Entonces Jehová dijo a Abraham: Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza … Y en la cuarta generación volverán acá; porque aún no ha llegado a su colmo la maldad del amorreo hasta aquí».

– Gén. 15:13-14, 16.

Cuando Dios hace el pacto con que favorecerá a Abraham, su amigo, y a su descendencia, le habla del futuro de ella. Le anuncia que ella será esclava, y que luego saldrá del lugar de esclavitud con gran riqueza, y que luego le dará a ella la tierra de Canaán en posesión.

A partir de estas palabras se deduce claramente que la historia futura de Israel estaría asociada a dos naciones, y más específicamente, a los juicios de Dios hacia aquellas naciones. En Egipto habrían de ser esclavos, pero Dios juzgaría a Egipto. Más tarde, habrían de poseer Canaán, pero Dios juzgaría a Canaán.

A causa de que Dios es justo, Dios no envía sus juicios sin que no haya una causa suficientemente poderosa. Dios no podía juzgar a Egipto y al amorreo si la maldad de ellos no había llegado a su colmo. Dios bendeciría a Israel en Egipto y en Canaán, pero su bendición estaría asociada a los juicios de Dios para aquellos pueblos.

Esto nos ilustra un principio muy importante en el obrar de Dios. Los movimientos de Dios con su pueblo no suceden independientemente de sus movimientos con el resto de los hombres y las naciones. Dios va enlazando todo perfectamente, ordenando el escenario del mundo sabiamente, de modo que Dios pueda dar a cada uno según corresponda. Unos recibirán bendiciones y otros, juicios, según el determinado consejo de Dios.

Dios no podía sacar a Israel de Egipto a menos que la maldad de Egipto hubiese colmado la paciencia de Dios, y los juicios se hicieran necesarios. De la misma manera, Dios no podía hacer caer a los cananeos bajo el látigo justiciero de los israelitas, a menos que la maldad de ellos hubiese llegado a su límite.

Cuando Dios ordena los grandes hitos de la historia de su pueblo, tiene en cuenta a los demás hombres – y la simultánea ocurrencia de hechos de justicia y de gracia que ha prescrito para ellos.

Esto tiene una aplicación a nuestra propia historia presente. Dos ejemplos. A veces oramos pidiendo algo específico, pero sentimos que Dios se tarda demasiado en respondernos. A veces nos parece que la venida del Señor Jesucristo también se tarda demasiado, pese a las insistentes oraciones de su pueblo. ¿Cuándo y cómo Dios responde las oraciones de su pueblo?

Cuando Dios decide intervenir en la vida de sus hijos, él ordena primero el escenario en que ellos se desenvuelven, entrelaza los hechos específicos con otros más amplios, hace coincidir hechos de gracia con otros de justicia, todo en un orden tan perfecto que nada sucede gratuitamente, sino de la manera que Dios determina, y en el tiempo preciso. Suyos son el qué, el cómo y el cuándo obrará. Nuestra mirada suele ser demasiado estrecha, y con ella a veces juzgamos equivocadamente el accionar de Dios. Pero el reloj de Dios no se mueve tan simplemente como el nuestro.

203