Un análisis de la comunión espiritual, en contraposición con la unidad meramente anímica.

Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que piensa va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada –casi siempre y ya desde sus comienzos– por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y, en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden anímico (o psíquico).

Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que ésta debe ser, y que trate de realizarlo.

Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha.

Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.

Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad. Por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.

Dios aborrece los sueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.

Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida en común con exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamado, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable?

Cuando la vida en comunidad está gravemente amenazada por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque pecador, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y su pecado puede ser para mí una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitimos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.

La espiritualidad de la comunidad cristiana

La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el fundamento, el motor y la promesa de nuestra comunidad en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.

Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana no es una realidad de orden anímico, sino de orden espiritual. En esto precisamente se distingue de todas las demás comunidades. La Sagrada Escritura entiende por «espiritual» el don del Espíritu Santo que nos hace reconocer a Jesucristo como Señor y Salvador. Por anímico (psíquico) en cambio, lo que es expresión de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades naturales en nuestra alma.

Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la palabra clara y evidente que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el contrario, el fundamento de la realidad anímica es el conjunto confuso de pasiones y deseos que sacuden el alma humana.

Fundamento de la comunidad espiritual es la verdad revelada; el de la comunidad anímica, el hombre y sus deseos. Esencia de la primera es la luz, porque «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Jn. 1:5), y «si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros» (1 Jn. 1:7). Esencia de la segunda, las tinieblas –«porque de dentro, del corazón de los hombres salen los malos pensamientos» (Mr. 7:21)– que envuelven toda iniciativa humana, incluyendo los impulsos religiosos.

Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados por Cristo, comunidad anímica es la comunión de las almas piadosas; en la comunidad espiritual vive el radiante amor del servicio fraternal, el ágape; en la otra, el eros, el amor oscuro del impulso impío-piadoso. La una implica el servicio fraterno ordenado; la otra, el deseo desordenado por placer. La primera se caracteriza por una actitud de humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por una servidumbre más o menos hipócrita a los propios deseos. En la comunidad espiritual únicamente es la Palabra de Dios la que domina; en la comunidad anímica es el hombre quien, junto a la palabra de Dios, pretende dominar con su experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y su magia religiosa. En aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los hombres pretenden además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se deja conducir por el Espíritu Santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de poder e influencia de orden personal –entre protestas de pureza de intenciones– que destronan al Espíritu Santo, alejándolo prudentemente, porque aquí la única realidad es lo psíquico, es decir, la psicotécnica, el método psicológico o psicoanalítico, aplicado científicamente, y donde el prójimo se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana auténtica, por el contrario, es el Espíritu Santo, único maestro quien hace posible un amor y un servicio en estado puro, despojado de todo artificio psicológico.

Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad espiritual y comunidad anímica. En la comunidad espiritual no existe, en ningún caso, una relación «directa» entre los que integran la comunidad, mientras que en la comunidad anímica se suele dar una nostalgia profunda y totalmente instintiva de una comunión directa v auténticamente carnal. Instintivamente, el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del prójimo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del fuerte en busca de la admiración, amor, o temor del débil.

Mi prójimo quiere ser amado tal como es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor anímico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.

Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarlo a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo. Porque sabe que el camino más corto para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo está indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace decir al apóstol Juan: «No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad» (3 Jn. 4).

El amor anímico vive del deseo turbador incontrolado e incontrolable; el amor espiritual vive en la claridad del servicio que le asigna la verdad. El uno esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el otro le hace libre bajo la autoridad de la Palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce frutos saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y al viento.

La comunidad forma parte de la iglesia cristiana

Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de orden anímico y comunidad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de la palabra sólo se mantendrá vigorosa en la medida en que renuncie a querer ser un movimiento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium pietatis, y acepte ser parte de la iglesia cristiana, una, santa y universal, participando activa o pacientemente en las angustias, las luchas y la promesa de toda la iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no esté objetivamente justificada por circunstancias locales, una tarea común o alguna otra razón parecida, constituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a quien priva de eficacia espiritual empujándola hacia el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frágil e insignificante, con el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclusión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.

Podría parecer a primera vista que la confusión entre ideal y realidad, entre anímico y espiritual, tendría que darse más bien en comunidades como el matrimonio, la familia o la amistad, donde lo anímico juega desde el principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade sino después. Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos realidades no existiría sino para ese tipo de asociaciones, y que sería prácticamente inexistente en una comunidad de carácter puramente espiritual. Pensar así es un grave error. La experiencia y un examen objetivo de la realidad prueban exactamente lo contrario.

Generalmente, en el matrimonio, en la familia o en la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas posibilidades con respecto a la vida en común; estas formas de sociedades humanas, cuando permanecen sanas, permiten distinguir muy bien dónde se encuentra el límite entre lo anímico y lo espiritual. Hacen que seamos conscientes de la diferencia que hay entre estos dos órdenes de la realidad. Y a la inversa, es precisamente en la comunidad de orden puramente espiritual donde es de temer más la irrupción desordenada y sutil; obligaciones, influencias y servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la caricatura de lo que constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el mediador.

Existe una conversión de orden anímico. Se presenta con toda la apariencia de una verdadera conversión. Es lo que sucede cuando un hombre, abusando conscientemente de su poder personal, consigue inquietar profundamente y someter a un individuo o a una comunidad entera. ¿Qué ha sucedido? El alma ha actuado directamente sobre otras almas y se ha producido un verdadero acto de violencia del fuerte sobre el débil, quien, bajo la presión experimentada, termina por sucumbir. Pero sucumbe a un hombre, no a la causa en sí. Esto se demuestra claramente en el momento en que se requiere un sacrificio por la causa, independiente de la persona a la que está sometido o en contradicción con la voluntad de éste. Aquí el convertido anímicamente falla estrepitosamente, manifestando así que su conversión no era obra del Espíritu Santo, sino obra humana; por tanto, una ilusión.

También existe un amor al prójimo de orden puramente anímico. Capaz de los sacrificios más inauditos, se entrega con tal ardor a las realidades tangibles, que a menudo supera el auténtico amor cristiano. Además, se consume y subyuga. Sin embargo, es de este amor del que el apóstol dice: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado –es decir, si alcanzase la cumbre del amor y del sacrificio–, y no tengo amor, de nada me sirve» (1a Cor. 13: 3).

El amor de orden anímico ama al otro por sí mismo, mientras que el amor de orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el amor anímico corre el peligro de buscar un contacto directo con el amado sin respetar su libertad; considerándolo como su bien, intenta conseguirlo por todos los medios. Se siente irresistible y quiere dominar. Un amor de esta clase hace caso omiso de la verdad; la relativiza porque nada, ni la misma verdad, debe interponerse entre él y la persona amada. El amor anímico es ansia, no servicio; se desea al prójimo, su compañía, su amor. Es deseo aún allí donde todas las apariencias hablan de servicio.

En dos aspectos –en realidad no son más que uno– se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor anímico: el amor anímico no soporta que, en nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comunidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el amor anímico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni por la misma verdad o el verdadero amor. Cuando no pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia.

Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el que lo propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente anímico se convierte en odio. Porque lo propio del amor anímico es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consagrar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójimo y yo. Yo no sé de antemano, basándome en un concepto general de amor y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo – para Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la forma más refinada de egoísmo –, sino que es únicamente Cristo quien me lo dice en su Palabra. En contra de mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la palabra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su amor y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere servir y no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible.

Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunidad directa con mi prójimo. Únicamente Cristo puede ayudarle, como únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar el elemento anímico. Creemos que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino que constituye un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangra fría. La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más propicios a la irrupción de lo anímico. Es muy fácil despertar una embriaguez comunitaria entre gente llamada a vivir algunos días la vida en común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria que estamos llamados a vivir en una fraternidad sana y lúcida.

La unión con Jesucristo

Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar la felicidad que da una verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gratuitamente al pan diario de la vida cristiana en común.

No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni convivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que nos mantiene unidos es la fe firme y segura que tenemos en esa fraternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga queriendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos.

«¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!». Así celebra la Sagrada Escritura la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la palabra.

Interpretando más exactamente la expresión «en armonía», podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos por Cristo, porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es nuestra paz». Sólo por él tenemos acceso los unos a los otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.

Dietrich Bonhoeffer
Extractado de «Vida en Comunidad».