En los últimos tiempos, la NASA ha dado a conocer al mundo fotografías recientes de la Tierra tomadas desde el espacio. El avance tecnológico ha permitido reunir una base de datos de imágenes desde satélite con más de 600.000 fotografías extraordinariamente nítidas de la superficie terrestre, y con la más alta calidad que se haya hecho jamás.

Todo el planeta ha sido escaneado a una resolución de 15 metros por pixel, lo que permite ver con claridad cualquier estructura realizada por el hombre, o cualquier accidente geográfico importante. Algunas fotos muestran detalles de la Tierra más pequeños que seis metros – casi el tamaño de un autobús.

Es impresionante ver algunas imágenes, en especial aquellas que muestran al globo terráqueo como flotando en el espacio. De azul intenso, los océanos; los continentes en tonalidades amarillas, verdes y ocres; los casquetes polares cubiertos de nieve. Realmente espectacular, hermoso. Su contemplación nos hace evocar Génesis 1:31: «Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que era bueno en gran manera».

Desde la altura a la que ha podido alcanzar el ser humano, aún se percibe la hermosura de la creación; sin embargo, quienes vivimos hoy en la Tierra vemos cuál ha sido el resultado de la acción del hombre sobre su entorno.

Pero hay otra visión desde un punto de vista mucho más elevado –y paradójicamente, más profundo– que escudriña al tercer planeta del sistema solar y a sus moradores. Es la mirada de nuestro Dios, desde el lugar más alto del universo: su trono de gloria.

Es seguro que el Señor se duele al contemplar el estado actual de su creación, y muy en especial del hombre, a quien creó para que señorease sobre Su obra. Sus ojos todo lo escudriñan, incluso aquello que las imágenes satelitales nunca podrán revelar: el corazón de cada ser humano.

Si bien el hombre seguirá afinando sus instrumentos para registrar la apariencia externa del micro y macrocosmos, su ciencia nunca podrá resolver el misterio acerca del alma humana, ni mejorar por sí mismo su lamentable condición.

«Él señorea con su poder para siempre; sus ojos atalayan sobre las naciones» (Sal. 66:7). Solo a los ojos del Señor aparece todo con absoluta claridad. Nada se oculta a su mirada. El Dios Todopoderoso se humilla a observarnos desde las alturas, con una expresión permanente e invariable de amor.

«Porque miró desde lo alto de su santuario; el Señor miró desde los cielos a la tierra, para oír el gemido de los presos, para soltar a los sentenciados a muerte» (Sal. 102:19-20). En verdad, no solo nos mira. Con ternura inefable, nos hace oír su voz, invitándonos a reflejar su mirada de amor: «Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más» (Is. 45:22).

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