Todos los mandamientos de Cristo están incluidos en la palabra “amor”.

Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros».

– 1a Juan 4.11-12.

El perfecto amor

La primera indicación de un alma en la cual el amor de Dios ha sido perfeccionado es la observancia de Su Palabra. La senda de la obediencia, de la obediencia amorosa, del corazón perfecto, de la obediencia de una vida enteramente consagrada a la voluntad de Dios, es la senda que el Hijo abrió hasta la presencia del Padre. Ese es el único camino que nos lleva al perfecto amor.

Los mandamientos de Cristo están todos incluidos en la palabra «amor», por cuanto «el amor es el cumplimiento de la ley».

«Un nuevo mandamiento os doy: que os améis unos a otros; así como yo os he amado, que también os améis unos a otros» (Juan 13:14). Esta es la palabra de Cristo: aquel que observa esta palabra, observa todos los mandamientos.

El amor fraternal

El amor fraternal es la segunda señal de un alma que busca entrar en la vida del perfecto amor.

Debido a la propia naturaleza de las cosas, es imposible que fuese de otra forma, pues el amor no busca su propio interés; el amor se niega a sí mismo cuando vive para los otros. El amor es la muerte del egoísmo; mientras permanezca el ego, no puede haber amor perfecto. El amor es el propio ser y la gloria de Dios. Es parte de su naturaleza y propiedad, como Dios, impartir de su propia vida a todas sus criaturas.

El don de su Hijo es el don de sí mismo para ser la vida y el gozo del hombre. Cuando este amor de Dios entra en el corazón, infunde su propia naturaleza – el deseo de darse aun hasta la muerte por causa de los demás. Cuando el corazón se presta enteramente para ser transformado según esta naturaleza y semejanza, entonces el amor toma posesión; y allí el amor de Dios es perfeccionado.

El amor de Dios es uno, así como Dios es uno solo: su vida, su propio ser. Cuando este amor desciende y viene a morar en nosotros, retiene su naturaleza y continúa siendo la vida y el amor divinos dentro de nosotros. El amor de Dios por nosotros, el amor nuestro a Dios y a Cristo, nuestro amor por los hermanos y a todos nuestros semejantes – todos éstos son aspectos de un mismo amor. De la misma forma que hay solo un Espíritu Santo, en Dios y en nosotros, así también solo existe un amor divino, el amor del Espíritu, que habita en Dios y en nosotros.

Un amor real

Conocer esto es una maravillosa ayuda para la fe, pues esa verdad nos enseña que amar a Dios, amar a los hermanos y aun a nuestros enemigos, no es algo que pueda ser obtenido por nuestro propio esfuerzo. Esto solo es posible porque el amor divino está habitando en nosotros. Solo en la medida en que nos entregamos al amor divino como un poder vivo en nuestro interior, como una vida que fue engendrada en nosotros, y en la medida en que el Espíritu Santo le da energía para entrar en acción, es que ese amor se vuelve realidad.

Nuestra parte consiste, antes que nada, en descansar, en cesar todo esfuerzo, en saber que Él está en nosotros, y en dar salida al amor que mora y opera en nosotros, con un poder que viene de lo alto.

Juan recordaba muy bien la noche en que Jesús, en su despedida, habló palabras tan maravillosas sobre el amor. En verdad, cuán imposible parecía, a los discípulos, amar como él los había amado. Qué enorme carga de orgullo, envidia y egoísmo había habido entre ellos. Y todo eso aconteció en aquella misma noche, estando ellos en torno a la mesa de la cena. Ellos nunca podrían amar como el Maestro – era algo imposible.

El triunfo del amor

¡Qué transformación fue operada cuando el Cristo resucitado sopló sobre ellos, declarando: «Recibid el Espíritu Santo»! Esa transformación fue consumada cuando el Espíritu Santo descendió del cielo, proveniente del admirable amor que fluía entre el Padre y el Hijo. Entonces el Espíritu derramó el amor de Dios en sus corazones. En el amor presente en el día de Pentecostés, el perfecto amor celebró su primer gran triunfo en los corazones de los hombres.

El amor de Dios sigue reinando. El Espíritu de Dios aguarda para tomar posesión de los corazones. Jesús había estado con los discípulos todo el tiempo; sin embargo, ellos no habían comprendido a qué espíritu pertenecían. El Espíritu Santo vino en la noche en que Jesús resucitado sopló sobre ellos. No obstante, fue en el día de Pentecostés que él los llenó de tal modo que el amor divino rebosó, y así fueron perfeccionados en amor.

Que todo esfuerzo que hacemos para amar, y que toda experiencia que muestra la debilidad de nuestro amor, nos atraiga a Jesús, sentado en su trono. En él, el amor de Dios es revelado, glorificado y hecho fácil para nosotros. Por tanto, creamos que el amor de Dios puede descender como fuego, capaz de consumir y destruir el yo, capaz de hacer que el amor de unos a otros sea la gran señal del discipulado cristiano.

Creamos que  ese amor de Dios, ese amor perfecto, puede ser derramado en nuestros corazones en proporciones hasta hoy desconocidas por nosotros, por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Nuestras lenguas y nuestras vidas, nuestros hogares y nuestras iglesias, probarán entonces, a aquellos que viven en pecado, que aún existen hijos de Dios en quienes su amor ha sido perfeccionado.

Hay un amor que busca, lucha y se esfuerza para obedecer, pero que siempre fracasa. Y hay un amor que encuentra, reposa, se goza, y siempre triunfa. Esto tiene lugar cuando el yo y sus débiles esfuerzos son llevados a la cruz de Cristo, y entonces su vida y amor lo sustituyen. Entonces ocurre el nacimiento del amor celestial en el alma.

En el poder de la vida celestial, el amarse se torna algo natural y accesible. Cristo habita en el corazón; solo entonces es que quedamos arraigados y cimentados en amor, y pasamos a conocer el amor que sobrepasa todo entendimiento.

Traducido de Celebrando Deus.com.br