George Whitefield, predicador de dos continentes.

George Whitefield fue el predicador del evangelio más viajero de su época y muchos creen que fue el más grande evangelista de todos los tiempos. Junto a John Wesley en Inglaterra y a Jonathan Edwards en Estados Unidos, contribuyó a dar forma a un avivamiento que transformó decisivamente la iglesia y la sociedad de su tiempo.

Olvidado en gran parte hoy, Whitefield fue probablemente la figura religiosa más famosa del s. XVIII. Los periódicos lo llamaron «la maravilla de la época», era capaz de atraer a millares en Inglaterra y Estados Unidos con la escarpada energía de su oratoria.

A la sazón, la ortodoxia puritana se había vuelto fría y externa, mientras que la iglesia anglicana se aferraba a un ritualismo impotente y sin vida. La iglesia presbiteriana, entre tanto, desaparecía casí por completo bajo la influencia de la herejía arriana.

La sociedad civil había caído hasta un nivel moral que califican como una marea de perversión, en el que grandes multitudes perecían en la miseria y la indefensión social. La situación era desesperada.

Pero en ese tiempo, Dios actuó poderosamente para revertir la situación a través de Whitefield y sus amigos. De hecho, debido a este avivamiento, Inglaterra no se perdió en una sangrienta revolución como Francia. Bajo su influencia se realizaron grandes reformas sociales. Cientos de miles de personas salieron de la miseria.

Más aún, esto permitió acabar con el flagelo de la esclavitud, pues Wilberforce, el cruzado en pro de la abolición, se había convertido durante ese avivamiento, y a partir de él había desarrollado sus ideales.

El avivamiento trajo a la iglesia un énfasis renovado en la vida, la santidad y la obra del Espíritu Santo. Sus renuevos se extenderían hasta muy lejos en los siglos XIX y XX, tanto en las iglesias de la santidad como en el avivamiento pentescostal posterior.

Todo ello puede remontarse a la poderosa llama que Dios encendió con hombres como Whitefield. En el curso de treinta años de ministerio, él predicó por lo menos 18 mil veces a quizás 10 millones de personas.

Una infancia dolorosa

Whitefield nació el 16 de diciembre de 1714, en Bell Inn, Gloucester, Inglaterra, donde su padre, Thomas, era comerciante de vino y mesonero. El padre murió cuando George tenía dos años. George era el menor de siete hijos. Su madre viuda, Elizabeth, luchó para mantener a la familia unida. Cuando él tenía cerca de diez años, ella volvió a casarse, pero no tuvo una unión feliz.

El sarampión adquirido en su niñez lo dejó para siempre con un estrabismo tan severo que nadie sabía exactamente dónde (o a quién) miraba. Con todo, él llegó a hablar a extensas muchedumbres al aire libre que nunca apartaban sus ojos de él.

Cuando tenía doce años le enviaron a la Escuela de Gramática en Gloucester. Allí, él tuvo fama de truhán, y también como actor y orador. Gustaba leer los libretos de teatro insaciablemente y faltaba a menudo a clases para practicar con ellos. Más tarde en su vida, repudió el teatro, pero los métodos que él adquirió mientras era joven surgían en su predicación.

Aproximadamente a los quince años de edad George persuadió a su madre para abandonar la escuela, porque él pensaba que nunca haría mucho uso de su educación, pues pasaba el tiempo trabajando en el mesón para ayudar al sustento de la familia. Sin embargo, en las noches, George leía la Biblia.

Su madre recibió de visita a un estudiante de Oxford que trabajaba en la universidad, y su informe animó a la madre y a George a planear el ingreso de éste a la universidad. Volvió a la escuela de gramática para acabar su preparación y entrar a Oxford.

Conversión y primeros pasos en la fe

A los diecisiete años, George entró en la Universidad de Pembroke, Oxford. Gradualmente, se fue alejando de sus antiguas amistades perniciosas. Después de un año, se reunió con John y Charles Wesley y formaron el Holy Club (Club Santo). Charles Wesley le prestó un libro: «La vida de Dios en el Alma del Hombre». Este libro –más una enfermedad severa que vino tras largos y dolorosos períodos de lucha espiritual– finalmente dio lugar a su conversión.

El nuevo nacimiento de Whitefield fue ayudado por la obstetricia espiritual de un obispo santo que lo dirigió a Juan 7:37: «Todo el que tenga sed, venga a mí». Whitefield clamó en voz alta: «¡Yo tengo sed!», y recordó que cuando Jesús pronunció estas palabras, su lucha estaba casi concluida. Él mismo se dio cuenta también que por primera vez en su vida había renunciado a usar cualquier medio para obtener el favor de Dios, y había reconocido explícitamente su desamparo. De inmediato, recibió la certeza de su nueva naturaleza en Cristo y de su nueva situación ante Dios. Esto fue en 1735.

Él dijo muchos años más tarde: «Siempre que voy a Oxford, no puedo dejar de visitar el punto donde Jesucristo se me reveló por primera vez y me dio el nuevo nacimiento».

Muchos días y semanas de ayuno, y otras torturas a las cuales él se había expuesto, habían minado su salud, de modo que nunca volvió a ser un hombre sano. Debido a su precario estado, salió de la escuela en mayo de 1735, y volvió a casa para nueve meses de recuperación. Sin embargo, nunca estaba ocioso, y su actividad atrajo la atención del Dr. Benson, obispo de Gloucester, quien nombró a Whitefield como diácono. George declaró más tarde: «Mi corazón fue derretido, y ofrecí mi espíritu, alma y cuerpo enteros al servicio del santuario de Dios».

Whitefield predicó su primer sermón el domingo siguiente. Estaba en la capilla antigua de Santa María de Crypt, donde se había criado. El pueblo, incluyendo a su madre, se agolpó para oírlo. Su sermón convenció al hambriento aun cuando contrarió al endurecido. Él lo describió así: «Algunos se burlaban, pero la mayoría de los presentes parecían impactados, y desde entonces he oído que fue presentada una queja al obispo, de que yo dejé a quince personas locas en ese primer sermón». El obispo replicó: «Espero que su locura dure hasta el domingo próximo».

A partir de entonces, Whitefield se sorprendía al descubrir que dondequiera que hablara, las muchedumbres se colgaban de sus palabras. Sus sermones no eran ordinarios. Retrató los caracteres bíblicos con un realismo que nadie había visto antes. Lloraba, bailaba, gritaba. Tan cautivado llegó a estar por él David Garrick, el actor más famoso de Gran Bretaña, que decía: «Daría cien guineas si pudiera decir el ‘Oh’ como Mr. Whitefield». Benjamin Franklin, que lo oyó predicar muchas veces en Estados Unidos, declaró que «tenía una voz como un órgano».

Una vez, al predicar sobre la eternidad, él detuvo repentinamente su mensaje, miró alrededor, y exclamó: «¡Escuchen! Oigo a los santos cantar sus ‘aleluyas’ eternas, y pasar un día eterno entonando canciones triunfantes de gozo. ¿Y ustedes no desean, mis hermanos, agregarse a este coro divino?».

Más de 18.000 sermones siguieron en el curso de su vida, un promedio de 500 al año, o diez a la semana. Muchos de ellos fueron impartidos una y otra vez. Menos de 90 de ellos han sobrevivido en alguna forma.

El miércoles que siguió a su primer sermón, volvió a Oxford donde le fue otorgado el grado de B.A. Luego le llamaron a Londres para actuar como ministro suplente en la torre de Londres. Allí permaneció sólo un par de meses, y después volvió a Oxford por un corto plazo, donde sirvió por algún tiempo en una parroquia rural y entre los presos de la cárcel.

En 1738 sucedió un hecho que habría de caracterizar el despertar evangélico. Mientras predicaba en la atestada iglesia en Bermondsey, preocupado por el hecho de que había más de mil personas paradas afuera, y también porque los que estaban allí emitían un olor casi insoportable, dijo a su amigo John Wesley de su plan de comenzar la «predicación de campo». Wesley pensó que el plan era descabellado … hasta que él tuvo que admitir su eficacia. ¡Sin embargo, era ilegal, puesto que sólo se permitía la predicación al aire libre en las horcas públicas!

El corazón de Whitefield había sido quebrantado por los mineros de carbón en Kingswood, Bristol. Eran hombres tan violentos como vulgares. Ellos y sus familias eran cien por ciento iletrados, sumidos en una degradación que desafía la descripción. Whitefield caminaba entre ellos, en traje clerical, y comenzaba a hablarles de Mateo 5: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Despreciados por la sociedad, esta gente encontró en Whitefield a alguien que los amó, y que por lo tanto no les temió. Cuando él les predicaba, se podían ver en ellos «los blancos surcos hechos por sus lágrimas que bajaban por sus negras mejillas».

Las autoridades de la iglesia acordaron inmediatamente que todos los púlpitos anglicanos le fueran cerrados. Sin embargo, él permaneció impasible. El próximo domingo diez mil personas se agregaron a los mineros de Kingswood. La oposición se intensificó. ¡Cuando Whitefield procuró visitar a los presos en la cárcel de Newgate, la corporación de Bristol «se acordó» repentinamente de designar un capellán para la prisión! Después de oír a Whitefield predicar repetidas veces, los mineros recolectaron dinero para construir una escuela para sus niños: ¡los empobrecidos no debían ser explotados por los socialmente privilegiados!

Pero no sólo los de alta alcurnia se oponían a Whitefield. En Moorfields un patán subió a un árbol bajo el cual pasaba el predicador y orinó sobre él. Siempre maestro en revertir la oposición en ventaja para el evangelio, Whitefield preguntó retóricamente a la muchedumbre: «¿Estoy errado cuando digo que el hombre es mitad diablo y mitad bestia?». Y entonces elogiaba de nuevo el evangelio, por el cual cualquier persona puede llegar a ser un hijo de Dios.

Viaja a Estados Unidos

Los hermanos Wesley habían ido a Georgia, Estados Unidos, y Whitefield recibió la invitación a acompañarles. Él tuvo voluntad de ir, pero el Señor retrasó el viaje por un año. Entretanto, comenzó a predicar con energía a las grandes muchedumbres a través de Inglaterra. Predicó en algunas de las principales capillas de Londres y pronto no hubo lugar lo bastante grande para recibir a los que querían oírlo.

Finalmente, viajó a Estados Unidos el 10 de enero de 1738, el primero de trece viajes que haría en su vida. El barco se retrasó en un par de lugares, pero Whitefield utilizó el tiempo adicional predicando, hasta arribar el día 7 de mayo. Whitefield llegó a ser tan familiar en Estados Unidos que se sentía igualmente en casa.

Poco después de su llegada tuvo un severo combate con la fiebre. Apenas recuperado, visitó a Tomo-Chici, un jefe indio que estaba en su lecho de muerte. Sin intérprete disponible, Whitefield sólo podía ofrecer una oración en su favor.

En viajes posteriores, él habría de pasar a través de los bosques de tribu en tribu, de tienda en tienda. Para llegar a los campamentos de los delaware, se lanzó a los furiosos torrentes en una frágil canoa de tronco.
Whitefield tomó carga por los huérfanos de Georgia, y comenzó a recoger fondos para atenderlos. Abrió escuelas en Highgate y Hampstead, y también una escuela para niñas en Savannah. Por supuesto, también predicó. Sin embargo, siempre se vio rodeado de deudas y dificultades para sostener esos establecimientos.

De regreso en Londres, el domingo 14 de enero de 1739, fue ordenado sacerdote de la iglesia de Inglaterra por su amigo, el obispo Benson, en una ceremonia en Oxford.

Rechazado, predica al aire libre

De vuelta de Estados Unidos, él pensaba que las puertas se le abrirían. Al contrario, ahora muchas iglesias se le cerraron. Sus éxitos, su predicación, y su conexión con las sociedades metodistas –particularmente su asociación con los Wesleys– le atrajeron la oposición del establishment. Sin embargo, él predicó a todas las iglesias que lo recibieron, trabajando y visitando por ejemplo a los Moravos y otras sociedades religiosas disidentes en Londres. Pero todos los edificios se le hacían chicos.

Justo fuera de la ciudad de Bristol había un distrito de minas de carbón conocido como la colina de Kingswood. Whitefield predicó por primera vez allí al aire libre el 17 de febrero de 1739. Cerca de 200 personas vinieron a oírlo, pero en muy corto plazo él predicaba a muchedumbres de 10 mil personas. A menudo ellos permanecían de pie bajo la lluvia, y las melodías de sus cánticos se escuchaban a dos millas de distancia.

Uno de sus lugares de predicación preferidos era Moorfields, en las afueras de Londres. Él no tenía ningún horario señalado para sus servicios, pero siempre que él comenzaba a predicar, millares venían a oír, ya fuese a las 6 de la mañana o las 8 de la noche. No todos eran seguidores, como evidenciaba su reiterado testimonio: «Me honraban lanzándome piedras, suciedad, huevos putrefactos y pedazos de gatos muertos». Whitefield tenía sólo 25 años.

No parece haber nada inusual en el contenido de sus sermones impresos, pero su oratoria ponía gran vida en ellos. Él podía pintar cuadros de la palabra con tal viveza que la gente quedaba mirando fijamente con ojos emocionados mientras él hablaba.

A menudo, unas 500 personas salían del grupo y se postraban bajo el poder de un solo sermón. Mucha gente hacía demostraciones, y en ocasiones hombres que se oponían al Espíritu caían en tierra durante sus reuniones. Los gritos audibles de la audiencia interrumpían a menudo los mensajes. La gente generalmente era salvada durante el desarrollo del servicio. Whitefield no utilizaba el llamado al frente.

La personalidad de Whitefield era muy versátil y conquistaba a todos. Desde la miserias de los campos indios de Estados Unidos y de los campamentos mineros en Inglaterra, este serafín-predicador se movió con facilidad a los hogares más encumbrados de Inglaterra. De una señorial cámara aromatizada con perfumes costosos, Whitefield saldría a una reunión callejera. Muchas gentes de la nobleza inglesa acudían a oírle. ¿Qué movió a esos poetas, pares y príncipes, filósofos e ingenios a reunírsele? Orgullosos de su sangre azul y pedigrí, esos aristócratas vinieron –algunos de ellos tres veces a la semana– a oír las quemantes palabras: «Ustedes deben nacer de nuevo».

De vuelta en Estados Unidos

El 14 de agosto de 1739 él estaba en camino a Estados Unidos de nuevo, llevando consigo cerca de $ 4.000 que había recolectado para su orfanato. Aún siendo tan joven –alto, agraciado y bien proporcionado, no obstante era bizco–, aprovechaba muy bien su tiempo en el barco predicando a los pasajeros – aun en medio de una tormenta. ¡Su púlpito era la cubierta de la nave que se sacudía con sus velas hechas andrajos y cuyo equipo estaba fuera de acción! Su manto era una piel de búfalo, y aunque en este viaje él había dormido en la parte más protegida del barco, se había visto empapado dos veces en una noche.

En el Atlántico o a cualquier lado de él, si predicaba a algunos en la cubierta de una nave o galvanizaba a las audiencias extensas al aire libre oyendo del rapto, el mensaje de Whitefield era igual: «De cierto, de cierto os digo, a menos que un hombre nazca otra vez, no puede ver el reino de Dios».

Llegado a destino, esta vez se estableció cerca de Filadelfia –la ciudad más cosmopolita de Estados Unidos– el 30 de octubre, predicando aquí antes de ir al sur. El viejo palacio de justicia tenía un balcón, y Whitefield amaba predicar desde allí siempre que iba. La gente permanecía de pie en las calles cercanas para oírlo.

Predicando en Society Hill, cerca de Filadelfia, él hablaba a grandes multitudes. En una reunión de despedida, más de 35.000 se congregaron para oírlo. Benjamín Franklin se hizo un buen amigo del evangelista, y se impresionaba siempre con la predicación, aunque no se convirtió. Una vez Franklin vació sus bolsillos en casa, sabiendo que sería tomada una ofrenda. Pero fue imposible no ofrendar. ¡Tan poderosa fue la apelación en la reunión de Whitefield que Franklin terminó pidiendo dinero prestado de un extranjero que estaba cerca para poner en el platillo!

Cierta vez Franklin hizo un curioso cálculo. Se paró frente al púlpito de Whitefield, y luego caminó hacia atrás, hasta donde no podía oír muy claramente. Marcó el punto. Más tarde midió la distancia, para llegar la conclusión de que 30.000 personas habían oído a Whitefield en una reunión, y le habían oído confortablemente sin ninguna amplificación.

Desde Filadelfia, Whitefield fue a Nueva York. Cada parada a lo largo del viaje de Whitefield fue marcada por récords de oyentes, excediendo a menudo la población de las ciudades donde predicaba. Whitefield se sorprendía a menudo cómo las muchedumbres «tan dispersadas, pueden ser reunidas con tan repentino aviso». La gente se aglomeraba por millares, a veces hasta con violencia. Como dice un relato, las multitudes «codearon, empujaron, y se pisotearon unos a otros para oír hablar ‘cosas divinas’ del famoso Whitefield».

Sin embargo, una vez que Whitefield comenzaba a hablar, esas multitudes frenéticas eran hechizadas. «Aun en Londres», comentaba él, «nunca observé un silencio tan profundo».

Sus viajes por Estados Unidos eran una verdadera caravana de fe. Cierta vez viajó por tierra con al menos 1.000 personas que lo acompañaron de Filadelfia a Chester. Aquí predicó a miles, incluyendo a jueces que posponían sus causas hasta que su sermón terminase.

Después de recorrer otros lugares, navegó hasta Nueva Inglaterra en septiembre de 1740, para el primero de tres viajes a esa zona. Llegó hasta Newport, Rhode Island, para comenzar lo que los historiadores llaman el punto focal del «primer gran despertar». Jonathan Edwards había estado sembrando la semilla en esa área – y la presencia de Whitefield era la paja que iba a quebrar la espalda al diablo.

Él predicó en Boston a las multitudes más grandes reunidas jamás allí para oír el evangelio. Fue invitado más de una vez a hablar a la facultad y a los estudiantes de Harvard. En Salem, centenares no podrían entrar en el edificio donde él hablaba. Predicó cuatro veces para Edwards en Northampton, Massachusetts, y, aunque él permaneció en Nueva Inglaterra menos de un mes en esa ocasión, el avivamiento que empezó duró por un año y medio.

Aunque respaldado por los Wesleys, Whitefield fijó su propio curso teológico: él era un calvinista convencido. Su tema principal era la necesidad del «nuevo nacimiento», por lo que significaba para él la experiencia de la conversión. Él nunca suplicaba a la gente que se convirtiera, sino anunciaba solamente, y dramatizaba su mensaje.

Sarah, la esposa de Jonathan Edwards, comentó: «Él enfatiza menos las doctrinas, como nuestros predicadores americanos generalmente hacen, y apunta más a tocar el corazón. Es un orador nato. Una persona prejuiciada podría decir que todo esto es artificio y exhibición de teatro, pero no pensará así cualquiera que lo ha visto y lo ha conocido».

Whitefield también incluyó a la comunidad de esclavos a sus reuniones de avivamiento, aunque él estaba lejos de ser un abolicionista. No obstante, buscó cada vez más a audiencias de esclavos y escribió en su favor. La respuesta fue tan grande que algunos historiadores lo señalan como un hito en la génesis de la cristiandad afroamericana.

Ruptura con Wesley. Viajes a Escocia y Gales

Whitefield dejó Estados Unidos el 24 de enero de 1741. Las reuniones de avivamiento recientes de Whitefield en Nueva Inglaterra sacudieron a Estados Unidos. Quizás tanto como un diez por ciento de la población total de las colonias fue salvado durante este gran derramamiento del Espíritu de Dios. Los historiadores honestos creen que este renacimiento conformó el espíritu que condujo a la Revolución Norteamericana en 1776.

En Inglaterra, Whitefield encontró que John Wesley divergía de la doctrina calvinista, así que rompió su comunión con él. Los dos hombres nunca coincidieron acerca de la elección divina. Wesley pensaba que Whitefield predicaba la redención universal mientras que Whitefield pensaba que la predicación de Wesley implicaba que los cristianos no necesitaban asumir responsabilidad moral.

Oraciones tales como las siguientes son típicas de la actitud de Whitefield: ¡»Cómo sufre la causa de nuestro común Maestro por nuestras disputas sobre puntos particulares de doctrinas!» … «Por la causa de Cristo, no nos dividamos entre nosotros mismos» … Y a Wesley decía: «Evite toda disputa. No me obligue a predicar contra usted; yo preferiría morir».

Tomaron caminos divergentes pero optaron, al final, por mantener un respeto mutuo. Whitefield hizo una recta distinción entre una diferencia en el juicio y una diferencia en el afecto; fue en el primer sentido que él difirió de los Wesleys, y la diferencia fue tal, que Tyerman escribe, «los llevó a construir capillas separadas, sociedades de formas separadas, y proseguir, hasta el fin de sus vidas, líneas de acción separadas. El abismo entre Wesley y Whitefield era muy grande». Pero, mientras su cooperación pública se vio seriamente perturbada, su afecto personal por los Wesleys como cristianos permaneció hasta el fin.

Whitefield entendía que las diferencias doctrinales entre los creyentes nunca deben conducir al antagonismo personal. Hay que oponerse al error, aun cuando sea sostenido por miembros de la comunión en Cristo; pero si esa oposición no puede coexistir con un amor verdadero para todos los santos y un anhelo por su prosperidad espiritual, entonces no glorifica a Dios ni promueve la edificación de la iglesia.

Coincide con su rompimiento con Wesley, el primero de sus catorce viajes a Escocia, en julio de 1741. Este viaje fue patrocinado por los Seceders, pero él rechazó limitar sus ministraciones a esta secta que lo había invitado, así es que rompió con ella. En todas partes fue recibido con entusiasmo. En Glasgow muchos fueron traídos bajo profunda convicción de pecado.

El público más numeroso al cual él jamás se dirigiera estaba en Cambuslang, cerca de Glasgow, donde habló a unas 100.000 personas. Predicó una hora y media a la muchedumbre emocionada. Sus servicios de la tarde atraían a miles, y continuaban hasta las 2 de la mañana. «Había escenas de peligro incontrolable, como un campo de batalla. Toda la noche en los campos, se podía oír la voz de la oración y la alabanza». Whitefield concluyó: «Esto superaba todo lo que vi jamás en América.»

Entonces fue a Edimburgo, donde habló a 20.000. En el trayecto, predicó a 10.000 almas por día. Él amaba tanto aquello, que clamaba: «Que pueda morir predicando», lo cual, en esencia, hizo.

Después fue al País de Gales, donde él iba a hacer viajes frecuentes en el futuro, y fue recibido con gran respeto y honor. Aquí se encontró con la que iba a ser su esposa, Elizabeth James, una viuda. Se casaron el 14 de noviembre de 1741, y el 4 de octubre de 1743, nació un hijo, llamado John, que murió a la edad de cuatro meses. La unión matrimonial nunca pareció florecer en una relación íntima, profunda y compartida.

En 1742 hizo un segundo viaje a Escocia. Durante las primeras dos visitas, Escocia fue espiritualmente despertada y puesta «en el fuego» como no lo había estado desde los días de John Knox. Posteriormente hizo un viaje a través de Inglaterra y de todo el País de Gales.

En 1744 George Whitefield casi fue hecho un mártir. Fue atacado por un hombre que usaba un lenguaje abusivo, llamándolo perro, bandido, y así sucesivamente, y luego procedió a golpearlo sin piedad con un bastón con empuñadura de oro, hasta dejarlo casi inconsciente. Por aquel tiempo, también lo acusaron de malversación de los fondos que había recogido. Nada podía estar más lejos de la verdad.

Por lo menos una vez, él tuvo que vender sus posesiones terrenales para pagar cierta deuda en que él había incurrido para su orfanato, y dar a su anciana madre las cosas que necesitaba. Los amigos le habían prestado los muebles que él necesitaba cuando vivió en Inglaterra. Cuando él murió, era un pobre con poquísimas posesiones personales.

Otros viajes de Whitefield

Entre cada viaje a través del Atlántico, se hizo más popular. De hecho, mucha de la controversia temprana que rodeó los reavivamientos de Whitefield desapareció (los críticos se quejaron de exceso del entusiasmo del predicador y de las muchedumbres), y los primeros enemigos cesaron de hostigar a un maduro Whitefield.

Antes de que sus viajes a las colonias fueran completados, virtualmente cada hombre, mujer, y niño habían oído al «gran itinerante» por lo menos una vez. Antes de Whitefield, es dudoso que cualquier nombre, con excepción de la realeza, fuera conocido igualmente desde Boston a Charleston

En 1770, a los 55 años continuaba su viaje de predicación en las colonias como cuando joven. No hizo caso de las muestras de peligro, particularmente los resfríos asmáticos que le trajeron gran dificultad en la respiración.

Hizo otro viaje a Estados Unidos de 1744 a 1748. En su camino a casa, debido a su mala salud, visitó las Bermudas. Fue un viaje agradable. En el viaje predicó regularmente y vio muchas almas ganadas para el Señor. Fue en 1748 que él dijo: «Que el nombre de Whitefield muera, para que la causa de Cristo pueda vivir».

Su madre murió el 17 de diciembre de 1751. En 1753 él compiló los «Himnos para la Adoración Social». Éste fue también el año en que viajó 800 millas a caballo, predicando a unas 100.000 almas. Fue durante este tiempo que recibió una pedrada en la cabeza y se golpeó en una mesa sobre la cual había estado predicando. Él dijo luego: «Somos inmortales hasta que nuestro trabajo esté hecho», una frase que repetiría a menudo.

En 1754 Whitefield se embarcó otra vez para América, con 22 huérfanos. En el camino visitó Lisboa, Portugal, y pasó cuatro semanas allí. En Boston miles despertaron para su predicación a las 7 de la mañana. Un salón para 4.000 personas estaba abarrotado, así que tuvo que entrar por una ventana.

En 1756 estuvo en Irlanda. Él hizo solamente dos, o posiblemente tres, viajes aquí. En esta ocasión, a la edad de 42 años, casi encontró la muerte. Una tarde de domingo mientras predicaba en un hermoso prado cerca de Dublín, le lanzaron piedras y basura. Una multitud se reunió con intención de matarlo. Los que lo oían huyeron, y él tuvo que andar una media milla solo, mientras llovían las piedras sobre él hasta dejarle cubierto de sangre. Alcanzó a llegar a la puerta de un ministro que vivía cerca. Él dijo más adelante que en Irlanda lo habían elevado al rango de un apóstol al tener el honor de ser apedreado.

En 1768 hizo su último viaje a Escocia, 27 años después del primero. Se vio forzado a concluir: «Yo estoy aquí solamente en peligro de ser abrazado por la muerte». Visitó Holanda, donde buscó ayuda para su cuerpo, ysu salud mejoró. También se registra que visitó una vez España. Su esposa murió el 9 de agosto de 1768, y Whitefield predicó el sermón fúnebre, usando Romanos 8:28 como texto.

Antes de que Whitefield muriera, la «cuerda triple no rota rápidamente» (Whitefield, más John y Charles Wesley) se reunió. Entonces escribió en su diario: «Los prejuicios, los celos y la suspicacia hacen el alma desgraciada».

Cuando su desacuerdo sobre la predestinación era más agudo, a Wesley se le preguntó si él esperaba verse con Whitefield en el día final. «No me da temor», contestó John, «porque George estará mucho más cerca del trono de la gracia».

Últimas actividades

El 4 de septiembre de 1769, comenzó su último viaje a Estados Unidos, llegando el 30 de noviembre. Él fue a tomar las medidas para que su orfanato fuese convertido en la Universidad de Bethesda. Pasó los próximos meses visitando Georgia, Filadelfia, Nueva Inglaterra, Nueva York y Albany, Boston. Por tres días estuvo demasiado enfermo para predicar, pero tan pronto como podía estar fuera de la cama, regresaba. Su última carta escrita fue con fecha 23 de septiembre de 1770. Él decía que cómo no iba a predicar, si miles esperaban para oír.

El 29 de septiembre, fue desde New Hampshire a Massachusetts. Predicó en el camino al aire libre en Exeter. Mirando a lo alto, rogó: «Señor Jesús, estoy cansado en tu obra, pero no de tu obra. Si todavía no he acabado mi carrera, déjame ir y hablar para ti una vez más en los campos, sellar tu verdad, e irme a casa y morir».

Recibió fuerza para éste, su último sermón. El tema fue ‘Fe y obras’. Aunque apenas era capaz de estar en pie sobre un gran barril, cuando estuvo ante el grupo, predicó por dos horas a una muchedumbre que no cabía en ningún edificio. «Él hablaba de la ineficacia de las obras para merecer la salvación», narraba un oyente a la prensa, «y gritaba súbitamente con voz de trueno: ¡Obras! ¡Obras! ¡Un hombre podrá entrar al cielo por obras tan pronto como yo descubra que se puede escalar a la luna con una soga de arena!».

Llegando a la primera Iglesia Presbiteriana en Newburyport, cenó con su amigo, el reverendo Jonathan Parsons. Luego, intentó ir inmediatamente a acostarse. Sin embargo, al oír hablar de su llegada, una gran cantidad de amigos se reunieron allí y le pidieron sólo un mensaje breve. Él se detuvo un breve momento en la escala, vela en mano, y habló a la gente que permanecía en pie escuchando, hasta que se consumió la vela.

A las 2 de la mañana, respirando con dificultad, dijo a su compañero de viaje, Richard Smith: «Mi asma está volviendo; debo descansar dos o tres días». Murió poco rato después, la madrugada del 30 de septiembre de 1770.

El entierro fue llevado a cabo el 2 de octubre en el edificio de la Primera Iglesia Presbiteriana del sur. Miles de personas no podían incluso acercarse a la puerta. Whitefield había solicitado antes ser sepultado debajo del púlpito si él moría en esa vecindad, y así fue hecho.

En Inglaterra, Juan Wesley predicó en un servicio conmemorativo: «Él no tenía nada melancólico en su naturaleza, siendo singularmente alegre, tan bien como caritativo y de corazón tierno». Y agregó: «Ojalá mi fin fuese como el suyo! ¿Cuántos de ustedes concuerdan con este deseo? ¡Quizás hay pocos de ustedes que no lo quieran, aun en esta numerosa congregación!». Luego dijo: «Oh, lo que ha sufrido la iglesia en el ajuste de esa brillante estrella que brilló tan gloriosamente en nuestro hemisferio. No tenemos a nadie que pueda reemplazarlo; ninguno como él en sus dones; ninguno como él en utilidad».

El secreto de Whitefield

¿Cuál fue el secreto del éxito de Whitefield? Él predicó un evangelio puro; predicó un evangelio poderoso; predicó un evangelio apasionado. Cornelius Winter, quien a menudo viajaba, comía, y dormía en el mismo cuarto con Whitefield dijo: «Él rara vez presentaba un sermón sin lágrimas».

Los literatos de su época frecuentaron sus reuniones. Lord Chesterfield, frío como era, se entusiasmaba con su predicación. Lord Bolingbroke, un crítico no generoso, dijo: «Es el hombre más extraordinario de nuestro tiempo. Tiene la más clara elocuencia que oí jamás en alguien».

De David Hume, filósofo escéptico escocés, y deísta, se dice que corría a las cinco de la mañana para oír a Whitefield. Preguntado si él creía lo que hablaba el predicador, él contestó: «No, ¡pero cómo lo hace!».

Benjamin Franklin, filósofo frío y calculador, dijo de Whitefield: «Era maravilloso ver el cambio realizado por su predicación en las costumbres de los habitantes de Filadelfia. De ser desconsiderados o indiferentes en religión, parecía como si todo el mundo se estuviera volviendo religioso». John Newton, tan buen predicador como poeta, dijo de Whitefield: «Parecía como si él nunca predicara en vano».

«El hombre más extraordinario de nuestro tiempos», declaró Lord Bolingbroke. «A menudo cuando he leído su vida», escribió C. H. Spurgeon, «soy consciente de una distinta aceleración siempre que regreso a él. Él vivió. Otros hombres parecían estar sólo medianamente vivos; pero Whitefield era todo vida, fuego, ala, fuerza. Mi propio modelo, si puedo tener tal cosa en la sujeción debida a mi Señor, es George Whitefield; pero con pasos desiguales debo seguir en su senda gloriosa».

George Whitefield caminó con los grandes de este mundo. Pero aún mejor, él caminó y habló con Dios. Él oyó lo que Dios dijo, vio lo que Dios vio, y amó como Dios amó. Un proverbio árabe dice: «El mejor orador es aquel que puede transformar los oídos de los hombres en ojos». Esta alma asombrosa hizo justamente eso.

El Dios de Whitefield nos conceda hoy hombres como Whitefield, que puedan pararse como gigantes en el púlpito, hombres con los corazones cargados, labios ardientes, y ojos visionarios.