Una radiografía a la cultura secularizada y su influencia sobre los cristianos de hoy.

La mayoría de los países occidentales disfrutan hoy de un éxito material sin precedentes. Esto ya no es un hecho reconocible solo en los países del primer mundo, sino incluso en muchos de los países otrora llamados tercermundistas o «en desarrollo». Sin embargo, a medida que el nivel de vida ha ido escalando sin cesar durante los últimos cincuenta años, el nivel moral-espiritual-relacional se ha venido en picada.

Muy atrás ha quedado la época de las familias tradicionales, de la oración antes de comer, de los embarazos felices, de los programas de TV que ensalzaban la familia; la época en que los problemas eran simples, y las familias vivían en vecindarios tranquilos y tenían cuentas pequeñas. Las metas económicas eran modestas y graduales, y su consecución hacía sanamente felices a la gente.

Hoy en cambio, queremos alcanzar la gratificación inmediata de nuestros deseos, así que ya nos olvidamos de pagar al contado. Rara vez podríamos tener en efectivo lo suficiente para comprar todo lo que compulsivamente deseamos comprar en un determinado momento. Los hombres de hoy están consumidos por el deseo de comprar cosas que no necesitan, con dinero que no tienen, para impresionar a personas que no les simpatizan.

La explosión tecnológica de los últimos ochenta años ha marcado este cambio de siglo como el vértice del potencial y la realización humana en toda la historia. Hemos sido bendecidos por los progresos tecnológicos que hacen más confortable nuestra vida doméstica, nuestros viajes, nuestras comunicaciones y nuestros empleos. Sí, somos más prósperos. Pero ¿a qué precio?

Los hombres de hoy están exhaustos. Muchos de los que han alcanzado el éxito han perdido a sus familias. Son demasiados los niños que han crecido con un padre ausente. Las facturas de las deudas que asumimos por acumular cosas que nunca necesitamos, y que ahora ya no usamos, siguen llegando por correo con la puntualidad del reloj.

La manipulación del consumismo

La teoría dominante en el mundo occidental en las últimas décadas ha sido el consumismo, que se puede definir como «teoría económica que sostiene que el consumo cada vez mayor de cosas es siempre beneficioso». Pero, ¿es realmente beneficioso?

En 1957, Vance Packard escribió el libro The Hidden Persuaders (Los Persuasores Secretos), que produjo impacto y alarma en Estados Unidos. El autor descubrió y alertó sobre una estrategia a gran escala dirigida a canalizar nuestros hábitos inconscientes y manipular nuestra inclinación a comprar cosas. Los comerciantes habían formado una perversa alianza con los practicantes de la psicología para manipular al consumidor estadounidense.

Los stocks habían aumentado, y había que buscar la forma de achicarlos. A fines de la Segunda Guerra Mundial la maquinaria industrial norteamericana tenía la capacidad de producir mucho más que lo que el público realmente adquiría. De modo que los comerciantes probaron cómo estimular a la gente a comprar más. Así nació la ciencia que investiga las motivaciones.

¿Se ha preguntado alguna vez por qué, cuando apenas ha terminado de pagar el auto (e incluso antes), empieza a sentir una ineludible tentación de cambiarlo por otro más nuevo? ¿Por qué no lo seguimos conduciendo hasta que se agote, antes de comprar otro? La razón obedece al resultado de esa impía alianza, y reside en lo que se denomina obsolescencia psicológica.

Los comerciantes descubrieron cómo hacer que nos sintiéramos avergonzados de ser propietarios de un vehículo considerado como ‘antiguo’. Así, estamos programados para consumir solo porque la teoría económica dominante lo sostiene.

Hacia fines de 1955, la publicación Cristianismo y Crisis criticó severamente «la economía estadounidense en permanente expansión». Señaló la presión ejercida sobre los ciudadanos para que «consumieran, consumieran y consumieran, sin tomar en cuenta si necesitaban o si realmente deseaban esos productos que prácticamente les imponían». Agrega que la dinámica de un sistema en permanente expansión exigía que «fuésemos persuadidos a consumir, a fin de satisfacer las demandas del proceso productivo».

¿No resulta sorprendente que la afirmación profética de 1955 podría ser perfectamente un comentario descriptivo de nuestra vida actual? Pero sus advertencias quedaron ahogadas en la marea de publicidad de los nuevos e irresistibles productos.

Abra cualquier periódico y verá que el consumismo domina la realidad económica. ¿Quién nos persuade a ser parte de ese proceso?

La influencia de los medios de comunicación

No hay nada que ejerza tanta influencia en nuestro pensamiento como los medios de comunicación. Desafortunadamente nuestros medios están controlados por humanistas seculares, de modo que el sesgo de todo lo que se imprime, programa publicita e informa, transmite un estilo de vida secularizado.

A través de los medios y de la propaganda, en gran medida realizada subliminalmente, se nos induce consciente e inconscientemente a perseguir el estilo de vida consumista. El secreto de avivar nuestros deseos y caprichos ha sido elevado al rango de disciplina científica. ¡Después de todo, la meta económica que persigue la televisión es vender productos y servicios!

Nuestro problema radica más en aquello a lo que está expuesto nuestro inconsciente que nuestra mente consciente. Según Wilson Bryan Key, en su libro Seducción Subliminal: «La mente consciente discrimina, decide, evalúa, rechaza o acepta. El inconsciente, aparentemente, solo archiva unidades de información que influyen en las actitudes o en el comportamiento a nivel consciente de manera que la ciencia desconoce. La enorme industria de la comunicación se dio cuenta, tiempo atrás, de la resistencia que la mente consciente levanta contra la publicidad. En cambio, en el nivel inconsciente hay muy poca resistencia, si es que hay alguna, y es a eso a lo que apela actualmente la publicidad».

Como puede ver, tenemos alguna posibilidad de defendernos a nivel consciente, pero las incitaciones al consumo están dirigidas a nuestra mente inconsciente.

Quizá la única forma de superar este dilema sea examinar nuestras fuentes de entretenimiento e información. Probablemente los cristianos tengan que llegar a prescindir de la televisión, o al menos bajar drásticamente su exposición a ella. El apóstol Pablo ofrece una pauta que vale la pena adoptar: «Todas las cosas me son lícitas, mas no todas convienen; todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar de ninguna» (1ª Cor. 6:12).

Lo que debe preocuparnos es que nuestra mente inconsciente pudiera ser dominada en un área en la que no tuviera suficiente habilidad para resistir. Nuestra mente inconsciente no tiene murallas alrededor ni centinela a la puerta.

Observe una noche cualquiera los comerciales de la televisión, y luego hágase la siguiente pregunta: «Si estas propagandas son verdad, entonces ¿quién soy yo, qué soy yo?». La vida que proyecta la pantalla ensalza el placer, la sensualidad, el no privarse de nada, y defiende el derecho que uno tiene de obtener cualquier cosa que se proponga.

Hace poco una empresa automovilística presentó su último modelo. Pero el modelo alcanzó marcas bajísimas de venta. ¿Cuál es la causa de esto? Muy probablemente se deba a que, como los cambios en este modelo son tan radicales, la gente está esperando que le digan «quién» y «qué» llegarán a ser una vez que adquieran ese auto. Es el poder de la publicidad.

El estilo de vida secularizado

Hoy vemos una generalizada falta de dominio propio en el consumidor occidental. Esto se debe a que cincuenta o más años de consumismo e influencia de los medios han provocado un radical cambio de valores.

El deseo de tener cosas ha llegado a ser más importante que tener una filosofía de vida coherente y significativa. Lamentablemente, son mayoría los que procuran el estilo de vida que dictan los comerciantes (llamémosla una vida feliz y despreocupada), que los que el sistema económico puede lealmente sostener. El estilo de vida y la imagen por la que nos esforzamos es un modelo artificial, generado por los medios. Los medios crean la imagen del estilo de vida que los productores de bienes y servicios quieren vender. Es un modelo irreal, artificial. Son apenas unos pocos los que los alcanzan, y cuando lo hacen, quedan extenuados. Los hombres que procuran alcanzar ese nivel de vida –y en alguna medida todos lo intentamos– les resulta inalcanzable, y si lo alcanzan, descubren que no pueden mantenerlo, o que, al fin de cuentas, no valía la pena.

Este fracaso produce un intenso nivel de ansiedad. Una vez que hemos aceptado el modelo impuesto por la sociedad de consumo, es prácticamente imposible evitar la ansiedad provocada por este estilo de vida. Cuanto más tenemos, más queremos. La «ansiedad» es el subproducto inevitable de la carrera que emprendemos en pos de esa vida hermosa e inmaculada.

Está, además, la presión que provocan las deudas. En la medida que nuestros gastos exceden nuestras entradas, acumulamos deudas. Pedir prestado ha llegado a ser un deporte popular. El crédito fácil parece una idea genial. Si pudiéramos controlar nuestros impulsos, sería maravilloso. Sin embargo, cuando combinamos el crédito fácil con el consumismo, obtenemos una fórmula altamente explosiva. En nuestro afán por alcanzar un buen nivel de vida, somos tentados a estirarnos un poquito más hacia la felicidad que nos ofrece ese crédito tan accesible.

El doble golpe que implica la ansiedad producida por el estilo de vida generado por los medios y la presión provocada por las deudas resulta altamente deprimente. No solo cargamos con la opresión de no alcanzar nunca el nivel de vida que nos hemos fijado como meta, sino que tenemos que soportar el peso de las deudas que hemos acumulado en nuestro intento por llegar allí. La duda nos torna amargados e irritables, porque advertimos que hemos hecho el papel de tontos y nos hemos engañado a nosotros mismos. No solo eso, sino que nuestras relaciones personales terminan destruidas.

Cuando decidimos a entrar en esta carrera loca sin destino, muy pronto aparecerán fracturas en nuestras relaciones personales, y en poco tiempo vendrá el derrumbe total. Desafortunadamente, en esta lucha por alcanzar un buen nivel de vida, con demasiada frecuencia muchos hombres dejan atrás una estela de relaciones rotas.

La manera en que medimos nuestro nivel de vida indica qué carrera hemos decidido correr. El creyente enfrenta aquí un verdadero dilema. Cada uno de nosotros tiene que hacer su propia decisión, pero hay una enorme presión que nos persuade a tomar la decisión equivocada, y no debiéramos subestimarla. «Puedes elegir tu camino, pero no el resultado». La ley de causa y efecto se impone a nuestras decisiones.

La triste suerte de la rana

El periodista y escritor cristiano Malcolm Muggeridge ha relatado cómo se cocina una rana. Si uno toma una rana y la echa en una olla de agua hirviendo, el animalito sentirá el calor y saldrá de un salto. Pero si se coloca la rana adentro de una olla con agua fría, y se va elevando lentamente la temperatura, el animal no sentirá el cambio y no saldrá de la olla, sino que terminará cocinado.

Tan inadvertidamente como esa rana en agua fría, nuestros valores se han ido «cocinando» lentamente a lo largo de las últimas décadas. ¡Si alguien hubiera sido sometido a congelamiento hace cuarenta años y regresara hoy a la vida, pegaría tal salto para escapar de esta olla en que hemos transformado el mundo que nosotros quedaríamos tambaleando!

¿A qué se debe que no nos espanta, por ejemplo, el aborto, las drogas, la corrupción, el tráfico de niños y de órganos, y los escándalos de la industria farmacéutica? No reaccionamos porque a lo largo de un pequeño período de años, muchos de nuestros valores se han ido deteriorando gradualmente, volviéndonos meros cristianos «culturales».

Muchos hemos aceptado la cultura moderna tal como se presenta. Con mucha frecuencia, nuestros valores y creencias reflejan la mediocridad de una sociedad superficial y desesperanzada. En lugar de encontrar en nosotros, los cristianos, una esperanza para este mundo afligido, al vernos, reflexionan: «La verdad es que no veo qué diferencia puede haber hecho Cristo en tu vida. Si eso es lo que significa ser cristiano, me quedo con lo que soy».

La pregunta que todos debiéramos hacernos es: ¿Hay alguna diferencia entre la forma en que vivo y la manera en que vive este mundo derrumbado y lastimado? Mi vida ¿ofrece desesperanza o desilusión? ¿Estoy fuera de la olla, o estoy cocinándome a fuego lento, como la rana?

La batalla se libra en la mente

Muchos cristianos se encuentran a la deriva en esta marea loca del consumismo y los falsos valores de la sociedad de consumo. La fe cristiana parece totalmente ineficaz para contrarrestarla y ofrecer al cristiano un lugar seguro. ¿Por qué la fe, que en otro tiempo hizo de los cristianos hombres y mujeres vencedores, hoy se muestra impotente?

Lo que sucede es que muchos de nosotros simplemente estamos ‘jugando a ser cristianos’, repitiendo los gestos correctos cuando estamos en las reuniones de la iglesia. Asistimos al culto los domingos, pero el mensaje que nos llevamos no parece tener impacto en nuestra vida. No sabemos exactamente por qué sucede esto, y antes de que nos empiece a preocupar, preferimos pensar en ese problema laboral que nos está oprimiendo la boca del estómago. Salimos corriendo a nuestro próximo compromiso, y cuando llegamos al lunes por la tarde, el recuerdo del domingo está tan distante como el de las últimas vacaciones.

El vértigo de la vida contemporánea nos impide detenernos a reflexionar sobre lo que nos va ocurriendo, sobre si las decisiones que tomamos se enmarcan en la perspectiva cristiana del mundo, o si estamos cediendo a la forma secularizada de vivir. Pareciera que no tenemos una mirada de conjunto, sino solo fragmentada, acerca de lo que esta cultura secularizada nos propone.

Debiéramos ser más desconfiados de la vida secular. Debiéramos analizar cada pedazo, cada idea y teoría que inocula en nuestras mentes y que van y vienen interminablemente, y determinar qué perspectiva de la vida representan. Con demasiada frecuencia vemos sucesos y circunstancias aislados y desvinculados entre sí, cuando deberíamos estar viendo de qué manera encajan en el cuadro total de nuestra cosmovisión.

La batalla se libra en la mente. Debido a que no tomamos en serio esta guerra espiritual, muchos estamos sucumbiendo. Es una lucha entre la perspectiva secular mayoritaria  y la perspectiva cristiana minoritaria, la cual se describe en Efesios 6:12: «Porque no tenemos lucha contra carne y sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes».

«Escudriñemos nuestros caminos; y busquemos, y volvámonos a Jehová» (Lam. 3:40).

Patrick M. Morley (Adaptación libre de El hombre frente al espejo, cap.1-3).