Filipenses 2:7-8.

El descenso del Hijo de Dios desde su trono de gloria hasta la cruz es un hecho asombroso. Tal vez el más asombroso de cuantos nos es posible conocer.

Siendo Dios con Dios, teniendo una naturaleza divina, perfecta, exenta de toda mancha, debilidad o tacha; teniendo la gloria de Dios, ante la cual las criaturas celestes temían y se postraban, siendo el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su sustancia, el primogénito de toda creación, y quien sustentaba toda las cosas con la palabra de su poder; siendo por quien y para quien habían sido hechas todas las cosas, siendo todo eso y más, no se aferró a eso para no bajar, sino que se despojó.

¿Cuánto habrá significado para él despojarse? No nos es posible saberlo. El único que lo supo cabalmente es el Padre, y por eso le amó tanto; por eso no podía dejar de decirlo una y otra vez, que en él tenía perfecto contentamiento. La forma de ser más íntima de la deidad la expresó así perfectamente el Hijo.

Pero eso no es todo. Cuando se hubo despojado todo lo imaginable, estuvo en condición de ser un hombre. ¡Verdaderamente fue como bajar al abismo! Por cierto, si él lo hubiese querido, pudo haber sido el hombre más hermoso, el más idolatrado, servido y admirado. Sin embargo, helo allí, humillándose, obedeciendo en todo –como si no fuese Dios–, hasta la muerte.

Vedlo descendiendo hasta la más extrema forma de obediencia, aquello en que la humanidad es más inútil, lo que más repugna al torcido corazón del hombre. Pero todavía hay más. ¿Cómo habría de morir? La partida de este mundo es algo que preocupa a los hombres. Todos desean un “buen morir”.

¡Ay! Él ciertamente no lo tuvo, porque precisamente la forma más brutal, desquiciadora, e infernal que se ha inventado jamás, fue la que se escogió para él. La muerte de cruz.