Sin visión espiritual no hay obra de Dios.

Hombres con visión

El apóstol Pablo figura dentro de una notable y larga lista de hombres a quienes Dios reveló algo de su propósito. «Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?» (Gn. 18:17). «Y soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle…» (Gn. 37:5). «Juntaos y yo (Jacob) os declararé lo que os ha de acontecer en los días venideros» (Gn. 49:1). «Conforme a todo lo que yo te muestre (a Moisés) …así lo haréis» (Ex. 25:9). «Todas estas cosas, dijo David, me fueron trazadas por la mano de Jehová, que me hizo entender todas las obras del diseño» (1 Cr. 28:19).

«Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt. 16:17). «Por revelación me fue declarado (a Pablo)… el misterio de Cristo… como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef. 3:3-5). «…porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios» (Hch. 20:27). Ninguno de estos hombres entró en la obra de Dios por el ejercicio de sus aptitudes, porque toda la obra de Dios está relacionada con su eterno propósito en Cristo, y ese propósito sólo puede conocerse por revelación divina. ¡Qué tremenda dificultad es ésta para las personas inteligentes!

De los muchos típicos siervos de Dios en el Antiguo Testamento, José es quizá el más perfecto. Sin embargo, aunque la Escritura no revela ninguna falla aparente en su carácter, sabemos bien que su senda no fue fácil. ¿Cuándo comenzaron sus problemas? Sin duda, con sus sueños. En ellos José vio lo que Dios iba a hacer, y reconoció su propio lugar en el plan de Dios. Sus sueños fueron el comienzo de todo. Representan la visión espiritual. Por medio de ellos José vio lo que sus hermanos no podían ver. Y precisamente porque él vio, pudo permanecer firme a través de todas esas tristes experiencias que siguieron y, por medio de él, Dios pudo cumplir su plan para su pueblo terreno.

Cuando apareció Moisés, la nación ya estaba formada pero, por supuesto, todavía en Egipto. Dios le levantó a fin de sacarlos de allí, y a Moisés le fue revelado lo que Dios haría para relacionarlos, como un pueblo, a Sí mismo como el centro de su vida. Moisés vio el diseño en el monte. A su debido tiempo toda la vida de Israel llegaría a centrarse en ese tabernáculo y la presencia divina en medio de ellos. Así, pues, Moisés se aplicó a edificar, no de acuerdo a sus propias ideas – no se atrevía a hacer eso –, pero, como en el caso de José, de acuerdo a lo que había visto. Porque la visión no se funda en nuestra opinión acerca de lo que Dios debe hacer, sino que es ver lo que él va a hacer.

Necesidad de una revelación de Cristo

¿Dónde comienza la obra de Dios? Del lado de Dios, el punto de partida está en la eternidad pasada; del nuestro, en el momento en que recibimos una revelación de Cristo. El comienzo de una obra verdadera de Dios con nosotros no es cuando nos consagramos a él, sino cuando vemos. La consagración debe provenir de la visión espiritual; nunca puede tomar su lugar. Allí es donde comienza la obra de Dios. Nuestra obra puede comenzar en cualquier momento; la obra de Dios a través de nosotros sólo puede surgir de una visión divinamente inspirada.

Nosotros debemos ver en Cristo la meta de Dios. Sin esa visión, nuestro servicio para Dios seguirá el impulso de nuestras propias ideas, pero no estará de acuerdo con el plan de Dios. Cuando llegamos a Pablo, vemos que para él esta revelación tenía dos fases: «Agradó a Dios … revelar a su Hijo en mí»; ésa era la revelación interior, subjetiva, si gusta la expresión (Gál. 1:15 y ss.). «No fui rebelde a la visión celestial»: ésta es la visión exterior, objetiva, concreta, práctica (Hch. 26:19). La interior juntamente con la exterior producen una visión completa, pues la una es insuficiente sin la otra. Y hoy por hoy, ésta es la necesidad de la Iglesia. La revelación interior debe ir acompañada de la visión exterior: no solamente conocimiento en lo interior al Señor, sino conociendo también el eterno propósito de Dios, no deteniéndonos en el fundamento, pero comprendiendo también cómo edificar sobre el mismo. Dios no está satisfecho cuando andamos trabajando aquí y allá, sin sentido; eso es lo que hacen los sirvientes. Nosotros somos sus amigos, y sus amigos deben conocer sus planes.

Lo que determinó la consagración de Pablo era esa luz del cielo que le sobrevino. La obediencia brotó de la visión. Porque si bien es verdad que toda entrega de nosotros mismos a Dios es preciosa a sus ojos, la entrega ciega no le sirve de mucho. Creo que existe una diferencia entre la consagración inicial, pura pero sin mayores conocimientos, que sigue a la conversión, y la consagración que surge cuando vemos el plan de Dios. La primera es individual, basada en nuestra salvación, y quizá Dios no tenga serias demandas de ella al principio. Pero cuando Dios revela su necesidad y nos muestra lo que él quiere que se haga, y de inmediato nos pide que estemos dispuestos a hacerlo y recibe nuestra respuesta, es entonces cuando sus demandas sobre esa consagración se intensifican. Hemos empeñado nuestra palabra sobre la base de un nuevo entendimiento, y él la acepta. ¡Alabado sea Dios que, conforme a la creciente visión que le fuera dada, Pablo no fue desobediente! Se entregó de lleno.

Una revelación para toda la Iglesia

Una visión del propósito de Dios hoy en día trae ante nuestra vista a todo el pueblo de Dios, pero es también para todo el pueblo de Dios. Pero no siempre fue así. Lo que vieron los santos del Antiguo Testamento, portentoso como fue, concernía solamente a un pueblo terreno, si bien ellos tipificaban la Iglesia celestial. Y sólo a hombres escogidos tales como José y Moisés se les confió la visión. No era propiedad común, fue dada a unos pocos. En nuestros días, sin embargo, es diferente. La visión celestial es para toda la iglesia. Aunque es verdad que tanto Pablo como los otros siervos en el período neotestamentario fueron elegidos por Dios de manera especial, el propósito de Dios no es que la visión se limite a uno o dos individuos, sino que todos vean (Ef. 1:18). Esta es la característica preponderante de esta era.

En un importante pasaje de Efesios 3, Pablo escribe a «vosotros los gentiles» de la «administración de la gracia de Dios que me fue dada para con vosotros». Les habla acerca del «misterio de Cristo» que le fue revelado a él y a otros (vv. 2-5). Dios se ha propuesto – continúa el apóstol – hacer conocer esta «multiforme sabiduría de Dios», aun ahora, por medio de su Iglesia a todos los observadores espirituales (vv. 10-11). Para este fin, «la multiforme sabiduría» debe primeramente llegar a ser posesión de la Iglesia, y lo que atañe a Pablo en todo esto, — dice él – se rige por un solo objetivo, «aclarar a todos», es decir, «hacer que todos los hombres vean» (v.9, V. M.).

Resumiendo. La gracia de Dios fue dada al apóstol para que por medio de su trabajo la Iglesia pudiera ver la visión. Porque aunque Pablo dice: «a todos», la completa revelación de Dios no pertenece a cada individuo como tal. Lo que se ha de dar a conocer por medio de las Iglesia sólo puede ser visto por la Iglesia. Es conjuntamente «con todos los santos» como podemos comprender la medida del amor de Cristo. Sólo así podemos ser llenos con toda la plenitud de Dios (Ef. 3:18-19).

La preciosa luz divina

Mientras que por una parte nada puede reemplazar la visión, el problema está en lograr que los hombres la vean. Era el tema de la oración más ardiente del apóstol (Ef. 1:15-18). La dificultad no está en oír, ni aun en memorizar, ni en repetir a otros el plan de Dios; la dificultad reside en ver. Y toda obra espiritual está basada en el ver. A pesar de que en su gracia Dios puede bendecir lo que nace de otra fuente – y lo hace –, es, con todo, trabajo desordenado y vano; es vulnerable. De allí que a Satanás no le importe mucho que los hombres oigan acerca del propósito de Dios y lo comprendan mentalmente. Su temor es otro: de que tengan una iluminación interior de ese propósito. Él sabe que si eso sucede, tendrán un nuevo acercamiento de fuerza y poder, y que la Iglesia, la obra, la lucha – todo será contemplado por ellos con una nueva luz.

¿Qué es una visión? Es la irrupción de la luz divina. Si esa luz está velada, significa perdición. «Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto» (2 Cor. 4:3). Pero «Dios … resplandeció en nuestros corazones» – y sólo el verlo significa salvación. En cuanto vemos la gloria en el rostro del Salvador, en ese instante somos salvados. Si simplemente comprendemos la doctrina y la aceptamos, nada ocurre, porque no hemos visto la Verdad. Pero en el momento en que realmente vemos a Jesucristo, entonces tenemos la experiencia.

Esto es cierto tanto negativa como positivamente, en cuanto al pecado y al Salvador. Antes de ser convertidos, los hombres suelen hablar del defecto de mentir. Lo ven en la Palabra, saben que la Palabra lo condena; y puede que hasta hagan un esfuerzo por adecuarse a la Palabra. Y sin embargo siguen mintiendo, y ¡mienten bien! Pero he aquí que un día se convierten. No hay, al parecer, un avance inmediato en su doctrina acerca de la mentira, pero en seguida ven que mentir está mal sin que se le diga. Con un nuevo instinto, se retraen con horror del hábito que hasta entonces los había tenido en sus garras. ¿Qué ha ocurrido? La luz ha manifestado la verdadera naturaleza del mal, y la luz que manifiesta es la luz que mata. La luz que revela la mentira mata a la mentira.

Lo que hasta entonces ha sido cuestión de pura ética se ha transformado en una experiencia interior. Y esa experiencia, como también la experiencia de salvación, sigue al brillar de la luz interior tan inmediatamente como la impresión de una fotografía en una cámara fotográfica sigue a la exposición de la película. En el instante en que uno hace funcionar el diafragma, obtiene un retrato. Y la visión del propósito de Dios, de lo que él desea hacer en la Iglesia, es similar a esto, y no menos revolucionario en sus efectos. Pero, porque concierne no solamente al individuo sino a todo el plan de Dios en Cristo, sus alcances son mucho mayores. Es capaz, como hemos dicho, de transformar todo nuestro concepto de servicio a Dios.

No estoy sugiriendo que comencemos a deshacer la obra que hasta ahora hemos estado haciendo para él. ¡Dios no lo permita! Cambiar las cosas exteriores simplemente, de nada sirve. No podemos ocuparnos de mejorar cosas que Dios no aprueba; tampoco nos atreveríamos a deshacer lo que él aprueba. No se trata de comprender mentalmente las cosas y enfrentarnos con ellas. Hay algunas cosas que no entendemos. Toda la cuestión se reduce a ver o no ver. Todo el asunto es de alternativas: luz u oscuridad, vida o muerte. De ser meramente un asunto de doctrina, podríamos desecharlo y pronto lo olvidaríamos. Pero la visión objetiva, celestial, llega a ser también su Hijo revelado en mí – las dos son una – y no hay necesidad de recordar, ni posibilidad de olvidar aquello que vive. No hay necesidad de aferrarse a la visión espiritual o comprenderla. Es ella la que se aferra a nosotros. Ver el plan de Dios desde adentro significa no tener ya ninguna alternativa en la obra o en los métodos. De ese día en adelante será su camino o, de lo contrario, muerte.

Necesidad de pagar el precio

Si deseamos la luz, podemos tenerla. Si no la deseamos, debemos encubrirla. Por supuesto que es posible hacer esto, porque se ha dicho con certeza que la hoja más pequeña puede ocultar una estrella. Nosotros podemos permitir que un obstáculo trivial nos encubra las glorias eternales. Pero si le damos la más ligera ocasión, la luz entrará; se abrirá paso por la más pequeña abertura. «Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mt. 6:22).

El secreto de la visión espiritual es estar dispuesto a pagar el costo, lo que significa abrir nuestro espíritu humildemente a la luz escrutadora de Dios. «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera … La comunión íntima de Jehová es con los que le temen, y a ellos hará conocer su pacto» (Sal. 25:9, 14). «Señor, estoy dispuesto a pagar cualquier precio para recibir la luz. No temo a la luz. Estoy dispuesto que tú escudriñes toda mi obra y hagas resplandecer sobre ella la luz de tu propósito».

El hecho más revelante de la obra de Dios no es una doctrina, sino una vida; y la vida nos llega a través de la revelación en la luz de Dios. Detrás de la doctrina puede haber sólo palabras. Detrás de la revelación está Dios mismo.

Tomado de ¿Qué haré, Señor?