Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios … Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos».

– Jn. 1:12; Heb. 2:10.

En las dos citas anteriores aparece la palabra hijos. Sin embargo, en el original griego, la palabra que se traduce aquí como hijos es distinta en ambos casos. En Juan, es teknós (bebés, hijos pequeños), y en Hebreos, huiós (hijos mayores o maduros). De manera que, si nos apegamos al sentido más exacto de ambas frases, tendríamos que decir: «…les dio potestad de ser hechos niños de Dios», y «…habiendo de llevar muchos hijos maduros a la gloria».

Juan se refiere al momento en que fuimos engendrados por Dios, cuando nacimos de Dios, como bebés en Cristo. Y en Hebreos, es el final de la carrera, un hijo maduro, que está en condiciones de ser llevado a la gloria. Así, pues, la voluntad de Dios no es llevar bebés, sino hijos maduros, a la gloria.

Cuando un niño judío cumplía los trece años de edad, se realizaba el Bar-Mitzvá, una ceremonia en la cual el padre de familia declaraba ante todos sus familiares y amigos, con mucha satisfacción, que su hijo, desde aquel día, era considerado oficialmente un hijo maduro, con plenos derechos de herencia y de gobierno en la casa. Esa ceremonia, en griego se llama huiothesía, y se puede traducir como filiación. La voluntad de Dios es llevar muchos hijos maduros a la gloria, hijos que ya han pasado por esta experiencia de la filiación.

Nosotros conocemos la psicología de un niño. Él centra todas las cosas en sí mismo. En la casa, los menores atraen la atención de los padres y de sus hermanos mayores. El niño pequeño es inmaduro. En el grupo familiar, él ocupa el primer lugar. Todo gira en torno suyo.

Un hijo es maduro cuando ya puede asumir responsabilidades y, además, es capaz no solo de cuidar de sí mismo, sino de velar por los demás. En la familia de Dios, los hijos maduros son aquellos que pueden sobrellevar las debilidades de los pequeños, pueden preocuparse por ellos, y aun sufrir por ellos.

El día de la filiación de los hijos de Dios es un día de gozo para el Padre. Los trece años a que nos referimos tienen solo un valor simbólico. Podría ser que alguien madure espiritualmente antes, o mucho después de ese tiempo; pero, sin duda, este es un acto de gran gozo para el Padre. Él mirará con satisfacción a ese hijo al cual ya puede asignar algunas tareas o ponerle a cargo de sus hermanos menores. Ese hijo está en condiciones de hacer uso de su herencia.

La voluntad de Dios es que sus muchos hijos pequeños avancen rápidamente hacia la madurez. Él quiere tener muchos hijos maduros, y cuando eso ocurra, él los llevará a su gloria.

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