El encuentro del Señor Jesús con el paralítico de Betesda es un relato significativo y conmovedor. La historia de este hombre se remonta a casi cuatro décadas, en que solo ha conocido el olvido y la orfandad. Treinta y ocho años buscando, y treinta y ocho años regresando frustrado. No podremos saber lo que eso significa, a menos que hayamos estado un largo tiempo esperando algo que nunca llegó.

Cuando el ángel descendía para tocar las aguas y volverlas sanadoras, otros se le adelantaban; cuando él llegaba, ya era tarde. Las aguas habían perdido el poder, y eran aguas comunes, como las de todos los días. El difícil impulso esperanzado se trocaba en desazón e impotencia.

¿Cuántas cosas suceden en treinta y ocho años? Las esperanzas ya se fueron, dejando vacío el corazón de toda luz. A los treinta y ocho años ya no se espera nada. Las fuerzas se agotaron ya hace rato. La mirada, cansada de buscar, ya no ve más allá del espacio necesario para dar el corto próximo paso. Por eso, cuando aquel Hombre que se le acerca, le dice: «¿Quieres ser sano?», la pregunta debió sonar casi hiriente. Y la explicación que el paralítico da (no fue un rotundo sí), revela toda la profunda hondura de su desesperanza.

El Señor no duda en sanarlo en aquel sabath, tan celosamente guardado por los judíos. Jesús asume el dolor de este hombre, ante la furia de los religiosos ciegos. A uno y a los otros deberá cargarlos, pues nada podría impedir su tarea bienhechora.

El hombre paralítico nos representa a nosotros. Nada puede hacer un hombre tras treinta y ocho años de postración, salvo recibir misericordia. Cualquier cosa que tú le pidas, no podrás hacer, sino recibir. Si el Señor no se acerca, tú no podrás ir a él, y si tú no puedes llegar a él, no podrás ser sanado. ¿Cómo hacer? Hay una distancia entre el hombre y Dios, una limitación fundamental que no se puede superar.

Pero llega el día en que el Señor se acerca, y te habla al corazón. Tú puedes oír su voz, y sentir que el día de tu redención ha llegado. Pese a que resulta casi increíble, ahí está él, pronto a socorrerte. Tus músculos agarrotados reciben luz como de un potente sol; las articulaciones se tornan flexibles, y puedes caminar. En tanto tiempo, nunca lo aprendiste a hacer, pero ahí estás, caminando.

Parece increíble poder caminar con Dios ahora, libre, sin impedimento, y con ánimo renovado. Todo lo que estaba apagado se enciende; lo que estaba muerto, resucita. Dios te sonríe de nuevo. En realidad, nunca estuvo ausente, pero tú estuviste lejos. Por eso el Señor dijo al paralítico: «Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor». Estamos en pie, sanos; no pequemos más.

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