Jesús fue contado con los pecadores para que tú fueses contado con sus santos en la gloria eterna.

…y estuvo allí en la cárcel”.

– Gén. 39:20.

La prisión es un lugar humillante y vergonzoso. Los que llegan a ella están acusados de algún crimen o esperando el cumplimiento de la severa ley. Su solo nombre nos recuerda la infamia y la muerte. Los reclusos son malhechores conocidos, o sospechosos de algún crimen, a quienes la sociedad rechaza. Su nombre está manchado. Son como hierbas malas que hay que arrancar, o como una plaga de la que hay que huir.

Pero, ¿quién es el prisionero que hallamos en la celda que citamos arriba? Esas paredes indignas encierran a un hombre inocente. Es el irreprochable José, que sin haber ofendido, es considerado como ofensor, y, sin haber transgredido, es tenido por transgresor.

La voz de Jesús

El deleite que proporcionan las Escrituras, y su aliento santificador, provienen de que la voz de Jesús se deja oír en cada página, y su imagen se percibe a cada instante. Hay un ejemplo bien claro en esta escena en la prisión. José, acusado injustamente, prefigura a Jesús, que siendo santo fue hecho pecado por nosotros. El mismo cielo no es un trono bastante digno para Él, y, sin embargo, le vemos con los harapos de la prisión, y sufriendo la vergüenza de ese lugar inicuo. Por eso el Espíritu dice: «Por cárcel y por juicio fue quitado».

Al considerar esta verdad debemos hacernos una asombrosa pregunta: ¿Por quién estaba Jesús en la prisión?

La respuesta es tan extraordinaria que hay que meditarla con frecuencia: Jesús estaba en la prisión por la justicia de Dios. Pero, ¿por qué? ¿Acaso tenía alguna mancha en su vida? Pensar esto sería una blasfemia. Debemos rechazar esto. La esencia de su ser es la santidad. Su nacimiento fue santo. Su vida fue santa. Su muerte fue santa. Resucitó como un santo vencedor, y ascendió en la santidad de su triunfo. El cetro de su eterno reino es la santidad.

El sustituto

¿Cómo, entonces, pudo la Justicia hacerlo su prisionero? La causa fue que, aunque no había sombra de pecado en él, tuvo que sobrellevar infinidad de pecados. Él estaba completamente apartado de ofender a Dios, no obstante tuvo que comparecer ante él cargado con las transgresiones de una multitud innumerable.

Ésta es la divina gracia de Dios: consentir en quitar la culpa del culpable y transferirla al inocente. Los pecados de los transgresores pasan a su Hijo, que no tiene pecado.

Esto es maravilloso y cierto al mismo tiempo: «Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros». Por consiguiente, Jesús es la garantía de que nuestro pecado fue perdonado.

A causa de esta sustitución, Cristo aparece desfigurado por la inmensidad de nuestra culpa. De hecho, es tratado y considerado como el autor de cada acción maligna, o palabras y pensamientos inicuos que ensuciarían a los redimidos. Por ello podemos comprender bien la agonía de estas palabras: «Me han alcanzado mis maldades… se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza». Jesús toma sobre sí mismo esta odiosa carga, y al hallarle la Justicia con ella, le reclama como su prisionero.

¿Has participado, por fe, alma mía, de Cristo? Si es así, puedes descansar sin temor. Jesús rompe las cadenas que te ataban al infierno; se hunde en las aguas sucias de tu pecado para que quedes limpio de toda mancha, y se convierte en tu iniquidad para que tú seas justicia de Dios en él.

Si no se ve en Jesús nuestro único sustituto y garantía, la Biblia será un libro cerrado; la historia de la cruz, algo incomprensible, y la paz, una delicia inalcanzable.

¡Cómo cambia todo cuando recibimos esta revelación! Es entonces cuando la justicia brilla con toda su gloria, y la gracia con todo su esplendor. Es entonces cuando la misericordia muestra su triunfo, y la salvación su gran riqueza. El evangelio resuena, entonces, como una clara trompeta: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».

Dos malhechores

Sin embargo, en aquella prisión egipcia no vemos solo un ejemplo del inocente Jesús cargado con nuestra culpa. En aquel lugar se lleva a cabo un intercambio que nos ayuda a comprender mejor las riquezas de la gracia. Había allí junto con José, dos malhechores de no poca importancia. Humanamente, no hay diferencia entre los dos, y tanto el uno como el otro esperan recibir el mismo fin. No obstante, sus caminos pronto se separan, y mientras que uno asciende por la senda de la honra, el otro queda preso, esperando la muerte.

En esta historia vemos ejemplos que predicen las maravillas de la cruz. Cuando la soberbia del hombre y la astucia de Satanás parece que van a triunfar, Jesús es llevado como un cordero al matadero, y sucede algo que viene a colmar la copa del insulto: dos delincuentes le son asignados como compañeros en su última hora.

Esta maniobra para degradarle con tanta infamia, no hace sino confirmar que él es la Verdad. Las Escrituras habían profetizado: «Fue contado con los pecadores», y esto era su cumplimiento. Cristo queda crucificado entre dos ladrones.

Remisión de pecados

Veamos los rasgos paralelos de aquellos dos acontecimientos. Primero nos detenemos en el Calvario, y allí vemos tres cruces levantadas en alto. Jesús está en el medio. Quisiera suplicarte, lector, que vinieras con frecuencia a este lugar bendito. La cruz es el precio pagado por la redención de un número incalculable de almas. Es la gloria de Dios en las alturas.

La remisión de los pecados es imposible de obtener sin este sacrificio. La vida eterna es inalcanzable sin haberse lavado antes en esta fuente regeneradora. Ésta es la única manera de entrar en el cielo.

El sufrimiento de Jesús tiene por objeto arrebatar el cetro de las manos de Satanás, destruir el imperio de las tinieblas, y hacer que cada atributo del Señor sea una garantía de nuestra salvación. Debemos anunciar por todo el mundo que cualquier religión que no se gloríe en la sangre del Cordero no es más que una oscura superstición. La única esperanza que puede subsistir es aquella que se funda en la sangre derramada.

Un cambio radical

Los hombres que sufren el tormento a ambos lados de Cristo parecen tan endurecidos como los clavos que les atraviesan. Pero, repentinamente, se produce un cambio tan profundo en uno de ellos, que de las tinieblas pasa a la luz, del odio al amor y de muerte a vida. En su profunda transformación, él llega a aborrecer el pecado que antes acariciara. Ahora confiesa su enorme iniquidad y profesa temer al Dios que antes ridiculizaba.

Pero, ¿de dónde procede este cambio tan radical de sus sentimientos? No es fruto de las circunstancias externas, porque éstas son iguales para ambos malhechores. La realidad es que solo uno de ellos recibe la luz. Esto solo lo puede producir un poder invisible que, penetrando en lo hondo de su corazón, aplaste todo espíritu maligno.

Solo el Espíritu del Altísimo puede redargüir de pecado. Sin él, los actos externos de pruebas, aflicción, dolor, sufrimiento o avisos no podrían abrir los ojos ciegos. Cuando una conciencia llega a clamar: «Señor, soy vil, me aborrezco», es porque el Todopoderoso ha hecho que ese ser rebelde doble sus rodillas ante Él.

Pero todavía hay más. Un hombre contempla a Jesús con confianza. Para aquella turba, Cristo parecía «gusano, y no hombre». Y sin embargo, a través de aquella pobreza humana, a través de aquel disfraz sangriento e infame, la fe puede ver al Rey de reyes, al vencedor de Satanás y al divino Libertador.

La afrentosa cruz se ve entonces como el trono glorioso de la Deidad hecha carne. Esto es otro ejemplo de la poderosa obra del Espíritu. Solo él puede revelar a Jesús en un alma. Cuando él habla, Aquel que antes era despreciado y desechado entre los hombres, pasa a ser adorado y amado, señalado entre diez mil, codiciable y dispensador de la gracia de la salvación.

Sin embargo esto no es todo, porque aunque un hombre confiese su pecado, puede perderse igualmente. Tal fue el caso de Judas. Una persona puede jactarse de conocer a Dios intelectualmente, y a pesar de ello no llegar nunca a obtener la vida eterna. Los demonios se encuentran en esta situación.

Unión con Cristo

Para disfrutar de los beneficios que manan de Cristo hay que poseer una unión personal con él. Cuando el alma se da cuenta de su inmensa necesidad, y ve que solo Cristo puede remediarla, nada puede impedirle que vaya a él. El poder que recibe le hace romper cadenas, salvar océanos, escalar grandes obstáculos y no descansar hasta hallarse en sus protectores brazos. Aquel ladrón moribundo pasó por esta misma experiencia, y por eso clamó: «Acuérdate de mí…». Sí, voy a morir pero tú puedes salvarme; las llamas del infierno casi me rodean ya, pero tú puedes rescatarme. Señor, «acuérdate de mí».

¿Crees, lector, que tu necesidad espiritual es, por ventura, menor? No. En realidad es más grande de lo que imaginas. Las cosas infinitas no se pueden comparar. ¿Acaso piensas que la dicha que has perdido no es tan preciosa como la de aquel hombre? ¿Es que tu eternidad es menos eterna que la suya? Esto es imposible. Por lo tanto, debo preguntarte si tú has clamado con igual intensidad: «Acuérdate de mí». ¡Qué feliz será el alma que busca así al Señor! El cielo será su infinita recompensa, y el gozo será suyo para siempre.

Así fue para el ladrón, y así será siempre. Cristo le amó y su palabra surgió pronta: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». La promesa no deja lugar a dudas ni demoras. Cuando un pecador gime, Cristo se compadece. Cuando un pecador ora, Cristo responde. La petición fue: «Acuérdate», y la respuesta vino rápida: «Estarás conmigo». ¡Bendito dolor! ¡Bendita fe! ¡Bendita oración! ¡Bendita gracia! Señor, tú eres digno de llamarte Salvador, y de reinar en mi corazón. Eres digno de ser anunciado en todo el orbe, eres digno de eterna alabanza.

Un llamado

Pudiera ser que me esté leyendo alguien que, durante muchos años de pecado e incredulidad, se ha tambaleado al borde del precipicio de la perdición. Pero todavía vives; y Cristo también vive; y el Espíritu sigue lleno de la misma ternura y poder para salvar. Por lo tanto, aún hay esperanza. La puerta no se ha cerrado del todo. Aquel ladrón se apresuró y, en el último momento, halló gracia. Tuvo una oportunidad única, supo aprovecharla, y ahora está con Cristo. ¿Qué vas a hacer tú? ¿Prefieres permanecer inmóvil y perecer así?

Pero pudiera ocurrir que Satanás, el padre de mentira, haga la sugerencia de que a la hora de la muerte habrá tiempo para arrepentirse, para creer e implorar misericordia. No lo creas. Tenemos el ejemplo del otro ladrón. Su terrible agonía le endureció aún más. El infierno estaba cerca, es cierto, pero ni lo podía ver, ni lo temía, ni lo podía evitar. Y ahora, desde aquel lago de fuego, nos avisa que la muerte, que se acerca con paso seguro y mano firme, no puede cambiar el corazón ni engendrar fe.

Sin embargo, prefiero pensar que ya has bebido la copa de la vida, y, si es así, eres totalmente diferente de lo que eras antes. Con gratitud deberás reconocer que esa diferencia proviene de aquel Amor soberano que te miró con amor y por su gracia te conquistó. Por el poder del pecado eras lo que eras; pero ahora, por la gracia de Dios, eres lo que eres. El pecado hacía que te contases entre los pecadores. Pero los propósitos y el amor eterno de Dios proveyeron la salvación por medio de Uno que es todopoderoso. Jesús fue contado con los pecadores para que tú fueses contado con sus santos en la gloria eterna.

De El Evangelio en el Génesis