Tres aspectos de la restauración del hombre en Cristo.

La vida cristiana sólo puede ser vivida en el Espíritu. Ella no es el resultado del esfuerzo ni de la actividad estéril de la carne. Esta es una lección fundamental que cada hijo de Dios necesita aprender. En los capítulos 5 al 8 de Romanos encontramos algunas claves para aprender a andar en el Espíritu.

El hombre original

El apóstol Pablo nos enseña a partir de Romanos capítulo 5, que el problema fundamental de cada hombre se halla en la fuente o raíz desde donde se nutre su vida. Previamente nos ha mostrado cómo nuestros pecados nos separaban de Dios, su propósito y su gloria. Y cómo, a continuación, Cristo ha provisto una perfecta obra de reparación, que nos permite reconciliarnos con Dios y ser declarados justos ante sus ojos por medio de la fe en su sangre. Sin embargo, aunque justificados por la fe tenemos paz con Dios, el principal obstáculo para una vida santa continúa actuando aún en nosotros, y necesita ser tratado y removido.

Esto explica el porqué tantos creyentes que han conocido la salvación y el perdón de sus pecados, no consiguen, no obstante, vivir vidas santas y libres del poder del pecado. Una y otra vez, aunque se esfuerzan por vencer los pecados que aparecen recurrente-mente en su vida, fracasan y acaban en la confusión y el desaliento. ¿Cómo se explica este fracaso? Para encontrar la respuesta necesitamos comprender, con la ayuda indispensable del Espíritu de Verdad, cómo Dios diseñó originalmente la naturaleza humana, y cómo esta puede y debe ser restaurada al original divino, antes de poder vivir de acuerdo con el carácter y la santidad de Dios. Precisamente acerca de esto nos habla Romanos 5 al 8.

Dios creó al hombre con el propósito de que éste llevase su imagen en el mundo creado; es decir, para que fuese la expresión de su carácter y de su gloria. Sin embargo, ¿cómo puede el hombre, una criatura tomada del polvo de la tierra, llevar y expresar la imagen de su Creador? Pues ni aún los ángeles, tanto mayores en fuerza y potencia, fueron creados para un designio tan alto. La respuesta se encuentra en la misma creación del hombre. Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Las dos palabras resaltadas en la frase anterior, aunque puedan parecer una figura redundante de la poesía hebrea, conllevan, en realidad, un importante significado.

La imagen hace referencia al ya mencionado propósito divino de que el hombre exprese su carácter y su gloria en el universo creado. La semejanza, por otro lado, es la clave fundamental para el logro de dicho propósito. Pues Dios posee una naturaleza y una vida por completo distinta a la de cualquier criatura, aun la de los poderosos arcángeles y los llameantes serafines (en realidad, la naturaleza divina se eleva a una distancia infinita por encima de la naturaleza creada). Dios, nos dice la Escritura, es Espíritu (Jn. 4:24). Esta es su naturaleza esencial. Por ello, para poder poseer su imagen, el hombre necesitaba, en primer lugar, una naturaleza semejante a la que Dios posee, capaz de recibir, contener y expresar su vida divina.

Por ello, cuando Dios moldeó al hombre del polvo de la tierra, la Escritura nos sugiere que lo hizo tal como un alfarero moldea una vasija de arcilla, pues el nombre Adán (del hebreo adama), procede de una raíz semántica que significa barro rojo (vgr. greda o arcilla). Una vasija tiene por propósito contener algo dentro de sí. Es decir, la mayor parte de ella es un gran vacío interior, cuyo único fin es el ser llenado. En este sentido, la Biblia nos dice que Dios sopló en el hombre aliento de vida, y que fue el hombre un ser viviente (un alma viviente). Pero, en ese instante, cuando el aliento de Dios entró en el hombre tomado de la arcilla de la tierra, plasmó en lo más íntimo de él una cámara secreta que tiene la «forma de su aliento», es decir, su semejanza.

Tal vez, un ejemplo nos ayude a entender mejor lo recién afirmado: Una vez vi a un hombre haciendo botellas de manera artesanal. Con un tubo largo de cobre extraía una pequeña gota de vidrio líquido desde un horno ardiente, pegado a uno de sus extremos. Luego, soplaba por el otro extremo y el vidrio comenzaba a inflarse maravillosamente, igual como si fuera un globo. Entonces aquel hombre, sin dejar de soplar, daba rápida y hábilmente forma a una botella, girando el tubo con velocidad. Finalmente, en unos pocos minutos, la botella estaba terminada. Se podía decir que, literalmente, el aliento de ese hombre había dejado su forma en la botella.

Del mismo modo, el aliento de Dios plasmó su semejanza en el interior del hombre, cuando entró en él para crear su alma. Entonces, el hombre no sólo tuvo un cuerpo tomado de la tierra, un alma creada por el soplo de Dios (como el exterior de la botella), sino también la forma interior del aliento de Dios (el interior de la botella), semejante en naturaleza al mismo Dios. Es decir, un espíritu. Luego, el hombre fue creado como un ser tripartito, formado por un espíritu, un alma y un cuerpo. Pero el espíritu fue concebido para ser la parte más elevada y rectora del hombre, pues tiene la capacidad de recibir la vida divina dentro de sí y participar así de su naturaleza increada. El espíritu podía ser engendrado por Dios, al recibir dentro de sí la simiente divina, contenida en el árbol de la vida. De ese modo, el hombre habría sido elevado a participar de una vida de unión y comunión con Dios en espíritu.

Pero este era el primer paso requerido. Recordemos que, en lo principal, la Escritura nos dice que el primer Adán fue hecho un alma viviente (1 Co. 15:45a). Y que lo animal (lo que pertenece al alma) es primero, y luego lo espiritual. Por ello, el postrer Adán, que es Cristo, es espíritu vivificante (1 Co. 15:45b), mostrando cuál es la meta final de Dios. Esto implica que el alma fue creada para servir al propósito divino. Ella es el asiento de lo propiamente humano, vale decir, de nuestra identidad y personalidad. En ella están la voluntad, la mente y las emociones. Ella era, en unión con el cuerpo, la vasija destinada a expresar la vida y la naturaleza divinas alojadas en el espíritu. Por ello fue creada con una voluntad libre y distinta de la voluntad divina. Pues el propósito de Dios es que el hombre se rinda voluntariamente a la operación de la vida divina, entregando su voluntad a la voluntad del Espíritu, su mente a la mente del Espíritu, y sus emociones a los sentimientos del Espíritu. Este habría de ser un proceso gradual y progresivo de una cada vez más libre y profunda capitulación del alma a la operación de la vida del Espíritu en el espíritu humano. Entonces el hombre llegaría a ser un espíritu vivificante (tras comenzar siendo un alma viviente en su primer estado, con un espíritu aún no desarrollado).

El alma fue creada para ser una sierva sumisa y voluntaria del espíritu, quien a su vez tenía la capacidad de unirse a Dios y comunicar su vida, dirección, poder, carácter y autoridad hacia el alma y, por medio de ésta, al cuerpo. Este era el diseño original de Dios para el hombre.

El hombre caído

Pero Adán pecó y cayó. Y la primera consecuencia de su caída fue la muerte de su espíritu. Este hecho trajo consigo la pérdida de su capacidad para participar de la naturaleza divina, como también de contener su vida y expresarla. Adán se volvió incapaz de llevar la imagen de Dios; por eso, Dios ocultó el árbol de la vida y cerró el camino para Adán y toda su descendencia. En realidad, el hombre lleva dentro de sí la imposibilidad de alcanzar la vida, pues su espíritu está muerto para Dios. El alma, por sí misma, es incapaz de unirse a Dios y tener comunión con él.

Sin embargo, no sólo el espíritu murió cuando Adán pecó y cayó. A su vez, el alma fue envilecida y envenenada. El pecado entró en la naturaleza humana y tomó posesión de ella, deformándola y alterándola por completo. En lugar de servir a los deseos del espíritu, el alma se convirtió en esclava de los deseos del cuerpo, y el hombre se volvió una criatura carnal.

También el cuerpo fue afectado, pues se volvió un cuerpo mortal, lleno de apetitos desordenados que el alma es incapaz de gobernar y someter. Este estado o condición es lo que la Escritura llama la carne, el cuerpo pecaminoso carnal, el viejo hombre, etc. El pecado que somete al alma humana, está anclado en su voluntad y deseo de existir y vivir con independencia de Dios. Por consiguiente, en su plan de recobrar al hombre para su voluntad y propósito originales, Dios debió hacer una maravillosa obra de restauración en Cristo, que repara todos y cada uno de los efectos del pecado y la caída.

El hombre restaurado

En primer lugar, Dios removió nuestros pecados por medio de la sangre de Cristo, quitando nuestra culpa y las causas de nuestra muerte y separación; pues la muerte es el justo castigo por nuestros pecados. Pero Cristo llevó nuestros pecados sobre la cruz, sufrió el justo castigo por ellos, y presentó su sangre ante el Padre como prueba de su sacrificio perfecto a nuestro favor. Por ello, la sangre de Cristo ha hecho expiación eterna por todos nuestros pecados, desde el primero que Adán cometió y precipitó la tragedia, hasta el último de ellos. Luego, por su sangre preciosa, el camino al Padre y su voluntad fue abierto nuevamente, pues él hizo posible nuestra eterna reconciliación con Dios.

Sin embargo, quedaba aún por resolver el problema del pecado y su efecto sobre el alma humana. ¿Cómo deshacer su obstinación, independencia y sometimiento a los deseos de la carne? La respuesta de la Escritura es: sólo por medio de la muerte, pues, «el alma que pecare, esa morirá». El pecador no puede ser perdonado como tal, es decir, en cuanto a su permanente y persistente estado pecaminoso, con su alma humana en desorden, independencia y rebeldía contra Dios. Sólo los pecados que comete pueden ser perdonados. Pues, aunque se pudiera perdonar los crímenes cometidos por un asesino, ¿se podría perdonar su naturaleza asesina como tal, mientras ésta siga allí con sus deseos de matar? Lo mismo ocurre con el hombre pecador, cuya naturaleza caída persiste en sus deseos de pecar.

Por ello, el hombre pecador debía ser tratado de otra manera, la única posible: debía morir; pues el instrumento del pecado en el hombre –su naturaleza pecaminosa– debía ser quitado de en medio. Y esto sólo era posible por medio de la muerte. Y aquí, una vez más, Cristo vino en nuestro socorro, pues él murió la muerte que todos debíamos morir, para ser libres del pecado. En Romanos 6 se nos dice que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado (su instrumento) fuera destruido, y así no sirviéramos más al pecado como sus esclavos. Entonces, la muerte de Cristo fue una muerte ‘todoinclusiva’: la muerte de todos nosotros, los pecadores. La muerte era en principio, nuestra única salida. Pero ello suponía nuestro fin, pues nuestra alma estaba vendida irremediablemente al pecado. ¿Significaba entonces que debía ser destruida?

Sin embargo, gracias a Dios, la muerte de Cristo fue en realidad la muerte de todos los pecadores. Él sufrió la muerte que todos debíamos sufrir y todos nosotros morimos en él. Luego, al aceptar la muerte de Cristo como nuestra muerte, el alma es libertada de la esclavitud del pecado a fin de vivir para Dios. He aquí el poder de la cruz y de la muerte de Cristo. En lo que a Dios respecta, ésta es una obra consumada. Ya fuimos crucificados, muertos y sepultados juntamente con Cristo. ¿Cuándo? El día en que Cristo fue crucificado, muerto y sepultado por todos nosotros. Allí acabó, en lo que a Dios respecta, nuestra carrera de pecadores al servicio del pecado. Lo que resta ahora es que nosotros, por medio de la fe, nos apropiemos de su muerte, considerándola nuestra propia muerte, para, cada día de nuestras vidas, presentarnos voluntariamente a Dios con el propósito de vivir para él. Entonces, la muerte de Cristo opera en nosotros para librarnos del poder del pecado. No obstante, si hemos muerto juntamente con Cristo, ¿con qué vida nos presentaremos y viviremos ahora para Dios?

La respuesta a esta última pregunta nos introduce en un tercer aspecto de la obra de restauración hecha por Dios en Cristo a nuestro favor. En Romanos capítulo 7 se nos muestra que la vieja vida del alma es incapaz de vivir para Dios. Y es precisamente en este punto donde comienza nuestro largo camino de aprendizaje como discípulos de Cristo, para ser efectivamente conformados a imagen de Dios. Él no sólo ha puesto fin a nuestra vieja vida: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo…» (note el tiempo presente y continuo de los verbos). Vale decir que yo (mi alma, con su voluntad, mente y emociones), dejo de ser el motor fundamental de mi ser al aceptar la muerte de Cristo como mi muerte de manera continua. Sino que, además, ahora «Cristo vive en mí». Es decir, no significa que yo haya sido eliminado o destruido, sino que ahora vivo, pero no con mi propia vida, sino con la de Cristo que está en mí. Yo continúo existiendo, pero rendido y gobernado por Cristo y su vida.

He aquí la clave de la vida cristiana: Cristo viviendo su vida en mí. ¿Cómo? Por medio de su Espíritu. Pues Dios no solamente nos crucificó juntamente con Cristo, sino que también nos resucitó con él. Nuestra vieja vida pecaminosa quedó clavada con él en la cruz para siempre. Pero también, y en lugar de ella, su vida santa nos fue otorgada en virtud de su resurrección. Esa vida divina e indestructible, que en Cristo venció a la muerte para siempre, nos fue impartida cuando creímos en él. No sólo nuestros pecados fueron perdonados y nuestro viejo hombre crucificado, pues todo esto no fue sino el camino de preparación para que Dios pudiera renovar y vivificar nuestros espíritus muertos desde el principio. Al creer en Cristo, el Espíritu de Dios entró en nuestro espíritu con el poder de la resurrección de Cristo, y lo restauró para que ocupe su lugar y cumpla su función original.

Por consiguiente, el camino del discipulado no es otra cosa que el aprender a vivir por medio de Cristo a través de nuestro espíritu vivificado. Esto supone, al mismo tiempo, el que la obra de la cruz opere de una manera progresiva y cada vez más profunda en el alma, para librarla de su independencia, rebeldía e ignorancia en cuanto a los caminos de Dios. En la medida que nos vamos fortaleciendo en espíritu, vamos aprendiendo a ganar nuestras almas, es decir, a rendirlas al espíritu, y por medio de él, al Espíritu de Dios. También el alma, al someterse al espíritu gana para sí el poder de someter al cuerpo y sus deseos. De este modo, todo nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, llega a estar santificado para Dios.

El espíritu posee un conjunto de sentidos nuevos y distintos a los del alma y del cuerpo. Aprender a conocerlos y usarlos es parte de nuestro aprendizaje. Estamos acostumbrados a vivir confiando en nuestra emociones, razonamientos y en los sentidos físicos de nuestro cuerpo. El deseo de Dios es que aprendamos a confiar y a depender –por medio de estos nuevos sentidos espirituales– del Espíritu Santo en todos los asuntos de nuestra vida. Para ello existen algunos ejercicios de vida práctica que debemos realizar constantemente, tales como leer Escritura, tener comunión con Dios en oración, y tener comunión con los hermanos en una vida de mutua dependencia en el Señor. De esta manera podremos crecer juntos para alcanzar la medida de la estatura de la plenitud de Cristo, la imagen de Dios.