¡Cuán dulce y reparador es el sueño de quien tiene todas sus fuerzas y esperanzas en Dios!

Aquel día el Señor Jesús fue a la casa de Pedro, en Capernaúm. Allí se encontró con la suegra de Pedro enferma de fiebre, y la sanó. Luego, al llegar la noche le trajeron muchos endemoniados, y con la palabra echó fuera a los demonios y sanó a los enfermos.

La multitud se agolpaba. Como ya era tarde, el Señor decidió retirarse al otro lado del mar. Despidió la multitud y subió a la barca.  Sus discípulos le siguieron.

Ahora, el Señor está cansado. Ha sido un día agotador ¡Tantos vinieron a Él en busca de socorro! La muerte, en sus más variadas formas, se abalanzó sobre Él, y mucho de su vida y de su poder salió de Él para contrarrestarla y vencerla. ¡La muerte fue una y otra vez, sistemáticamente, repelida!

El Señor está cansado, y se recuesta sobre un cabezal. Muy pronto, casi en seguida, se queda dormido. El Señor sabe que al otro lado del mar le espera una dura batalla. Allí hay dos hombres endemoniados que nadie ha podido sujetar. Son verdaderos energúmenos, que viven en los sepulcros y aterrorizan la región.

Sin embargo, el Señor duerme sobre un cabezal.

La navegación transcurre plácida, hasta que, de pronto, se levanta una furiosa tempestad de viento que embravece el mar, de tal manera, que las olas caen sobre la barca y amenazan con hundirla. Es el enemigo que da coletazos anticipados por su siguiente gran derrota. Son los estertores agónicos de quien ya se sabe vencido.

Y el Hijo del Hombre, que estuvo recién echando demonios en Capernaúm, que se dirige ahora a Gadara para echar otros cientos más, el mismo que ahora está siendo amenazado de muerte por una descomunal fuerza enemiga, duerme. ¡Duerme sobre un cabezal!

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Se cuenta la historia de un rey que quiso que le pintaran un cuadro que reflejara de la mejor manera posible lo que es la paz.

Todos los pintores de su reino se presentaron con sus obras, pero ninguna de ellas convencía al rey. Hasta que, de pronto, vio una que le agradó. En ella se había pintado un pajarillo, que, echado sobre su nido, se asomaba plácidamente por la grieta de un alto peñasco, en un día de lluvia y viento. El viento rugía afuera, pero la avecilla tenía un seguro refugio, y podía estar en paz.

Este rey escogió, sin duda, una feliz representación de lo que es la paz. Sin embargo, esa representación no es perfecta.

Difícilmente un pajarillo va a poder reflejar plenamente lo que es la paz en medio de las tormentas de la vida. Falto de inteligencia y de los temores que ésta conlleva, para él tal paz, era, simplemente, la satisfacción del instinto de supervivencia.

Hay otra figura inmensamente mejor que esa. Es la figura del Señor Jesús durmiendo esa noche de tempestad sobre el cabezal de la barca. ¿Hay representación mejor de lo que es la verdadera paz?

No es la ingenua quietud de una avecilla inconsciente de los peligros que se ciernen sobre ella, sino la de quien, viéndolos, y sopesándolos en su real dimensión, se sabe amado y guardado por su Padre amoroso.

El peligro le rodeaba allí en torno a la barca, y también le esperaba al otro lado de ese mar embravecido. Pero Él podía descansar de su agotamiento físico y también del agobio de su alma. Podía reclinarse con la levedad de una criatura (como si Él no hubiese sido Dios) en el regazo de su amado Padre.

¡Cuánta angustia le esperaba cada día, a la vuelta de cada esquina! Si no era el dolor físico, era el desprecio vociferado por labios inmundos o apuntado por dedos pecadores. Pero Él tenía su propio remanso de paz en todo tiempo y circunstancia.

Por eso, Él ahora duerme sobre el cabezal.

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Muchos de nosotros, en su lugar, al saber lo que nos esperaba en el mar, y más allá de él, no hubiéramos subido a la barca, o si lo hubiésemos hecho, habríamos puesto sobre aviso a los discípulos y tomado todas las precauciones para enfrentar la emergencia.

Sin embargo, Él descansó en su amoroso Padre, y en los cuidados que día tras día le brindaba. Descansó en sus altos designios, aunque muchos de ellos solían herir su alma. Pero nunca rehusó la angustia, ni el verse expuesto en la incomodidad de la prueba.

¡Cuán diferente es en nosotros! A la vista del peligro o del sufrimiento, nos replegamos cual caracoles en su caparazón, o bien buscamos denodadamente el atajo que nos permita rehuirlo a tiempo.

El temor envuelve el corazón de muchos cristianos, como si no hubiera ofrecido Dios para ellos su mano poderosa en el día de la angustia. Como si Él no se nos hubiera ofrecido como “escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión, o como sombra de gran peñasco en tierra calurosa.” (Isaías 33:2).

Cuando leemos acerca de los mártires y sus penosos sufrimientos, de la pérdida de sus seres queridos, y del despojo de sus bienes, pensamos que ellos sufrieron con la débil impotencia que padecemos nosotros mientras leemos sobre ellos, y no con el arrojo y con la fuerza de quienes ofrecían sus vidas en el colmo del gozo, en la plenitud de una fe victoriosa, en la llenura del Espíritu Santo. Potencia tal era aquella que hacía menguar el calor de las llamas y aligerar la herida producida por el hierro candente.

Ellos padecieron y murieron, no con el temor y la cobardía de la carne y de la sangre, sino con el supremo denuedo del Espíritu.

Por eso, su mirada no se turbó, ni su semblante decayó. Por eso, su mano pudo alzarse, serena, ante la amenaza inminente, para glorificar al Dios que les miraba desde los cielos.

¡No hubo debilidad en ellos, porque no hay debilidad en Dios! Pasado el fugaz tormento, se abrió para ellos una amplia y generosa entrada hacia el trono de Aquél a quien contempló Esteban el glorioso día de su partida. Sus ojos, cerrados ya a este mundo hostil, se abrieron de inmediato a una dimensión más bella que ésta.

Ellos no murieron. Ellos simplemente franquearon una puerta para acceder al ámbito de lo verdadero y eterno.

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La promesa del Señor es fiel, y Él no es hombre para que mienta: “No te desampararé ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre.” (Hebreos 13:5-6).

Cuántos de nosotros navegamos reposadamente sobre aguas muy quietas; para nosotros el mar no se embravece ni los vientos se levantan con ímpetu. Muchos de nosotros somos diestros para evitar la cruz y rehuir el dolor. Sin embargo, al hacer así, ignoramos cuáles son los abundantes recursos de Dios para el día de la angustia; no experimentamos la paz que se disfruta cuando se está recostado sobre Su seno, o durmiendo sobre el cabezal, aunque afuera azote el vendaval.

Muchos de nosotros nos espantamos pensando que pudiera venir sobre nosotros un día infausto, en que tal o cual desgracia acaeciera, como alguna vez supimos que sucedió a algún piadoso creyente. Entonces, escondemos la cabeza, y somos capaces de renegar aun de nuestra fe. ¡Necedad!

Cuando hacemos así, olvidamos que cada sufrimiento no hace más que robustecer la fe, asentar el corazón en la gracia, y comprobar las inagotables misericordias de nuestro bendito Dios.

¡Cuántos de nosotros, si hubiésemos sido alertados anticipadamente de algún gran dolor que nos sobrevendría, hubiéramos juzgado imposible soportarlo! Sin embargo, venido sorpresivamente el gran dolor, al ser socorridos por el amor del Señor, lo hemos soportado admirablemente, de una manera como nunca pudimos haberlo imaginado.

Un siervo de Dios dijo: “A veces se me ha preguntado si yo tengo suficiente gracia para ir hasta la hoguera y morir como un mártir.

No, no la tengo. ¿para qué preciso yo tener la gracia de un mártir? No me agrada el sufrimiento; pero si Dios dispusiera que yo tuviese que morir como mártir, sé que él me daría la gracia necesaria. Si tengo que pasar por alguna gran aflicción, sé que Dios me ha de dar la gracia que me haga falta en el momento oportuno.”

¡Para cada dolor hay una porción de gracia en Dios! ¡Para cada lágrima nuestra hay un pañuelo divino que la enjuga, y una gota de bálsamo que sana nuestro corazón!

La pérdida de los bienes, o tal vez la prematura partida de un amado hijo, o la infeliz amputación de un miembro de nuestro cuerpo, no hacen más que mostrar de mil sorprendentes maneras el amor y el consuelo del Señor. Ahí se comprueba que es mejor llorar delante del Señor y recibir su consuelo, que reír delante de los hombres y recibir su vano aplauso.

Quien no ha experimentado el supremo temblor que remece hasta los cimientos su vana estabilidad, no podrá tampoco experimentar lo firme y amorosa que es la mano del Señor para detener el fatídico movimiento y reparar el daño.

Al comprobarlo, ¡entonces sí besamos con unción la Mano que nos sostuvo! ¡Entonces nos postramos ante el Dios bendito que frena las iras del Averno y hace soplar su brisa reparadora sobre nuestra agitada alma!

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El sueño del Señor sobre el cabezal es el sueño de la fe y de la confianza perfectas. Aunque Él dormía, el Padre velaba sobre el Hijo de su amor, quien fue obediente hasta lo sumo. No era el sueño irresponsable que deja su vida al azar, o abandona a los suyos a la fuerza de las olas enemigas. Era la paz que descansaba en la Mano poderosa que le sustentaba y en el poder escondido, momentáneamente silenciado, que emergería, oportuno, para conjurar el peligro.

El Señor Jesús durmiendo sobre el cabezal es el creyente que duerme sobre un corazón vigilante.

Jesús durmiendo sobre el cabezal es el modelo perfecto de paz perfecta para el alma creyente. Viéndolo a Él dormir así, puedo descansar confiado. No importa lo que mañana me espere, Lo que esté allí, que esté cuanto quiera, y hasta cuando quiera. Dios vela mi sueño, y guarda mi salida y mi entrada. Porque nadie está tan seguro como aquel a quien Dios guarda, y nadie está tan expuesto como aquel que se guarda a sí mismo.

No miraré el mañana como temiendo los males que me pueda deparar, sino creyendo que todo lo que me depare vendrá de mi Padre amoroso, sustento de mi alma y cobijo seguro.

El mañana no es el día para padecer una fría prueba en manos de un severo Dios. No. Mañana será la ocasión para que Dios añada un poco más a mi fe, un poco más de gloria a este agrietado vaso, al amparo de su dulce amor.

¡Cuán dulce y reparador es el sueño de quien tiene todas sus fuerzas y esperanzas en Dios! Nada teme, porque sabe que Dios le guarda; y si Él, en su sabia soberanía, ve que es necesario exponerle a algún pequeño dolor (porque aunque nos parezca grande, en Él será siempre pequeño), puede descansar confiado.

Nada excederá el límite de su amor. Nada sobrepasará la medida que decidió con precisión en la balanza de su santuario. Para que no muramos, ni seamos consumidos de demasiada tristeza. Porque nuestro Dios es bueno y su misericordia es para siempre.