Cristo mismo, establecido en el corazón, es la recompensa sobremanera grande del que cree.

Yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande”.

– Génesis 15:1.

Es una gran verdad que el bienestar y la paz moran continuamente juntos en el corazón del creyente. Y tiene que ser así, porque donde hay fe allí está Cristo, y él es el autor y dador de todo gozo.

Retírate, lector, unos momentos, y medita las sencillas palabras que tratan de confirmar este principio. Si el Espíritu revelador de Cristo descorre el velo, podrás ver el mismo manantial de la felicidad. Y al beber de esta corriente pura podrás continuar tu camino con la perspectiva del mismo cielo ante ti.

Voz que sacude

Vamos ahora a los inspiradores registros de Abraham. Hallándose éste en su país natal, en su hogar, y rodeado de sus amigos íntimos, oyó una voz que le sacudió de su letargo: «Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre». Muchos hubieran dicho que aquello era demasiado duro. Pero el elegido de Dios no. Por fe «obedeció… y salió sin saber a dónde iba». No perdió nada. Abraham recibió mucho más en este tiempo presente, y la vida eterna en el mundo venidero.

Tras haber derrotado a varios reyes para rescatar a Lot, Abraham tuvo ricos tesoros a su alcance. «Toma para ti los bienes», fue la tentadora oferta; pero con santa indiferencia los desechó. Y no perdió nada, porque después recibía una certeza más rica que todos los tesoros de la tierra: «No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande».

Este relato nos viene de un maestro infalible, y nos enseña que el verdadero cristiano está llamado a renunciar a muchas cosas, a ser abnegado y a pisotear constantemente los cebos dorados de este mundo. Pero también nos enseña que todo renunciamiento es riqueza, y toda pérdida es ganancia. Aquel que lo deja todo por causa de Cristo, recibe mucho más en Él.

Despojarse para recibir

Unos pocos ejemplos bastarán para afirmar esta verdad. Hay una inscripción sobre la entrada del sendero que conduce al cielo que dice: “Estrecha es la puerta y angosto el camino”.

Por lo tanto, el que desee entrar debe despojarse de los ropajes fastuosos que los hombres ostentan en las amplias avenidas terrenales. Hay que arrancar toda autojustificación, porque esto es lo que realmente debilita al alma.

La confianza en méritos imaginarios se adhiere a nosotros como la misma piel. Pero hay que renunciar a todo.

Las formas más queridas de nuestra propia personalidad deben ser despreciadas y tenidas como algo abominable. Nuestras cualidades más apreciadas, nuestras presunciones predilectas y las causas de nuestra superioridad deben ser rechazadas como un trapo sucio. Es muy duro arrojar todas estas cosas e ir desnudo a Jesús para que él nos vista, pero si de algún modo queremos ser salvos, hay que hacerlo.

Se debe, también, pulverizar y echar al viento toda esperanza que fije su salvación en los ritos y cultos externos, o en los símbolos de la gracia. Los canales de la gracia no son la gracia misma. Los medios no son el fin. La puerta no es la mansión. Es éste un acto que requiere algo más que el mero discernimiento humano.

Satanás es muy hábil para cubrir nuestras buenas obras, e incluso nuestros lugares santos, con una capa de eficiencia salvadora.

Ese ser maligno insinúa, también, que si no creemos en todas esas cosas le quitamos su valor a la religión. Pero no lo dudemos: si no confiamos en un Cristo único y sin añadiduras, nuestra confianza no sirve de nada.

Apenas necesito decir que esos pecados placenteros que por largo tiempo han sido acariciados en los rincones secretos del corazón, se deben sacar a la luz, y allí sacrificarlos. Esto es, con frecuencia, como arrancarse el ojo derecho. Pero no debe haber compasión, porque Cristo es luz, y el pecado es tinieblas. ¿Cómo pueden ir unidos?

El pecado que se ama, que se excusa y que se retiene, ata el alma a las ruedas del carruaje en que Cristo no se puede sentar. Y el amor al mundo, con sus locas vanidades, sus exhibiciones vacías, sus consejos impíos, sus placeres sucios, sus falsos principios, sus libros profanos, y toda su adoración idolátrica del talento, el ingenio y vanagloria, debe ser, también, clavado a la cruz.

Hay que rechazar esa conformidad como si fuera veneno o el contacto de una víbora.

El trono del corazón

El trono del corazón debe ser solo para Cristo. El centro de todo goce, estar en él; todo aliento se debe recoger en él.

El andar en Cristo es un apartarse del país de lo humano, del parentesco del pecado, del hogar del diablo. Es una marcha hacia la tierra que Cristo nos dará; y requiere muchas batallas y conflictos, de modo que necesitamos tomar las armas de la fe y desechar todo lo que nuestra naturaleza tanto ama.

Pero, después de todo, ¿qué es lo que se rechaza? Nada sino sombras y vanidades; nada sino humillación, tristeza y miseria; nada sino la carga de una preocupación roedora, de esa carrera interminable tras el vacío y el temor del balance futuro.

Pero lo que se gana en Cristo es la perfección de toda excelencia. Jesús nos recibe en las cámaras íntimas de su amor y nos abre su corazón. Todo pecador que a él va, oye una voz que le dice: Te entregas a mí porque yo me entregué primero a ti. No temas, Yo soy «tu recompensa sobremanera grande».

Más grande que un favor

¡Oh, alma mía! ¿Es tuyo este tesoro de plenitud? La escoria se transforma en oro, las nubes en cielo brillante, el suspiro en canto, la tierra en la antesala del cielo. Fíjate en la inmensa certeza que otorga ese «Yo soy tu recompensa sobremanera grande».

Hubiese sido un favor maravilloso si la promesa fuese: «Te daré una recompensa». Pero «Yo soy tu recompensa» es algo mucho más grande que un favor. La perspectiva de una gloria futura hubiese sido un aliciente agradable, pero el conceder este don como privilegio presente es una merced sobre todas las mercedes.

«Yo soy tu recompensa». Si Dios le hubiese prometido que no perdería nada en su servicio, ya hubiese sido algo maravilloso; pero lo que le dice es: «Yo soy tu recompensa sobremanera grande». Así, pues, ésta es nuestra gran seguridad. Cristo mismo es la recompensa, la sobremanera grande recompensa que llena todo corazón creyente. Todo lo que él es y tiene, nos pertenece. Nuestro es su amor, que no tiene principio; nuestro por su gracia sin límites; nuestro por su promesa inmutable; nuestro por su don irrevocable. Sí, es nuestro porque él se deleita en bendecirnos, y se regocija en nuestro gozo.

Gustosamente hablaría de la recompensa que Cristo da al entregarse a sí mismo. Pero las lenguas de hombres y ángeles fracasan en este intento. Cristo es Dios. Su divinidad es un tesoro y por ello dice a su pueblo: «Abrid las manos, mi deidad es vuestra». Puesto que es Dios, su poder es ilimitado, y lo usa para bien de los suyos, para protegerlos de la furia del mundo y del infierno. Su poder es una gran barrera que los separa cada día de la destrucción. Vence a Satanás haciéndole retroceder. Persuade al pobre atrayéndole más cerca.

La sabiduría de Cristo es inescrutable. No obstante, toda ella es para su pueblo. Todo lo planea y dispone para que, tanto la ruina de un imperio como la caída de un ave, sea para bien de ellos. Su Espíritu les pertenece, y ha sido enviado para despertar, para revelar la salvación, para animar, santificar y conducir a los pastos de verdad y santidad.

Lo suyo viene a ser nuestro

Cristo es Dios-hombre. Como tal murió, sufrió grandes agonías y sobrellevó la maldición, introduciendo así la justicia y adquiriendo un corazón afín al nuestro para comprendernos. Pues bien, todo es nuestro. Su muerte es nuestra para que nunca muramos. Sus agonías son nuestras para expiar nuestro pecado. Su maldición nos pertenece para redimirnos. Nos ha dado su sangre para hacernos más blancos que la nieve pura. Su justicia es nuestra para adornarnos con la hermosura que nos hará dignos de la mirada admirativa del Padre. Tenemos su compasión para que sienta nuestras debilidades y se compadezca, como un hermano, de nuestros dolores.

También su vida presente es nuestra, para que vivamos. Su intercesión nos pertenece, y de aquí brota un río de bendiciones. Su defensa es nuestra, y por eso el perdón no cesa. El rostro de Dios se ilumina con una sonrisa.

Un poco más, y Jesús volverá otra vez. Su regreso nos es dado para recibirnos con cuerpos glorificados. Tenemos el cielo como hogar, y su trono para reinar. Sus ángeles son nuestros ministros guardianes. Su Providencia se mueve para nuestro bien. Sus ministros nos llaman, alimentan y edifican. En sus Escrituras vemos, como en un espejo, su obra y aprendemos sus caminos. Vivimos, pues, para recibir de él la gracia. Morimos para alcanzar la gloria; y resucitamos para ver toda la perfección del Señor y gozarnos en su presencia.

Procura, lector, ampliar estos pocos indicios, pues tienden a mostrar la maravilla de ese «galardón sobremanera grande» en Cristo. ¿Desearías participar de ese estado feliz? Ven, entonces, ríndelo todo ante Cristo. Hazlo tuyo por fe. Alza las puertas de tu corazón y el Rey de gloria entrará. Permanece en él, y él permanecerá en ti. Dale tu confianza y él te dará esta incalculable recompensa.

Cristo, el galardón

¿Será que sus bendiciones no son tan ricas ahora como lo eran antes? ¿Acaso sus recompensas han perdido algo de su infinita grandeza? Imposible.

Ejerce la fe de Abraham, y oirás y hallarás, como él oyó y halló: «Yo soy tu galardón sobremanera grande». Como el agradecido Jacob testificarás diciendo: «Dios me ha hecho merced, y todo lo que hay aquí es mío». Como Moisés experimentarás que el vituperio de Cristo es mayor que los tesoros de los reinos. Entonces pulsarás la cuerda del arpa de David cantando: «Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa». Tu corazón rebosante de gozo testificará que apenas te había dicho la mitad.

Pero no necesitamos ir a las primeras fuentes de la fe para mostrar que Cristo es este «galardón sobremanera grande». Es, simplemente, la experiencia de todos sus siervos. Hay hogares donde, a pesar de la penuria, el piadoso padre sonríe consolado y entona el canto celestial sobre su sencilla provisión.

Muchos son los oprimidos y ofendidos en cuya boca no se halla ni un reproche ni una queja sino una mansa expresión de alabanza. Hay muchos que se consumen de dolor y, sin embargo, sus gemidos son verdaderas melodías de gratitud. Hay muchos lechos de moribundos donde la muerte queda abolida y la paz triunfa. Solo la fe puede explicar todo esto, porque conoce a Aquel que con su presencia, hace ligera toda carga y transforma la tristeza en gozo. Sí, es el Señor que está allí por la fe. Él es el «galardón sobremanera grande».

La fe, con sus alas, atraviesa los cielos y llega a entrar en el mismo hogar de los redimidos, contemplando una escena maravillosa: Multitudes inmensas con vestiduras blancas, con coronas de justicia, con palmas de victoria e himnos de interminable alabanza, siguen al Cordero a dondequiera que éste vaya.

Ésta es la recompensa que Cristo da. Él lo compró todo, lo preparó todo, y nos lo dio todo. Luego nos preparó a todos para gozarla.

¿No es Jesús, pues, el «galardón sobremanera grande»? ¿Se puede, ahora, escoger el mundo y dejarle a Él? Mira, lee, piensa de nuevo. ¡Oh, Espíritu Santo, no permitas que nadie deje estas páginas hasta que, por tu poder, Cristo quede establecido en el corazón como el «galardón sobremanera grande»!

De El Evangelio en Génesis.