En Génesis capítulo 15 tenemos el magnífico episodio en que Abraham fue declarado justo por creerle a Dios. El versículo 6: «Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia», es el comienzo de la justificación por la fe en el mundo. Muchos hijos en cuanto a la fe ha tenido Abraham desde entonces, que han sido tan bienaventurados como el padre.

Esta es la justicia imputada de Dios, no conforme a las obras, sino a la fe. Sin embargo, los frutos de esa justicia, es decir, el cumplimiento de la promesa, habría de venir más tarde. En cambio, luego de este episodio en Génesis 15 tenemos a Abraham viviendo zozobras diversas. Es que la justicia imputada no es aún la justicia personificada, encarnada y expresada en toda su hermosura. Ahí está el revés de Abraham con Agar y sus dolorosas consecuencias; también está la vergonzosa caída ante Abimelec. Pero nació Isaac, y con él se cumplió la primera parte de la promesa. Sin embargo, todavía no tenemos a Abraham transformado por la gracia.

Recién en el capítulo 22 encontramos un hecho que nos muestra el fruto maduro de la justicia, la entera transformación que ésta opera en el hombre creyente. Dios pidió a Abraham que ofreciese al hijo de la promesa sobre el altar del sacrificio. Era imposible que un hombre común realizase aquel acto. Pero Abraham no era ya un hombre común.

Dios quería manifestar en figura, anticipadamente, lo que él mismo habría de hacer unos mil ochocientos años después, al ofrecer a su hijo Jesucristo en la cruz del Calvario. ¿A qué hombre podría utilizar Dios para expresar tan grande acto de abnegación? Sin duda, debía ser alguien en quien Dios venía trabajando desde hacía tiempo. Desde aquel hecho de Génesis 15 hasta este de Génesis 22 han pasado probablemente unos cuarenta años en la vida de Abraham.

La justicia que había sido primero imputada era ahora una gloriosa realidad en el hombre Abraham, cuyo carácter había sido enteramente transformado. Ahora era justo por atribución y justo por conducta. Para representar a Dios en el ofrecimiento de su propio Hijo, debía ser justo en toda la manera de ser, como Dios le había dicho: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). ¡Qué satisfacción debió sentir Dios al hallar un hombre al que podría usar para expresar su propio carácter! Expresar a Dios. ¿No es ésta nuestra mayor meta y privilegio?

Es verdad: el carácter de Dios estuvo escondido hasta que el Hijo de Dios lo dio a conocer (Juan 1:18). Sin embargo, en muchos lugares del Antiguo Testamento encontramos episodios que nos muestran anticipadamente el delicado sentir de Su corazón. Aquí tenemos al Padre, que obedeciendo una ley de amor tremendamente superior, para salvación de los hombres, ofrece a su propio Hijo, a su único, a quien amaba como a sí mismo, para que otros pudieran ser rescatados.

El privilegio de Abraham fue mostrar mucho tiempo antes, en sí mismo, parte del maravilloso carácter de Dios. Y lo hizo bien. Tanto, que las palabras de Dios que siguieron al ofrecimiento de Isaac son de las más sentidas que Dios haya hablado jamás a un hombre. Desde entonces él fue llamado «amigo de Dios». ¿Cuánto del carácter de Dios puede ser expresado a través de los creyentes de hoy? ¿Cuántos pueden recibir este hermoso apelativo de «amigo de Dios»?

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