Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas”.

– Hebreos 4:9-10.

Es este descanso de su propio trabajo lo que muchos cristianos no entienden. Piensan que es un estado de disfrute pasivo y egoísta, de contemplación inmóvil que lleva a descuidar los deberes de la vida, y socava la vigilancia y la guerra a las cuales nos llama la Escritura.

Sin embargo, esto es un malentendido total de la llamada de Dios al descanso. Como Todopoderoso, Dios es la única fuente de poder. En la naturaleza él obra todo. En la gracia, él espera obrarlo todo también, si el hombre consiente y lo permite. Descansar verdaderamente en Dios es entregarse a la actividad más elevada. Nosotros obramos, porque él obra en nosotros el querer y el hacer.

Como Pablo dice de sí mismo: “[Yo] trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí” (Col. 1:29). Entrar en el reposo de Dios es dejar de esforzarse y abandonarse en la plena entrega de fe para la obra de Dios.

Cuántos cristianos hay que necesitan entender correctamente esta palabra. Su vida es un esfuerzo sincero y una lucha incesante. Anhelan hacer la voluntad de Dios y vivir para su gloria. Su experiencia más frecuente es el fracaso continuo y la amarga desilusión. Muy a menudo, como resultado, se entregan a un sentimiento de desesperanza: nunca será de otra manera. La suya es verdaderamente la vida del desierto: no han entrado en el descanso de Dios.

Que Dios les abra los ojos, y les muestre a Jesús como nuestro Josué, que ha entrado en la presencia de Dios y se ha sentado en el trono como Sumo Sacerdote, llevándonos en viva unión con él a ese lugar de descanso y de amor, y, por su Espíritu dentro de nosotros, haciendo que esa vida del cielo sea una realidad y una experiencia.

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