Éxodo 14 y Josué 3.

Con todo lo glorioso y espectacular que fue sin duda la travesía del Mar Rojo, resulta muy interesante compararla con el paso del Jordán. Dos milagros portentosos, pero diferentes entre sí. Las circunstancias y, sobre todo, las personas que participaron de ellos, eran distintas.

Dios intervino magistralmente en uno y otro caso; nada podía oponerse al propósito de llevar a su pueblo a la Buena Tierra. En efecto, si observamos el comportamiento del pueblo en ambas experiencias, la diferencia es notable. Frente al Mar Rojo, el pueblo se confunde, reclama y maldice con gran desesperación. Cuando el mar se abre, avanzan en una especie de «¡sálvese quien pueda!». Es fácil imaginar un caos descomunal en aquella terrible noche.

Al amanecer del siguiente día, creyeron, temieron, y celebraron con panderos y danzas. Sus emociones estaban alteradas al máximo, ¡pasaron de la desesperación al júbilo en menos de 24 horas! Sin embargo, bien pronto el desierto dejaría al descubierto toda su miseria espiritual. Eran niños espirituales y esa niñez quedaría de manifiesto casi en seguida.

Frente al Jordán, cuarenta años después, la situación fue muy diferente. Es otra la generación que enfrenta este hecho. La anterior había caído postrada en el desierto a causa de sus rebeliones. Este era un nuevo capítulo en la historia de Israel. Un capítulo notable.

Esta vez, la nueva generación de israelitas, acampa con reposo por tres días antes de cruzar el río. No hay voz alguna de reclamo ni de temor, solo se oyen las instrucciones de los oficiales que recorren el campamento: «Cuando veáis el arca del pacto de Jehová vuestro Dios, y los levitas sacerdotes que la llevan, vosotros saldréis de vuestro lugar y marcharéis en pos de ella» (Josué 3:3). Unos cuarenta mil hombres armados, listos para la guerra, pasan delante de Jehová (4:13). ¡El Jordán se abre para ellos!

Luego que pasan, no hay danzas ni celebración. Hay reverencia y solemnidad en un pueblo que tras los tratos del desierto ha aprendido a «marchar», esto es, avanzar en orden (como un cuerpo) «tras el arca de su Dios», no como la locura de sus padres ya fallecidos.

Por delante les esperan grandes batallas. No hay ánimo para celebrar, lo que sí hay es reverencia ante un Dios que cumple sus promesas. Hay disciplina, orden y obediencia. Al fin, el Señor obtenía un pueblo que agradaba su corazón; a ellos les daría Su tierra.

¿Hemos sacado provecho de los tratos de «nuestros desiertos»? ¿Tenemos una confianza serena en la fidelidad y las promesas de Dios? ¿O aún reclamamos y miramos hacia atrás, a los goces temporales que Egipto nos ofrece con tanta profusión? ¡Dios espera ver madurez en su pueblo!

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