Dietrich Bonhoeffer comienza su libro «Vida en comunión» diciendo: «No es obvio que el cristiano viva entre cristianos». Es decir, no debemos dar por sentado que el cristiano disfrute de la comunión con otros cristianos. El cristiano enfermo, el encarcelado, el misionero en lejanas tierras, no disfruta aquello que para la generalidad de los cristianos es tan obvio. Y que por ser tan obvio, no lo valora.

La comunión cristiana es un don de Dios, y es la instancia en que nos es suministrada la vida de Cristo, y no solo la vida, sino su consuelo, su aliento, su regulación y su socorro. Bonhoeffer llega a decir que el Cristo en la palabra del otro es más grande que el Cristo de mi corazón. Resulta sorprendente, y tal vez para algunos hasta herético, pero es eso lo que implica que cuando hay dos o tres el mismo Cristo es quien está en medio. En la comunión de los cristianos se producen fuertes lazos de poder, de autoridad espiritual, de seguridad y aliento.

En la comunión cristiana es donde disfrutamos la realidad de ser cuerpo de Cristo, con sus muchos miembros expresando parte de la insondable riqueza de Cristo, las inefables riquezas de su gracia. Cristo en cada cristiano tiene un sabor diferente – por decirlo de alguna manera. En cada cristiano, Cristo expresa una parte única e irrepetible de su naturaleza y carácter; por tanto, si perdemos al hermano, perderemos a ese Cristo que solo se expresará a través de él. Quien se abre a la comunión, se abre a la riqueza de Cristo; quien se niega a la comunión, cierra la puerta que le trae la brisa y el alimento del cielo.

Cuánto nos cuesta aceptar que nosotros, en particular, no tenemos, ni podemos tener a todo Cristo. Cuánto nos cuesta aceptar que, más allá de mí, hay un Cristo más amplio, más rico, sin mis pobrezas y limitaciones. Un Cristo equilibrado y sabio, que siempre tiene una nueva perspectiva y enfoque para ver mi problema, que siempre me sorprende con un nuevo acento, con una nueva solución.

Cuando estamos juntos, Dios derrama haces de luz que nos iluminan, conmoviéndonos hasta las lágrimas. En la palabra del otro, aun del cristiano más sencillo, se desgranan torrentes de vida, de revelación, que jamás pasaron por mi mente, ni subieron a mi corazón. Por eso el salmista decía: «Porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna» (Sal. 133:3). Es cuando los hermanos habitan juntos en armonía, que Dios se derrama a sí mismo; es en el estar juntos que las delicias de Dios son disfrutadas.

La obra del diablo ha sido, desde el comienzo, separar; la obra de Dios es unir. Delante de nosotros se abren dos caminos, tan antagónicos como lo negro de lo blanco, la muerte de la vida: unir en comunión franca, sincera, en comunión espiritual, donde Cristo es el centro y la circunferencia, donde él es el imán que nos atrae, y el lazo que nos rodea. La comunión espiritual de los cristianos es Cristo mismo.

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