El testimonio que las Sagradas Escrituras dan respecto de Jesús de Nazaret excede todo cuanto podamos imaginar.

Así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros…».

– 1ª Cor. 1:6.

«Antes que el mundo fuese»

En la intimidad de su exquisita oración sacerdotal, el Señor hace referencia a «aquella gloria» que tuvo con el Padre antes que el mundo fuese. El evangelio de Juan registra profusamente la unidad del Padre y del Hijo, y su preexistencia antes de las cosas hechas (Juan 1:1-18; 8:58; capítulo17, etc).

También el apóstol Pablo, haciendo gala de su profundo conocimiento del misterio de Cristo, declara con toda firmeza que él –Cristo– es la imagen del Dios invisible, que en él fueron creadas todas las cosas, que él es antes de todas las cosas, y que agradó al Padre que en él habitase toda plenitud (Col. 1:15-19)

Los estudiosos coinciden en que la referencia a la Sabiduría registrada en Proverbios 8:22-31 se refiere al Verbo, es decir, a nuestro Señor Jesucristo. Esa preciosa porción concluye: «…con él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día». ¿Qué es esto sino la gloria que el Hijo tuvo con el Padre antes que el mundo fuese?

Es imposible pretender sondear con nuestra mente finita una profundidad tan grande. Nosotros nacimos atados al tiempo y al espacio, al nacimiento y a la muerte, al principio y al fin… Pero aquí hay alguien que no tiene principio de días ni fin de vida, porque él mismo es el principio, el Alfa y también la Omega, el fin de todas las cosas. ¿Cómo imaginarnos a alguien que no tuvo o no tiene principio? La sola declaración de las Escrituras estimula la fe (que también es un don de Dios en el corazón del creyente), para inclinarse a adorar ante la grandeza eterna del bendito Salvador, del Señor Jesús que estuvo dispuesto a humillarse viniendo a este mundo para redimirnos mediante el sacrificio de sí mismo.

Venía a este mundo

«…os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor…», dijo un ángel a los atemorizados pastores en las afueras de Belén (Lucas 2:9). «…viéndolo ellos (a Jesús), fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos», relata Lucas el dramático instante de la ascensión del Señor en presencia de sus discípulos (Hechos 1:9).

Estos dos versículos resumen la entrada del Hijo de Dios al mundo y su salida del mismo. Entre estos dos puntos se encuentra comprimido el testimonio de «los días de su carne». Isaías había profetizado la entrada al mundo de Emanuel, esto es, «Dios con nosotros». Hebreos 10:5-9 registra el cumplimiento profético del que viene al mundo para hacer la voluntad de Dios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Y Juan dirá: «En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho, pero el mundo no le conoció» (1:10).

La venida del Hijo de Dios al mundo es, lejos, el acontecimiento más relevante que le haya ocurrido jamás a nuestro pequeño planeta. Cada paso registrado en los cuatro evangelios está lleno de enseñanzas y manifestaciones del gran amor de Dios para con los hombres. Él mismo hace un apretado resumen al responder a los enviados por Juan el Bautista: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres es anunciado el evangelio». Nosotros podríamos agregar: Los panes son multiplicados y la multitud es saciada; la tempestad se calma, las viudas son consoladas, los pecadores son recibidos, los demonios huyen, los sabios son confundidos, las más preciosas enseñanzas del amor y del perdón, de la devoción al Dios verdadero y del reino eterno son oídas con entusiasmo, etc. Pero, ¡ay!, la controversia también se levanta, Judas le traiciona, Pedro lo niega, la religión lo condena y el poder político lo ejecuta. Mas todo esto es para que las Escrituras se cumplan: «Sin causa me aborrecieron». Era necesario que el Cordero fuera inmolado, su preciosa sangre derramada, para que la palabra de Isaías 53 se cumpliera a plenitud, y que a partir de entonces hubiera salvación para todos los hombres.

Pero esto no es todo. Hasta aquí sus enemigos parecen triunfantes; mas la última palabra del Cristo de Dios en la tierra aún no ha sido dicha: al amanecer del primer día de la semana, su tumba es hallada vacía y un ángel pronuncia aquella mezcla de reprensión y alegría: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Aquel que había venido al mundo de una forma totalmente distinta (nacido de una virgen), no podía salir de éste como todos, a través de una simple muerte y sepultura.

Habiendo acabado la obra que el Padre le encargó que hiciese, ahora volvería al Padre de donde salió, victorioso sobre la muerte y sobre Satanás (En el desierto, en su vida, en su muerte y en su ascensión, lo venció). El que se había humillado hasta la más ignominiosa muerte, ahora es levantado por el Padre mismo hasta lo sumo.

«Siéntate a mi diestra…»

Con pies descalzos queremos referirnos ahora a su ministerio actual como Sumo Sacerdote en los cielos.

Los atónitos ojos de los discípulos contemplan la nube que les oculta al Señor en las afueras de Jerusalén; los ángeles se encargan de consolarlos confirmándoles la promesa del retorno. Otros seres celestiales, en tanto, proclaman con júbilo: «¡Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria!». Desde el otro lado de aquellas puertas magníficas responde un coro angelical: «¿Quién es este Rey de Gloria?». Se les responde que es el fuerte y valiente, el poderoso en batalla. ¡Él acaba de vencer por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte y ha obtenido eterna redención para los hombres! «¿Quién es este Rey de gloria?», se vuelve a preguntar. No porque se le haga resistencia, sino porque las criaturas celestiales anhelan oír una y otra vez aquel glorioso nombre (Salmo 24:7-10). El que había descendido a las partes más bajas de la tierra, ahora subía sobre todos los cielos para llenarlo todo (Ef. 4:10).

Es imposible imaginarse la solemnidad de la escena aquélla, contemplada con asombro por toda la hueste celestial: «Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Heb. 1:13; Sal. 110:1). Jamás se había oído tal declaración en los cielos. Desde ahora toda lengua tendrá que confesar que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios el Padre (Flp. 2:9-11). Allí se presenta ahora por nosotros ante Dios (Heb. 4:14; 9:24; 9:11-12). Allí obtuvo del Padre la promesa del Espíritu Santo y lo derramó sobre los discípulos el día de Pentecostés, y desde entonces el fiel Consolador ha estado revelando a Cristo a los hombres, edificando la Iglesia, preparando la esposa del Cordero.

¿No es un consuelo saber que ahora mismo tenemos a Uno (el Hijo del Hombre) que nos amó hasta darnos su vida, intercediendo por nosotros ante el Padre?

En Apocalipsis capítulos 1 al 5 se relata el incontenible asombro del apóstol Juan al contemplarle en su actual posición en los cielos. Allí nos muestra también al Señor Jesús preocupado por el estado del corazón de los suyos. Sus cartas a las siete iglesias tienen tanta vigencia hoy como ayer. En los evangelios nos habló desde la tierra; aquí nos amonesta desde los cielos. Allí exhortaba a las multitudes; aquí le habla a su casa. Oigamos su advertencia: «¡He aquí, yo vengo pronto!».

«Viniendo en las nubes…»

«Entonces aparecerá la señal del Hijo de Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria» (Mat. 24:30). Mateo registra este anuncio hecho por el Señor Jesucristo mismo. El relato de Apocalipsis 19: 11-20 abunda en detalles respecto de esta gloriosa venida.

El Señor viene con sus ejércitos celestiales, las tribus de la tierra se lamentan, hay una gran batalla, la «bestia» y los reyes de la tierra con sus ejércitos son inapelablemente aplastados. En 19:15 dice que «regirá las naciones con vara de hierro», es decir, este mundo donde nosotros hoy vivimos será globalmente afectado por esta venida gloriosa de aquel que fue rechazado y crucificado en su primer advenimiento. «Habrá un justo que gobernará entre los hombres» (2 Samuel 23:3). Dominará de mar a mar, todos los reyes se le postrarán, todas las naciones le servirán y serán a la vez bendecidas por él (Sal. 72:8-17). Tiene que cumplirse Isaías 65:16:15, donde el león y el cordero pacerán juntos, y Miqueas 4:3, donde las naciones poderosas no se ensayarán más para la guerra.

En este período, Cristo reinará con los que tienen parte en la primera resurrección. Será un grupo selecto –bienaventurado y santo–, serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él durante mil años (Apocalipsis 20:6).

Según Apocalipsis 20, Satanás será atado por mil años. No vemos hoy aún que este día haya llegado. Aun le vemos muy activo engañando al mundo entero. Pero una gran cadena le espera.

Una vez cumplidos los mil años, es necesario que Satanás sea suelto por última vez. Bajo su engaño las naciones volverán a la guerra, pero serán consumidas por fuego del cielo. Luego viene el juicio de la humanidad, el cielo y la tierra nuevos.

Nuevamente en nuestra mente no alcanza a imaginar la grandeza que se describe en los dos últimos capítulos de la Biblia, pero el Cristo eterno aparece allí. Para entonces ya estará cumplida la palabra de 1ª Corintios 15:22-28: «Luego que todas las cosas le sean sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea el todo en todos».

Que el bendito Dios y Padre siga revelándonos por medio de su Santo Espíritu a su Hijo eterno, al Primogénito de entre los muertos, al heredero de todo, al resplandor de su gloria, a la imagen misma de su sustancia. Y, mediante su conocimiento, nuestro corazón se ensanche para proclamar con denuedo su evangelio, y soportar con paciencia las aflicciones del día presente, porque el tiempo de su retorno está cerca.

Entonces disfrutaremos eternamente aquella gloria que hoy sólo vemos oscuramente.