Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo».

– 1 Juan 2:1.

El ministerio del Señor Jesús a favor de nosotros no terminó en la cruz del Calvario. En dos de las últimas epístolas del Nuevo Testamento se nos muestran dos ministerios preciosos del Señor Jesús más allá de la cruz. Hebreos lo muestra como nuestro sumo sacerdote a la diestra de Dios, y en la primera carta de Juan se nos muestra como abogado.

A causa de que nosotros pecamos, y somos constituidos reos de muerte –la paga del pecado es muerte–, necesitamos un abogado. Abogado es aquel que se pone al lado del reo para defenderlo en el tribunal, delante del juez. El abogado tiene simpatía por el reo, conoce su delito, y busca la absolución. En nuestro caso, el abogado es de la más alta eficiencia, que no solo simpatiza con nosotros, sino que murió por nosotros. Por su parte, el juez, no es un Dios lejano e inaccesible, sino que es, también, Padre de nuestro Señor Jesucristo, y nuestro propio Padre. Todo, por tanto, favorece nuestra defensa, y asegura el perdón.

Sin embargo, la palabra abogado no dice todo lo que significa la palabra griega parakletos. Abogado es una posible traducción, pero no es todo lo que aquélla significa. La misma palabra se traduce en Juan 14 como consolador. Parakletos significa, entonces, consolador, y también ‘el que exhorta o alienta, el que se pone al lado de otro’.

En realidad, este parakletos, que es Cristo a la diestra de Dios, completa y complementa el servicio del Espíritu Santo –el otro parakletos– en nosotros. Uno ministra en el cielo y el otro en la tierra. Tenemos un parakletos en el cielo y otro en la tierra, dentro de nosotros. Uno nos defiende como abogado arriba, y el otro nos consuela abajo, en medio de los avatares de la vida.

Esto asegura totalmente nuestra suerte. Nada da más seguridad al creyente que el hecho de que ahora, en este mismo momento de dificultad y zozobra, en este mundo hostil y enemigo, tengamos tan poderoso socorro. No solo está la obra de la cruz, perfecta en su eficacia para reconciliarnos con Dios, sino que también tenemos ésta, que asegura nuestro corazón mientras llegamos a nuestro definitivo hogar.

En las olimpíadas de la antigua Grecia existían los parakletos, que ayudaban a los atletas a llegar a la meta, infundiéndoles ánimo, e incluso levantándolos si tropezaban. Así, en la carrera de la vida, está el Espíritu Santo aquí, y el Señor Jesucristo allí, a la diestra de Dios, para que no nos desanimemos ni desistamos de seguir corriendo, hasta que el laurel de los vencedores esté sobre nuestra frente. Recordemos que, en esta carrera de la fe, lo que importa no es llegar primero, sino correr hasta el final.

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