Inclinada de niña a la piedad, al llegar a la juventud Madame Guyon se transformó en una ‘mariposa’ de sociedad, en la vana y libertina París de la época de Luis XIV, que pensaba poco en Dios y en el mundo venidero. Sin embargo, su vanidad y orgullo fueron completamente aplastados, y ella se tornó entonces en un “instrumento para honra, santificado, útil al Señor”.

Jeanne Marie Bouvier de la Mothe nació en Montargis, Francia, unos 40 Km. al norte de París, el 18 de abril de 1648, un siglo después de iniciarse la Reforma. Sus padres pertenecían a la aristocracia francesa; eran muy respetados, y tenían inclinaciones religiosas como las de todos sus ancestros. Su padre ostentaba el título de Seigneur, o Señor, de la Mothe Vergonville.

Niñez y juventud

Durante la primera infancia, Jeanne fue víctima de una enfermedad que hizo a sus padres temer por su vida. Mas ella se recuperó, y a los dos años y medio de edad fue colocada en el Seminario de las Ursulinas, en su propia ciudad, a fin de ser educada por las monjas. Después de algún tiempo, regresó al hogar, mas su madre descuidaba su educación, dejándola casi siempre al cuidado de las criadas. Gran parte de su infancia, la niña estuvo yendo y viniendo entre su casa y el convento, y pasando de una escuela a otra. Cambió su lugar de residencia nueve veces en diez años.

En 1651, la Duquesa de Mont-bason llegó a Montargis, a fin de residir con las monjas benedictinas establecidas allí, y pidió al padre de Jeanne que permitiese que ésta, de cuatro años de edad, le hiciese compañía. Durante su estadía allí, la niña vino a comprender su necesidad de un Salvador por medio de un sueño que tuvo respecto de la miseria futura de los pecadores impenitentes; y entregó entonces definitivamente su vida y su corazón a Dios.

A los diez años de edad, Jeanne fue colocada en un convento para proseguir su educación. Cierto día encontró una Biblia, y como le gustaba mucho leer, ella se absorbió en su lectura. “Pasaba días enteros leyendo la Biblia”, cuenta, “sin prestar atención a ningún otro libro o a nada más, desde la mañana a la noche. Y como tenía buena memoria, memoricé completas las secciones históricas”. Este estudio de las Escrituras, sin duda, puso los fundamentos de su maravillosa vida de devoción y piedad. Por este tiempo se hizo sentir sobre su vida la importante influencia de una de sus hermanastras, quien suplió en parte la falta de preocupación de su madre.

Jeanne creció, y sus rasgos comenzaron a mostrar aquella belleza que más tarde la distinguió. La madre, contenta con su apariencia, se esmeraba en vestirla bien. El mundo la conquistó, y Cristo quedó casi olvidado. Tales cambios ocurrieron con frecuencia en sus primeras experiencias. Un día tenía buenos pensamientos y resoluciones, y al día siguiente todo quedaba atrás, y la vanidad y la mundanalidad llenaban su vida.

Un joven piadoso, un primo llamado De Tossi, yendo como misionero a Cochinchina, al pasar por Montargis, visitó a la familia. Su visita fue breve, pero impresionó profundamente a Jeanne, aunque entonces no estaba en casa ni vio a su primo. Cuando le contaron sobre su consagración y santidad, el corazón de ella se afligió tanto, que lloró el resto del día y la noche. Quedó conmovida con la idea de la diferencia entre su propia vida mundana y la vida piadosa de su primo. Toda su alma despertó entonces para tomar conciencia de su verdadera condición espiritual. Intentó renunciar a su mundanalidad, procuró adoptar una disposición mental religiosa y obtener perdón de todos a quienes pudiese haber perjudicado de cualquier forma. Visitó a los pobres, les llevó alimento y ropa, les enseñó el catecismo, y pasaba mucho tiempo leyendo y orando. Leyó libros devocionales como “La vida de Madame de Chantal” y las obras de Tomás de Kempis y Francisco de Sales. Procuraba imitar la piedad de ellos; sin embargo, todavía no hallaba la paz y el descanso del alma por medio de la fe en Cristo.

Tras un año de búsqueda sincera de Dios, se apasionó profundamente por un joven, un pariente próximo, aunque tenía apenas catorce años. Su mente estaba tan ocupada pensando en él que descuidó sus oraciones y comenzó a buscar en el amor terrenal el disfrute que buscara antes en Dios. A pesar de mantener aún una apariencia de piedad, en lo íntimo ésta le era indiferente. Comenzó a leer novelas románticas, y a pasar mucho tiempo delante del espejo, así que se volvió excesivamente vana. El mundo la tenía mucho en cuenta, pero su corazón no era recto delante de Dios.

En el año 1663, la familia La Mothe se trasladó a París, un paso que no les benefició espiritualmente. París era una ciudad alegre, sedienta de placeres, especialmente durante el reinado de Luis XIV, y la vanidad de Mademoiselle La Mothe creció insoportablemente. Tanto ella como sus padres se tornaron extremadamente mundanos, bajo la influencia de la sociedad a la que habían ingresado. El mundo le parecía ahora el único objeto digno de ser conquistado y poseído. Su belleza, dotes intelectuales y conversación brillante hicieron de ella una favorita en la sociedad. Su futuro marido, M. Jacques Guyon, hombre de gran riqueza, y muchos otros, pedirían su mano en casamiento.

El orgullo es tocado

Aunque no se sentía muy atraída a Monsieur Guyon, su padre acordó el casamiento, y ella accedió a su deseo. La boda tuvo lugar en 1664. Jeanne tenía casi 16 años, mientras su marido tenía ya 38. Luego descubrió que la casa a la cual fue llevada se volvería para ella una “casa de luto”. La suegra, mujer poco refinada, la gobernaba con mano de hierro, y aun la hostilizaba. El marido tenía buenas cualidades y la apreciaba mucho, pero diversas enfermedades físicas y sufrimientos a que estaba sujeto, además de la gran diferencia de edad entre él y su joven esposa, y el genio de la suegra, hicieron difícil su vida de recién casada. Su gran inteligencia y sensibilidad agudizaron aún más sus sufrimientos. Sus esperanzas terrenales fueron destruidas.

Más tarde, sin embargo, ella reconoció que todo había sido dispuesto misericordiosamente a fin de llamarla de aquella vida de orgullo y superficialidad. Dios permitiría que ella atravesase el fuego del horno de la aflicción, para que las impurezas fuesen removidas, y ella pudiese presentarse como un vaso de oro puro. “Era tal la fuerza de mi orgullo natural”, cuenta ella, “que nada aparte de una dispensación de sufrimiento podría haber quebrantado mi espíritu y hacerme volver a Dios”.

A pesar de haber comido el pan de la tristeza y mezclado con lágrimas su bebida, todo eso hizo que su alma se dirigiese a Dios y ella empezó a buscarlo, pidiendo su consuelo en sus tribulaciones. Poco después de un año de casada, tuvo un hijo, y sintió la necesidad de aproximarse a Dios, tanto por causa de él como por la suya propia.

Una calamidad tras otra sobrevinieron a Madame Guyon. Poco después de nacer su hijo, el marido perdió gran parte de su enorme fortuna, y esto amargó mucho a su avarienta suegra, quien solía responsabilizarla de todas sus desgracias. En el segundo año de matrimonio cayó enferma, y parecía a las puertas de la muerte; sin embargo, su enfermedad fue un medio de hacerla pensar más en las cosas espirituales. Su querida hermanastra murió, y después su madre. Con amargura aprendió que sólo podía encontrar descanso en Dios, y ahora lo buscó con sinceridad, y lo encontró, y nunca más se apartó de él.

A través de las obras de Kempis, de Sales, y la vida de Mme. Chantal, y de conversaciones con una piadosa dama inglesa, Madame Guyon aprendería mucho con respecto a las cosas espirituales. Después de una ausencia de cuatro años, su primo regresó de Cochinchina y su visita la ayudó espiritualmente.

El gozo de la salvación

Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este franciscano el primero que la llevó a ver claramente la necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras externas, como lo había estado haciendo hasta entonces. Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de deberes y observancias ceremoniales como supusiera. “En aquel momento me sentí profundamente herida por el amor de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de conocimiento… Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino como algo realmente poseído de la manera más dulce posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‘Tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman’; pues percibí en mi alma una unción que, como un bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.”

Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio de 1668. Después de esta experiencia, dijo: “Nada era más fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente, en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi amor no me daba descanso.”

Algún tiempo después, ella podía decir: “Amo a Dios mucho más de lo que el amante más apasionado entre los hombres ama al objeto de su afecto terrenal”. “Este amor de Dios”, dice, “ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza, que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más me parecía digno de atención”. Agregó después: “Me despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y placeres tan considerados y estimados por el mundo, me parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado”.

Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado. Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: “Mi deseo de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me levantaba a las cuatro de la mañana para orar”. La oración era el mayor deleite de su vida.

Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía condenada por su vida, y procuraba perseguirla y ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las consideraba como siendo permitidas por el Señor para mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija, nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella, aunque estaba destinada a dejarla en breve.

El camino de la consagración

Durante cerca de dos años, las experiencias religiosas de Madame Guyon continuaron profundizándose, pero luego se vio una vez más atraída hasta cierto punto por el mundo. En una visita a París, descuidó sus oraciones y se enredó con la sociedad mundana que había frecuentado antes. Al comprender esto, se apresuró a volver a casa, y su angustia por lo sucedido, al enfrentar su debilidad, era “como un fuego consumidor”. Durante un viaje por muchos lugares de Francia con su marido, en 1670, también tuvo muchas tentaciones para volver a la antigua vida de placer mundano. Su tristeza fue tan grande que incluso sentía que se alegraría si el Señor por su providencia la llevase de este mundo de tentación y pecado. Sus principales tentaciones eran las ropas y las conversaciones mundanas. Mas la reprobación de su conciencia era como un fuego quemando en su interior, y se sentía llena de amargura al reconocer su debilidad. Durante tres meses perdió su anterior comunión con Dios. Como resultado, su alma se volvió a una interrogante acerca de la vida santa. Deseaba que alguien le enseñase cómo vivir con mayor espiritualidad, cómo andar más cerca de Dios, y cómo ser “más que vencedora” en relación al mundo, a la carne y al diablo. Aunque esa era la época de Nicole y Arnaud, de Pascal y Racine, cristianos de percepción espiritual eran escasos entonces en Francia.

Cierto día en que atravesaba uno de los puentes sobre el río Sena, en París, acompañada por un criado, un hombre pobre con hábito religioso apareció de pronto a su lado y empezó a hablarle. “Ese hombre”, dice ella, “me habló de manera maravillosa sobre Dios y las cosas divinas”. Él parecía saber todo sobre la vida de ella, sus virtudes, sus faltas. “Él me dio a entender”, cuenta ella, “que Dios requiere no sólo un corazón del cual se pueda decir que fue perdonado, sino aquel que pueda ser designado propiamente como santo, que no era suficiente con evitar el infierno, sino que él también requería de mí la pureza más profunda y la perfección más absoluta”.

Al sentir su debilidad y necesidad de una experiencia espiritual más profunda, y habiendo recibido un mensaje tan directo de la providencia de Dios, Madame Guyon resolvió en aquel día entregarse de nuevo al Señor. Habiendo aprendido por experiencia que no era posible servir a Dios y al mundo al mismo tiempo, decidió: “A partir de este día, de esta hora, si es posible, perteneceré enteramente al Señor. El mundo no tendrá nada de mí”. Dos años más tarde, preparó y suscribió su histórico Tratado de la Consagración; mas la verdadera consagración parece haber sido completada aquel día.

Golpes purificadores

Ella se rindió sin reservas a la voluntad del Señor, y casi inmediatamente su consagración fue probada por una serie de golpes demoledores que servirían para purificar las impurezas de su naturaleza. Sus ídolos fueron destruidos uno tras otro, hasta que todas sus esperanzas, alegrías y ambiciones se concentraron en el Señor, y él comenzó entonces a usarla poderosamente en la edificación de su reino.

Su belleza, la mayor causa de su orgullo y conformidad con el mundo, fue el primer ídolo en ser derribado. El 4 de octubre de 1670, cuando tenía poco más de 22 años, el golpe cayó sobre ella como un relámpago del cielo. Jeanne cayó víctima de la viruela, en su forma más violenta, y su belleza desapareció casi por completo.

“Pero la devastación exterior fue equilibrada por la paz interior”, dice ella. “Mi alma se mantuvo en un estado de contentamiento mayor del que puede ser expresado.” Todos juzgaban que quedaría inconsolable. Mas lo que dijo fue: “Cuando estaba en cama, sufriendo la privación total de lo que había sido una trampa para mi orgullo, experimenté un gozo indescriptible. Alabé a Dios en profundo silencio”. También afirmó: “Cuando me recuperé lo suficiente para sentarme en la cama, pedí que me trajesen un espejo, y satisfice mi curiosidad mirándome en él. Ya no era más lo que había sido. Vi entonces que mi Padre celestial no había sido infiel en su obra, sino había ordenado el sacrificio en toda su plenitud”.

El ídolo siguiente, entre los que más amaba, fue su hijo menor, a quien era muy allegada. “Este golpe”, dice, “hirió mi corazón. Me sentí derrotada. Sin embargo, Dios me fortaleció en mi debilidad. Yo amaba tiernamente a mi hijo; mas, aunque estuviese perturbada con su muerte, vi la mano del Señor tan claramente que no pude llorar. Lo ofrecí a Dios, y exclamé con las palabras de Job: “El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito”.

En 1672, su muy amado padre murió, y ese mismo año falleció también su hijita de tres años. Siguió luego la muerte de Genevieve Grainger, su amiga y consejera, y no tuvo ya ningún apoyo carnal a quien apegarse en sus pruebas y dificultades espirituales. En 1676, su marido, que se reconciliara con ella, fue de la misma manera alejado por la muerte. Como Job, ella perdió todo lo que más amaba en el mundo; mas comprobaba que el Señor permitía esas cosas para quebrantar su voluntad y su orgulloso corazón. Percibió nítidamente la mano del Señor en todas esas circunstancias, y exclamó: “¡Oh admirable conducta de mi Dios! No puede haber guía, ni apoyo, para quien tú llevas a las regiones de las tinieblas y de la muerte. No puede haber consejero, ni sustento para el hombre a quien tú has señalado para completa destrucción de su vida natural”. Por “destrucción de la vida natural”, ella quería significar el aniquilamiento de la carnalidad y del egoísmo.

Experiencias más profundas

A pesar de haber sido grandes las tribulaciones mencionadas, Madame Guyon había de pasar aún por una de sus pruebas mayores y más prolongadas. En 1674 entró en lo que más tarde llamó el “estado de privación o desolación”, que duró siete años. Durante todo ese período permaneció sin alegría espiritual, paz, o emociones de cualquier tipo, y tuvo que andar sólo por fe. Aunque continuó con sus devociones y obras de caridad, no sentía el placer y la satisfacción que sintiera antes. Parecía como si Dios no estuviese con ella, y cometió el error de imaginar que realmente eso había ocurrido. Había de aprender ahora a andar por la fe en lugar de hacerlo por sus sentimientos.

Nos sentimos llenos de alegría y paz verdadera cuando creemos (Rom. 15:13). Pero cuando contemplamos nuestros sentimientos y apartamos nuestros ojos del Señor, toda esa alegría y paz nos abandona. Madame Guyon parece haber cometido ese gran error, y durante siete años se mantuvo a la espera de sentimientos y emociones antes de aprender a vivir por sobre ellos y por la simple fe en Dios. Descubrió entonces que la vida de fe es mucho más elevada, santa y dichosa que aquella dominada por los sentimientos y emociones. Había estado pensando más en éstas que en el Señor, más en el don que en el Dador; pero finalmente su vida se alzó victoriosa por sobre las circunstancias y los sentimientos.

Casi siete años después de haber perdido su alegría y emoción, comenzó a tener correspondencia con el padre La Combe, a quien ella guiara a la salvación por la fe años antes. Él fue ahora el instrumento para llevarla hasta la luz límpida y a los rayos del sol de la experiencia cristiana, mostrándole que Dios no la había olvidado como imaginaba, sino que él estaba crucificando el “yo” en la vida de ella. La luz comenzó a surgir en su interior, y la oscuridad gradualmente se fue.

Ella marcó el día 22 de julio de 1680 como el día en que el padre La Combe debería orar especialmente a su favor, en caso de que su carta llegase a tiempo a sus manos. Aunque la distancia era grande, la carta llegó providencialmente a tiempo, y tanto él como Madame Guyon pasaron aquel día en ayuno y oración. Fue un día que quedó grabado en su memoria. Dios oyó y respondió sus oraciones. Las nubes oscuras se desvanecieron de su alma, y torrentes de gloria tomaron su lugar. El Espíritu Santo le abrió los ojos, a fin de reconocer que sus aflicciones eran en verdad las misericordias de Dios ocultas. Eran como túneles tenebrosos que sirven de atajo, a través de montañas de dificultades, hacia los valles de bendiciones que surgieron más adelante. Eran los carros de Dios que la llevaban a lo alto, en dirección al cielo. El vaso había sido purificado y adecuado para su habitación, y el Espíritu de Dios, el Consolador celestial, venía ahora a morar en su corazón. Toda su alma se llenó entonces de su gloria, y todas las cosas parecían plenas de alegría.

En sus “Torrentes espirituales”, describiendo la experiencia que había disfrutado, ella anota: “Sentía una paz profunda que parecía invadir mi alma entera, resultante del hecho de que todos mis deseos eran satisfechos en Dios. Nada temía; esto es, al analizar sus últimos resultados y relaciones, porque mi fe muy sólida ponía a Dios al frente de todas las perplejidades y sucesos.”

En otro punto dice: “Una característica de este grado más elevado de experiencia era una sensación de pureza interior. Mi mente se sentía tan unida a Dios, tan ligada a la naturaleza divina, que nada parecía tener poder para mancillarla y disminuir su pureza. Experimentaba la verdad de la declaración bíblica: Todas las cosas son puras para los puros”. Y, de nuevo, afirma: “A partir de aquella época, percibí que gozaba de libertad. Mi mente pasó a experimentar notable facilidad para hacer y sufrir todo lo que se presentase a la orden de la providencia de Dios. La orden de Dios se volvió su ley”.

Fructificación y plenitud

La vida de Madame Guyon pasó a caracterizarse entonces por gran sencillez y poder. Después de haber encontrado el camino de la salvación por la fe, ella fue el canal que condujo a muchas personas en Francia a la experiencia de la conversión o regeneración. Y ahora, desde que había pasado por una experiencia personal más profunda, rica y plena, comenzó a llevar a muchos otros a la experiencia de la santificación por la fe, o a una experiencia de “victoria sobre la vida del ‘yo’, o muerte del ego”, como acostumbraba llamarla.

Su alma ardía con la unción y el poder del Espíritu Santo, y donde iba era asediada por multitudes de almas hambrientas, sedientas, que venían a ella a fin de obtener el alimento espiritual que sus pastores no podían darles. Reavivamientos de la fe se iniciaban en casi todo lugar que visitaba, y en toda Francia cristianos sinceros comenzaban a buscar la experiencia más profunda que ella enseñaba.

El padre La Combe comenzó a difundir la doctrina con gran unción y poder. Luego, el gran Fénelon fue llevado a una experiencia más completa mediante las oraciones de Mme. Guyon, y él también comenzó a respaldar sus enseñanzas a través de Francia. Así, ellas penetraron en los círculos religiosos poderosos en la corte –entre los Beauvilliers, los Chevreuses, los Montemarts –quienes estaban bajo su dirección espiritual.

Fueron tantas las personas que pasaron a renunciar a su mundanalidad y pecaminosidad, y a consagrarse enteramente a Dios, que los sacerdotes y maestros mundanos comenzaron a sentirse condenados, y se dispusieron a perseguir a Madame Guyon y al padre La Combe, Fénelon y todos los demás que seguían la doctrina del “amor puro” o “muerte completa para la vida del yo”.

El padre La Combe fue arrojado a prisión y tan cruelmente torturado que su razón fue afectada. El corrupto y disoluto rey Luis XIV finalmente arrestó a Madame Guyon en el convento de Santa María. Mas ella había aprendido a sufrir, y soportó con paciencia las persecuciones, creciendo cada vez más espiritualmente. Sus horas en prisión las empleaba en la oración, en la adoración, y escribiendo, aunque estuviese enferma por la falta de aire y otras inconveniencias en su pequeña celda.

Después de ocho meses, sus amigos consiguieron libertarla. Los enemigos habían intentado envenenarla cuando se hallaba en prisión, y ella sufrió por siete años los efectos del veneno. Sin embargo, sus obras eran ya vendidas y leídas en Francia y en muchas otras partes de Europa. A través de ellas, multitudes fueron llevadas a Cristo y a una experiencia espiritual más profunda.

En 1695 fue nuevamente encarcelada por orden del rey, siendo ahora llevada al castillo de Vincennes. Al año siguiente, fue transferida a una prisión en Vaugiard. En 1698 la llevaron a una mazmorra en la Bastilla, la histórica y odiada prisión de París. Allí permaneció siete años, mas era tan grande su fe en Dios, que la celda le parecía un palacio. Después fue desterrada a un pueblo de la diócesis de Blois, donde pasó unos quince años en silencio y aislamiento con su hijo. Así pasó el resto de su vida al servicio del Maestro, muriendo en perfecta paz, y sin siquiera una sombra en cuanto a la plenitud de sus esperanzas y alegría, en el año 1717, a los 69 años de edad.

Madame Guyon dejó cerca de sesenta volúmenes escritos por ella. Muchos de sus más bellos poemas y algunos de sus libros más valiosos fueron escritos durante sus años de prisión. Algunos himnos son muy conocidos, y sus escritos fueron una poderosa influencia para el bien en este mundo de pecado y sufrimiento. Su experiencia cristiana tal vez sea mejor descrita en las siguientes palabras salidas de su pluma:

“Nada me queda, ni lugar ni tiempo;
mi país es cualquiera;
me siento tranquila y libre de cuidados,
en cualquier lugar, pues allí Dios está”.

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Seleccionado de “Deeper Experiences of Famous Christians”.