran buenas, y la gente alzaba sus manos afectuosamente al paso de su automóvil. Incluso, más adelante, cuando tomó un camino equivocado y se atoró en un lodazal, los parroquianos de una taberna cercana le dieron rápido socorro: sacaron el auto a empellones en un dos por tres y ¡hasta lo invitaron a celebrar con una cerveza!

Por supuesto, se sintió un poco incómodo con la invitación, pero tuvo que aceptar, de lo contrario habría desairado a sus salvadores.

Una extraña visita

Casi sin proponérselo, “el hermano Andrés” –como gustaba que lo llamaran– se había visto involucrado en este trabajo.

Proveniente de una piadosa familia cristiana holandesa, había vivido de niño los rigores de la 2ª Guerra Mundial, y después, siendo un joven, había tomado parte en la última guerra colonial de su país en Indonesia. De vuelta de la guerra, derrotado, con sentencia de invalidez por haber sido herido de bala en un pie, fastidiado de todo, y sin hallar sentido a su vida, encontró al Señor y se aferró con todo a él.

Al poco tiempo decidió preparase para el ministerio, en Escocia. En sus dos años de preparación en una institución no convencional, había tenido oportunidad de conocer a Dios como el Dios que sustenta con fidelidad a sus hijos.

Cuando ya terminaba sus estudios, encontró una revista de divulgación marxista en que se invitaba a un Festival juvenil que se realizaría en Varsovia (Polonia) en el mes de julio de 1955. Sin saber exactamente por qué, Andrés decidió participar. Escribió a Varsovia y a los pocos días le llegó su identificación para el evento. Durante tres semanas pudo conocer la opresiva y triste realidad de las iglesias en ese país y hasta repartir tratados por las calles. En esos días se le abrió un horizonte de servicio espiritual que habría de consolidarse en los años siguientes.

Un feliz encuentro

Ahora corría el año 1959 y él tenía 31 años de edad. Hungría era el cuarto país tras la Cortina de Hierro que visitaba en su Volkswagen azul, con el propósito de introducir clandestinamente Biblias y repartirlas a las iglesias subterráneas. Había tenido algunas dificultades en Yugoslavia recientemente, lo que le había obligado a dar un gigantesco rodeo de 2400 kms. por Italia y Grecia para llegar a Bulgaria.

En su última noche en Yugoslavia había conocido a un cristiano que tenía un amigo de confianza –Petroff– en Bulgaria. Le insistió que lo visitara al llegar a Sofía, la capital. Ahora ya estaba en Sofía, pero ¿cómo encontraría la calle donde vivía Petroff sin despertar sospechas? El hermano yugoslavo le aconsejó que se moviera con cautela.

En el hotel pidió un plano de la ciudad, pero se lo negaron. Después de insistir y dar una buena razón para consultarlo, le permitieron ver uno hecho a mano, que sólo tenía el nombre de las calles principales. Pero … ¡un momento! ¿No estaba ahí la calle que buscaba? Efectivamente, la única calle secundaria que tenía puesto el nombre ¡era precisamente la que buscaba!

Andrés tuvo la certeza en ese momento, como otras muchas veces en sus viajes anteriores, que todo había sido preparado desde muchísimo tiempo antes.

Al día siguiente se acercó caminando al lugar, y vio venir desde el otro extremo de la calle a un hombre que se detuvo en el mismo número. Era una gran casa de departamentos. Ambos entraron casi juntos y caminaron uno detrás del otro por el pasillo. En ese momento, Andrés miró al hombre de reojo y percibió que ése era el hombre que buscaba. El otro había entendido lo mismo. Sin decirse palabra, subieron las escaleras y llegaron a la habitación. El hombre sacó su llave, abrió la puerta, y entraron.

— Yo soy Andrés, de Holanda – dijo uno.

— Yo soy Petroff – dijo el otro.

El saludo fue emotivo. Luego estuvieron los tres –con la esposa de Petroff– arrodillados dando gracias a Dios por haberlos reunido sin demora ni riesgos.

Charlaron algún rato. Andrés les dijo que estaba enterado de que en Bulgaria los cristianos necesitaban desesperadamente Biblias, ¿sería cierto?

Dos lágrimas

Por toda respuesta Petroff lo llevó a su escritorio, donde estaba copiando a máquina algunos libros de la Biblia. Hacía tres semanas que se había conseguido una Biblia por un bajo precio –sólo el equivalente a su pensión de un mes– pero le faltaba Génesis, Éxodo y Apocalipsis. Seguramente alguien había liado unos cigarrillos con sus finas hojas. Petroff esperaba terminar su trabajo de copiado en un mes más.

Luego, se la regalaría a una iglesia de campo que no tenía Biblia.

— ¿Ninguna Biblia en toda la iglesia? – saltó Andrés.

Petroff le contó que esa iglesia no era la única, sino que abundaban en toda Bulgaria, y también en Rusia.

Andrés salió y fue a su automóvil. Se aseguró que no hubiera nadie en las inmediaciones y sacó una caja con Biblias. Volvió al departamento con su cargamento, y, ante la sorpresa de sus anfitriones, puso una Biblia en las manos de Petroff y otra en las de su esposa. Cuando Petroff vio de qué se trataba, y supo que lo que había en la caja eran más Biblias, y que en el auto había varias cajas más, cerró los ojos, emocionado.

Dos lágrimas suyas cayeron sobre el precioso libro que tenía en sus manos.

Una fe pura

De inmediato Andrés y Petroff se pusieron en marcha para distribuir Biblias por toda Bulgaria en las iglesias donde había mayor necesidad. Petroff le contó a Andrés que la excusa que daba el gobierno para suprimir las Biblias era que estaban escritas en una ortografía muy antigua, lo cual retrasaría el progreso.

En esos días Andrés conoció a cristianos que le quedarían grabados en el corazón. Como el anciano Abraham y su esposa, por ejemplo, ambos de dulce mirada de niño, que irradiaban una profunda paz. Alguna vez ellos tuvieron tierras, y una hermosa casa, pero ahora habitaban una carpa hecha de cueros en la montaña, sosteniéndose con una mínima pensión estatal, comiendo frutas silvestres. Ello, porque Abraham había sido acusado de realizar labores “subversivas”. En realidad, lo que sucedía era que acostumbraba compartirle de su fe a los oficiales comunistas, y a los soldados, dondequiera los encontraba. A veces ellos se convertían; otras, él era encarcelado.

Una noche Andrés tuvo la oportunidad de participar de una reunión clandestina (sin luz, sin cantos) en un hogar. Como esa, viviría otras muchas jornadas después. Allí pudo comprobar la pureza de la fe, y el gozo –casi reverente– de los hermanos al recibir una única Biblia de regalo.

Al salir de Hungría luego de terminar su misión, “el hermano Andrés” pensaba que el gozo y gratitud de esos santos y fieles cristianos era paga suficiente para seguir arriesgando la vida en cada viaje a los países tras la Cortina de Hierro.

(Adaptado de “El contrabandista de Dios”, por el hermano Andrés, Edit. Vida, 1971).