El desafío de predicar el evangelio en una sociedad secularizada.

Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero. Y todos los ángeles estaban en pie alrededor del trono, y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes; y se postraron sobre sus rostros delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo: Amén. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y la honra y el poder y la fortaleza, sean a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén”.

– Apoc. 7:9-14.

Esta escena muestra el final de la historia humana. Dios ha obtenido para sí una gran cosecha, un pueblo único. Y están ahora todos ellos reunidos ante el trono de Dios y del Cordero. Esta multitud es el fruto del evangelio de Jesucristo, al final de todos los tiempos. Nosotros somos parte de ese número de redimidos por la sangre del Cordero, mediante el anuncio del evangelio.

Solo Dios salva

«Y todos los ángeles estaban en pie alrededor del trono, y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes; y se postraron sobre sus rostros delante del trono, y adoraron a Dios». Ser adorado constituye un derecho exclusivo y absoluto de Dios. Nadie más merece adoración, porque nadie más, sino solo él, puede salvar.

En Apocalipsis 14:7, cuando el ángel vuela por el cielo anunciando el evangelio eterno, dice: «Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado, y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, y el mar y la fuente de las aguas».

El gran conflicto entre la mujer y el dragón, entre el propósito eterno de Dios respecto al hombre, a la iglesia, y a Satanás el adversario, se resuelve en el capítulo 13 en la batalla final, cuando aparecen las dos bestias que persiguen a los santos para aniquilarlos. Ambas bestias responden a los dos primeros mandamientos de la ley, y son una negación de esos dos mandamientos.

La primera bestia niega el mandato: «No tendrás dioses ajenos delante de mí». Ésta tiene sobre sí un nombre blasfemo; es decir, se pone a sí misma en el lugar de Dios, y se hace adorar por los moradores de la tierra. El segundo mandato dice: «No te harás imágenes, no te postrarás delante de ellas ni las honrarás». La segunda bestia mandó que los hombres hicieran imagen a la primera bestia y la adorasen.

¿Qué relación hay entre esto y lo que estamos hablando respecto al evangelio? El evangelio confronta el pecado fundamental del hombre. Todos nosotros somos pecadores; para ser salvos, hemos de reconocer que somos pecadores, y que no podemos salvarnos a nosotros mismos.

Todos pecaron

De allí parte el evangelio. Sin ese reconocimiento de la condición pecaminosa del hombre, no hay salvación. Por eso Romanos 1, 2 y 3 establece de manera irrefutable la completa pecaminosidad del hombre. «No hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios».

El pecado tiene una raíz básica, descrita en Romanos. Esa raíz es el pecado más abominable a los ojos de Dios, el cual da origen a todos los otros pecados. «Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres» (Rom. 1:18). Toda la humanidad está bajo la ira de Dios.

Todos los hombres son culpables, porque, habiendo tenido en principio acceso al conocimiento de Dios, lo rechazaron, y han hecho otra cosa. «Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias». En cambio, «profesando ser sabios se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible». Es decir, se entregaron a la idolatría.

La idolatría, raíz del pecado

La idolatría es la raíz del pecado; es cambiar al Dios verdadero, poniendo en el lugar de Dios aquello que no es Dios. En eso consistió el primer acto de rebelión del ser humano, en el Génesis. La idolatría es el pecado supremo, y los ídolos son llamados abominaciones. Por eso, el anticristo, que se pone a sí mismo en el lugar de Dios, es llamado «la abominación desoladora».

«Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas, los abandonó a una mente reprobada». Esa es la ira de Dios. Dios simplemente los abandona a las consecuencias del pecado, cosechando los frutos amargos de la rebelión. Si sirven a los falsos dioses, ellos los esclavizarán y, de manera inevitable, los destruirán.

El evangelio entra siempre en conflicto con los ídolos. Lutero dijo: «El corazón humano es una fábrica de ídolos». El mundo occidental se cree a sí mismo muy sofisticado como para creer en los ídolos legendarios. Pero la cultura secular moderna tiene sus propios ídolos, iguales o peores que aquéllos.

El escritor cristiano G.K. Chesterton decía: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que ya no crean en nada, sino que empiezan a creer en cualquier cosa». El hombre está propenso a adorar ídolos.

En Isaías 44 leemos la historia de cómo un hombre fabrica un ídolo, en una metáfora de la historia y la cultura humana. Versículo 13: «El carpintero tiende la regla, lo señala con almagre, lo labra con cepillo, le da figura con el compás, lo hace en forma de varón, a semejanza de hombre hermoso, para tenerlo en casa. Corta cedros, y toma ciprés y encina, que crecen entre los árboles del bosque, y planta pino para que se críe con la lluvia. De él se sirve luego el hombre para quemar, y toma de ellos para calentarse».

Esto es una ironía del profeta. «Y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo, se postra delante de él, y lo adora». Esta es la clave de lo que estamos diciendo. ¿Qué quiere decir que lo adora? «Y le ruega, diciendo: Líbrame». La traducción más exacta es: «Sálvame». Ahora entendemos por qué los redimidos dicen: «La salvación pertenece a nuestro Dios y al Cordero». El único que puede salvar es Dios.

Ídolos en la cultura moderna

Toda cultura tiene sus propios ídolos. La cultura moderna solo cree en el mundo material, pero, aun así, es idólatra. Al predicar el evangelio, debemos aprender a descubrir esos falsos dioses, porque el evangelio siempre entra en confrontación con ellos.

Cuando Pablo llegó a Atenas, su corazón se enardecía viendo a la ciudad entregada a la idolatría. Y entonces comenzó a discutir, diciendo: «Estos dioses que ustedes adoran no son verdaderos; no pueden salvar. Ese Dios que ustedes no conocen, a ese Dios les anuncio. Este es el verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. Solo él puede salvar».

Un ídolo de la cultura actual es la meritocracia. Según ella, el valor de la vida está dado por nuestros logros. Si no tenemos éxito, no valemos nada. La gente pretende salvarse a sí misma por sus méritos. Aquellos que no obtienen méritos suficientes son los perdedores.

¿Cómo derriba el evangelio este ídolo? Todos nosotros somos perdedores a los ojos de Dios. Ante él no hay ganadores. Usted está inserto en esa cultura; en su empresa, en su trabajo, todo lo presiona. Y a menudo nosotros mismos enseñamos a nuestros hijos que, para ser amados, tienen que hacer méritos.

¡Cuántas personas viven esclavizadas por este ídolo! Entonces trabajan en exceso, invierten su vida, buscando ser exitosos. Pero nunca lo consiguen, nunca es suficiente. Y al final de su vida se dan cuenta que han perdido su familia, sus amigos, sus seres queridos; no tienen nada, y su ídolo les robó todo.

La respuesta del evangelio

Quien tiene el evangelio, puede decirle al mundo: «Hay solo Uno que te ama, que te acepta, que te libera sin necesidad de tener mérito alguno: Jesucristo». Solo el poder del evangelio puede responder a la cultura de este mundo. Todas ellas están dominadas por dioses falsos, que los defraudan, los destruyen, los esclavizan. Solo Jesucristo puede hacernos libres. ¡Bendito sea el Señor!

La religión también se ha labrado sus propios ídolos a lo largo de la historia. Cuando Jesús vino al mundo, no vino a una cultura secular atea, sino a una sociedad en extremo religiosa, pero dominada por ídolos. Los ídolos de la religión pueden ser peores que aquellos del mundo: la justicia propia, el hacer las cosas de cierta manera. Nos aferramos a aquello que Dios nos reveló en el pasado, a los dones que él nos dio, y lo convertimos en ídolos. Eso le pasó al judaísmo.

¡Cuán fácil es que la iglesia se deslice a la idolatría! En la historia de toda corriente cristiana hubo un avivamiento, hubo cosas que el Señor entregó y reveló a su pueblo. Pero todos terminaron aferrándose a lo que él les dio, olvidando al Dador de esas cosas.

El Señor no nos ama por la forma en que hacemos las cosas o porque las hacemos bien o mal. Claro, si lo conocemos a él, haremos su voluntad; pero eso no es lo que nos justifica delante de él. No es lo que hacemos, ni nuestro conocimiento bíblico, sino el evangelio de Jesucristo.

Un nuevo escenario

En la actualidad, enfrentamos una cultura que se seculariza a pasos agigantados. Las encuestas acerca de las tendencias religiosas de los chilenos entregan resultados impresionantes, y a nosotros debería preocuparnos, o por lo menos hacernos prestar atención a lo que está ocurriendo en nuestro país.

La secularización es el proceso por el cual la fe y el conocimiento de Dios son excluidos de manera sistemática de la cultura y de la vida humana. Las personas niegan que exista una vida más allá de la muerte, que explica la vida aquí en la tierra, y fijan sus ojos solo en la vida material, y nada más.

Ante este fenómeno, los hijos de Dios tenemos que estar alertas, porque el Señor nos ha llamado a predicar a nuestra sociedad. Una nación que se va secularizando ya no tiene conocimiento de Dios, y eso cambia totalmente la estrategia para predicar el evangelio.

Hoy vivimos en una sociedad que ya no se puede llamar cristiana. El mundo occidental, en los últimos 1.500 años, estuvo bajo el dominio de una cultura cristiana. Incluso las personas no cristianas o ateas compartían los valores fundamentales del cristianismo, hasta recientemente. La cultura dominante estaba guiada por los valores fundamentales del cristianismo. Pero eso ya no es más así. Entonces, ¿cómo podemos predicar el evangelio en el mundo actual?

Una cultura post-cristiana

Este proceso de secularización ya se vivió en Europa. Cuán difícil es predicar allí donde todos ya viven en una cultura post-cristiana. Para ellos, oír el evangelio no tiene sentido, y ni siquiera permiten que se les hable. En América Latina estamos asistiendo al fin del cristianismo cultural, aquel que se acepta porque simplemente se nació en una sociedad mayoritariamente cristiana.

Si tú hubieras nacido en la India, tal vez serías hindú, porque naciste en una cultura hindú, y si hubieras nacido en Arabia Saudita, lo más probable es que no serías budista, sino musulmán. Así también, era en Occidente; pero ese consenso cultural se derrumbó. Alguien dirá: «¡Qué terrible, estamos en problemas!». Tal vez sea para bien, porque eso significa también el fin del cristianismo nominal; es decir, de ahora en adelante, para ser cristiano, habrá que serlo de verdad.

Ya no es suficiente ser un cristiano cultural, porque esto ya no da prestigio. Cuando la cultura dominante era cristiana, era importante ser cristiano. Pero hoy, si tú dices que vas a una iglesia, ¡huy! «Ah, tú eres de esos intolerantes». Hay que pagar un precio. Ya no es socialmente atractivo declararse cristiano.

La defensa de la fe

Este cambio social, por otro lado, implica el fin del cristianismo ingenuo, aquel que toma las verdades de la fe como verdades auto-evidentes, que no necesitan ser explicadas, porque, si todos comparten los mismos principios morales o las mismas verdades acerca de Dios, es innecesario explicarlos.

Pero, cuando eso ya no es así, estás obligado a entender profundamente tu fe, porque debes defenderla. Ya no puedes ser ingenuo respecto a tu fe. Ahora, eso es bueno, porque los primeros creyentes, cuando entraron en el mundo grecorromano, se enfrentaron a un mundo similar al actual, cuyas creencias eran radicalmente opuestos a la fe.

¿Por qué crees esto? ¿Por qué haces esto y no esto otro? Para poder hablar con autoridad, hoy necesitamos saber por qué creemos, necesitamos conocer el evangelio.

Un evangelio inteligible

El anuncio del evangelio tiene tres rasgos básicos. Primero, la predicación del evangelio tiene que ser inteligible. Leamos un texto que nos puede ayudar.

«Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número» (1 Cor. 9:19). Lo que le importa a Pablo es ganar a todo el que pueda ser ganado. Para esto, él tiene una estrategia. «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos…». En otras palabras, ha hablado el lenguaje de los judíos, hablando desde la cultura judía; los ha entendido.

«…a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley –a los gentiles–, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él» (1 Cor. 9:20-23).

Por causa del evangelio, necesitamos entender la cultura de aquellos a los cuales predicamos. Alguien dijo: «Para predicar el evangelio a los hombres del mundo, los creyentes tenemos que entenderlos mejor aun de lo que ellos se entienden a sí mismos». Jesús conocía el corazón de los hombres, y no tenía necesidad de que nadie le enseñara respecto a ellos. También nosotros necesitamos esa gracia.

Pablo entendía muy bien a los griegos; por eso les predicó con tanta eficacia. «Los griegos buscan sabiduría». Ellos esperaban ser redimidos por medio de la sabiduría y del conocimiento. La predicación de Pablo a los griegos busca impactar y derribar los ídolos. Así también nosotros debemos hablar un lenguaje que los hombres entiendan, a fin de ganarlos para Cristo. El evangelio debe ser inteligible.

La ‘jerga’ cristiana

Nosotros tenemos un lenguaje especial. Por ejemplo, tiempo atrás, alguien dijo: «Tal hermano está en Egipto». Y un hermano nuevo preguntó: «¿Y cuándo viajó?». Cuando éramos jóvenes, en Santiago, predicábamos en la calle. Y una hermana comenzaba a hablar diciendo: «Alma que me escuchas…». En la actualidad, si tú dices algo así, todos mirarán extrañados, preguntándose: «¿Qué es eso? ¿Le estará predicando a los fantasmas?». Necesitamos adecuar nuestro lenguaje para que la gente nos entienda.

Las personas de afuera oyen eso y no lo entienden. Si realmente queremos ganar a otros para Cristo, debemos hacer un esfuerzo, por amor a aquellos que oyen el evangelio. Pablo, al predicar a los griegos, les habla del atleta, algo que ellos entienden bien (no así los judíos), y compara la carrera cristiana con la de un atleta, para ganar una corona que se marchita. Esto es un evangelio inteligible.

Un evangelio creíble

El evangelio debe ser creíble. En el corazón humano hay muchas ideas contrarias a la fe, que Pablo llama fortalezas, y que es necesario derribar para que el mensaje sea creído. Es decir, necesitamos volver a la predicación apostólica, como está registrada en las Escrituras.

Lucas registra varias predicaciones para mostrar cómo se anuncia el evangelio en distintos contextos. El contenido del mensaje de Pablo en la sinagoga, en Berea y en Atenas, es el mismo, pero la forma es diferente, pues él adecúa su mensaje a los oyentes. A los judíos les demuestra con evidencias de las Escrituras que Jesús es el Cristo. Pero a los griegos, para quienes la Escritura carece de significado, les cita los poetas, y acomoda su discurso a la mente griega.

La predicación antigua era esencialmente apologética. La palabra apologética la usa el apóstol Pedro cuando dice: «Estad siempre preparados para dar razón de la esperanza que hay en vosotros». La expresión dar razón, literalmente, es hacer una apología. Una apología es una defensa, como aquella que se hace ante un tribunal. Cuando predicamos a Cristo, tenemos que estar tan preparados como el abogado ante un tribunal, para defender la fe.

Aquello que nos califica para predicar el evangelio es el testimonio de Jesucristo. Es verdad. Pero necesitamos, además, estar preparados para responder a las dudas u objeciones que surjan.

Por ejemplo, para los griegos, ¿qué era lo relevante al oír una historia? Certificar su origen. No podían creer lo que cualquiera decía, había que verificarlo, yendo a la fuente. Lucas, escribiendo a los griegos, dice: «Puesto que ya muchos han tratado de poner la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como nos las anunciaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos…».

Luego, Lucas asume la actitud del historiador griego: «…me ha parecido también a mí investigar todas estas cosas con diligencia desde su origen». Él no se conformó con que se lo contó otro, sino que fue al origen, habló con los testigos, y eso es lo que escribe, para derribar una fortaleza en la mente griega.

Esto necesitamos. Por eso, Pablo dice que «las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios y de Cristo, y trayendo cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo».

Un evangelio plausible

En tercer lugar, no es suficiente con que el evangelio sea inteligible y sea creíble. Eso es fundamental; pero aún se necesita que la predicación sea plausible.

Déjeme explicar esto. Suponga que usted está en el Metro de Santiago, y va apurado al trabajo, como todo el mundo. Y de pronto se le acerca un señor de cabeza rapada, vestido de una túnica amarilla y naranja. Y con una mirada como perdida, él le entrega una flor, diciéndole: «Que el universo te bendiga».

Para usted la acción de esa persona no significa nada; es absurda, es ridícula. ¿Sabe por qué? Porque no es plausible en el contexto en que usted vive: todo en él es una figura extraña, ajena. Aunque él dijese una verdad, ésta no es plausible para usted, porque el contexto niega o no avala lo que él dice.

Pero si usted vive en la India, y esa misma persona se le acerca en el metro de Nueva Delhi y dice lo mismo, ¿es plausible o no? Sí, porque es parte del mundo en el cual usted vive.

Hace poco, un hermano me decía: «Estuve predicando el evangelio a una compañera de curso. Ella puso un montón de objeciones, pero las respondí todas. Finalmente, ella me dijo: En realidad no hay manera de que esto no sea verdad; pero no puedo creer». «Pero, ¿cómo? Si tú ves que es la verdad». «Sí, pero no puedo creer, porque me parece ridículo que la muerte de un hombre en la cruz haya cambiado la historia». No era plausible para ella; le faltaba el contexto que hace plausible el evangelio.

En la iglesia primitiva

El hermano Michael Green escribió un libro extraordinario, La Evangelización en la Iglesia Primitiva, en el cual trata de explicar el éxito extraordinario que tuvo la iglesia antigua en predicar el evangelio. ¿Cómo fue posible que, partiendo de una región remota, personas que no eran social, política o culturalmente influyentes, pudieron poner de rodillas al imperio romano y ganarlo para Cristo en solo dos siglos?

Green dice que hubo tres cosas: primero, la grandeza del evangelio, que era único y distinto a todo lo que los hombres habían oído hasta allí, cautivando los corazones; segundo, el poder de los milagros, y tercero, la iglesia. Esta fue la mayor señal de la verdad del evangelio, el contexto que lo hizo plausible.

Quienes miraban a la iglesia veían cómo los creyentes se amaban unos a otros. Eran una comunidad donde los esclavos convivían con sus amos, las mujeres tenían la misma dignidad que los hombres, y cada uno era amado porque estaba creado a imagen de Dios y había sido salvado por Cristo. Eso impactó al mundo. Todos los miraban y decían: «En ellos hay algo que nosotros no tenemos».

El mundo antiguo era cruel; para ellos, la compasión era una debilidad del carácter. En la literatura griega, cuando un héroe se enfrentaba a un adversario que pedía misericordia, lo mataba. Pero la iglesia enseñó al mundo el significado de la compasión.

Cuando la iglesia llegó a Roma, había en la ciudad una construcción llamada la Columna Lactaria. Si nacía un hijo deforme, o nacía mujer, aquella criatura era llevada y abandonada allí. Cuando los cristianos llegaron a Roma, adoptaron a esos niños como suyos. Ellos no hicieron una marcha por las calles, ni encararon al gobernador; hicieron algo mucho mejor: acogieron a los desvalidos. Esto impactó al mundo antiguo. «Esto no puede ser sino verdad». Era algo plausible.

Si el carácter de los hijos de Dios no concuerda con el evangelio; si anunciamos un evangelio de compasión y no vivimos vidas compasivas, estamos negando aquello que predicamos, y el mundo no va a creer. ¡Que el Señor nos ayude!

La misión de la iglesia

El evangelio tiene que ser inteligible, tiene que ser creíble y tiene que ser plausible. ¿Y qué hace plausible al evangelio? ¡La iglesia! «Vosotros sois la luz del mundo» (Mat. 5:14). ¡Gloria al Señor! Los creyentes, con su vida, con sus obras, con su conducta, son la luz del mundo.

Algunos hombres manifiestan un carácter excepcional en la historia. Pensemos en Gandhi, Mandela y otros. Pero hay algo que el mundo no puede producir: una nación de carácter singular. Cuando la iglesia surgió en el mundo, se vio no ya a un hombre, sino una nación única, de hombres y mujeres extraordinarios. Para creer, el mundo necesita ver el evangelio encarnado en nuestras vidas.

«Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres» (Tit. 2:11). Eso es el evangelio: Dios quiere que todos los hombres sean salvos, «enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (12-13).

Versículo 14: «Quien se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad…». ¿Cuál es el efecto o la demostración del evangelio? «…y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras». Esas son las buenas obras que muestran la verdad del evangelio en la vida de la iglesia y de los creyentes.

Y en el capítulo 3, un resumen del evangelio: «Nos salvó, no por obras de justicia» (v. 5), nos regeneró, nos dio el Espíritu Santo. «…para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna» (v. 7).

Y el resultado: «Palabra fiel es esta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza», en anunciar las verdades del evangelio, «para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras» (v. 8). Cuando el evangelio realmente está vivo en el corazón de la iglesia, necesariamente producirá esa misma compasión que Cristo tuvo cuando anduvo en esta tierra. Si esto no está ocurriendo, es porque el evangelio no está siendo predicado ni aun siendo creído como debe serlo en la iglesia.

El evangelio no solo es para el mundo; en verdad es para el mundo, para los que no han creído y están perdidos, pero también debe ser constantemente predicado a la iglesia, porque, si no, nuestro corazón se desliza hacia los ídolos.

Siendo luz del mundo

Por último, ¿a quiénes llamó Dios a predicar el evangelio? ¿Quiénes tienen la comisión de ir por el mundo anunciando a toda criatura este evangelio glorioso? ¿Quiénes son responsables de predicarlo de manera inteligible, creíble y plausible? ¿Solo los apóstoles? Claro, Dios llama en particular a algunos hombres a dejarlo todo, involucrando su vida entera en la predicación del evangelio: los apóstoles y los evangelistas. Pero también todos nosotros somos llamados a anunciar a Cristo.

En tu trabajo, en tu barrio, en tu familia, en tus estudios, tú eres una luz que el Señor puso para el mundo; eres responsable de orar por esas personas, compadecerte de ellas, ayudarlas en sus angustias, mostrarles el carácter compasivo de Cristo. Dios necesita creyentes que estén dispuestos a gastar sus vidas por este glorioso evangelio.

Aquello que tú tienes, el Señor no te lo dio solo para ti. En estos años, él nos ha prosperado, pero, ¿para qué? Para servirlo a él, para abrir nuestras casas, para acoger a otros; para gastar nuestro tiempo y nuestros recursos sirviendo al evangelio. Oh, que el Señor encienda una generación de jóvenes que estén dispuestos a ir a otros lugares donde las personas necesitan el evangelio.

Somos llamados a ser testigos de Jesucristo. El hermano Michael Green dice: «Al estudiar la historia de la iglesia primitiva y el éxito que tuvo al predicar el evangelio en el imperio, vemos algo asombroso: la mayor parte de la tarea no la hicieron los apóstoles ni los evangelistas, sino hombres y mujeres anónimos, como tú y como yo, simples, comunes, pero que llevaron el evangelio y llenaron el mundo de la gloria de Cristo».

Eso puede volver a ocurrir. Podemos hacerlo otra vez, porque también nosotros fuimos ungidos por el mismo Espíritu Santo de Dios, que nos capacita para ser testigos de Cristo.

El Señor Jesús, viendo las multitudes hambrientas, dijo a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer». Y cuando revisaron lo que tenían, solo hubo un muchacho con unos panes y unos pocos peces. ¿Pero qué era esto para tantos? Tal vez tú mires la necesidad del mundo, y pienses: ¿Qué es esto, para tantos? Pero, si pones tus recursos en las manos del Señor, él los multiplicará, y podrás alimentar a muchos. Que el Señor nos ayude. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2018.