No suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas en que habites, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre … Si llegaras a olvidarte de Jehová tu Dios y anduviereis en pos de dioses ajenos, y les sirviereis y a ellos te inclinares, yo lo afirmo hoy contra vosotros, que de cierto pereceréis».

– Deut. 8:12-14, 19.

En este fragmento está planteado el ciclo que puede llegar a cumplir el pueblo de Dios en su desvarío: «Prosperidad – orgullo – olvido de Dios – destrucción». Este ciclo lamentablemente fue seguido una y otra vez por Israel, y también ha sido seguido por la iglesia.

Pero, sin duda alguna, lo que alcanza a todo un pueblo, comienza por el individuo. Es en el corazón del hombre en particular donde se genera el mal que luego se extiende y contamina a los demás.

El comienzo de todo es la prosperidad. Sin duda, Dios desea que su pueblo tenga prosperidad (Deut. 10:13); sin embargo, la prosperidad conlleva un gran riesgo, y ese es el orgullo del corazón. Así lo han demostrado incontables cristianos, y también la misma larga historia de la iglesia. La abundancia de los bienes nos hace autosuficientes con respecto a Dios, nos vuelve confiados en nosotros mismos.

Hay una prosperidad que no hace daño, y es aquella que descansa en un corazón suficientemente tratado como para no envanecerse. ¿Quiénes pueden alcanzarla? Son muy pocos; los menos, sin duda.

A la prosperidad sigue la soberbia, el orgullo del corazón. El hombre soberbio dice: «Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza» (Deut. 8:17). Es precisamente lo que suele hacer el corazón endurecido por la prosperidad. ¿No ha ocurrido alguna vez con usted, aunque haya sido pequeña su prosperidad? Para turbar un pequeño corazón basta una pequeña cuota de grandeza.

Al orgullo sucede el olvido de Dios. ¿Para que Dios, si puedo valerme por mí mismo? Es por eso que los pobres han sido los mayores agraciados con el evangelio. «¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?» (Stgo .2:5). El escritor inspirado también dice: «El hermano que es de humilde condición, gloríese en su exaltación; pero el que es rico, en su humillación; porque él pasará como la flor de la hierba» (Stgo. 1:9-10).

Finalmente, está la destrucción, la caída. ¿Qué puede suceder lógicamente a lo anterior sino perecer? Cuando se está lejos de Dios se adquieren costumbres extrañas, y dioses ajenos. El Dios verdadero es reemplazado por lo que no aprovecha. La vida se llena de hastío y pesadumbre. Nada satisface verdaderamente. Así se cierra el ciclo de la muerte.

La palabra de Dios lo ejemplifica con Israel, y la historia, con todos aquellos que nos antecedieron, para que nosotros hagamos del contentamiento y la humildad nuestra forma de vida. Para que no nos alcance el ciclo de la muerte, sino el de la vida.

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