1ª Epístola de Pedro.

Lectura: 1ª Pedro 1:3-12; 5:10-11.

Martín Lutero, el gran reformador de la Iglesia, consideraba esta epístola de Pedro uno de los más nobles escritos entre todos los libros del Nuevo Testamento, por causa de la enorme riqueza de pensamientos contenidos en ella. Esta carta está repleta de dignidad, humildad y amor, llena de fervor, de esperanza, de fe, y llena de incentivo y estímulo para que estemos preparados y listos para la venida del Señor.

Es una epístola que corresponde perfectamente a la personalidad del apóstol Pedro. Yo creo que hoy conocemos más acerca de Pedro que de cualquiera otro de los discípulos. Pedro era una persona muy extrovertida; él se exponía constantemente. Por una parte, Pedro fue más disciplinado por el Señor que los otros discípulos; y por otro lado, estamos agradecidos al Señor por todo lo que él confió a Pedro.

Conocemos muchas cosas con respecto a Pedro como persona, ¿pero cuánto sabemos acerca de lo que él escribió? Es bastante probable que Pedro haya escrito sus dos epístolas cuando ya era bastante avanzado en edad, entre los años 64 y 68 después de Cristo. La última vez que su nombre es mencionado en el libro de los Hechos ocurre en el capítulo 15. Se sabe que él tomó parte en el concilio que hubo en Jerusalén, Pedro después de eso no se menciona nada más sobre él en este libro.

A través del libro de Gálatas, vemos que, después del gran concilio en Jerusalén, Pedro fue a Antioquía, donde tuvo un encuentro con el apóstol Pablo. Excepto estas dos ocasiones, no hay ningún registro relatando lo que Pedro hizo después del concilio de Jerusalén hasta la época en que escribió sus dos epístolas. Sin embargo, sabemos que él era una persona muy dinámica, y en esos años, con toda certeza, él estaba activamente ocupado con los negocios de su Maestro y Señor, predicando la Palabra y viajando por muchos lugares.

Pedro menciona haber escrito esta carta cuando estaba en Babilonia. Varios comentaristas de la Palabra han ‘espiritualizado’ la palabra Babilonia, afirmando que, cuando Pedro dijo que escribía desde Babilonia, se estaba refiriendo realmente a la ciudad de Roma. Pero yo, personalmente, no veo razón para eso, pues al comienzo de su carta, Pedro se dirige «…a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia». Si, por una parte, todos esos nombres son, de hecho, lugares geográficos reales, ¿por qué razón algunas personas creen que Pedro no escribió su carta en Babilonia?

Creo, por tanto, que Pedro viajó por un gran número de lugares, y escribió esa carta cuando estaba en Babilonia. Sabemos que el Señor Jesús dio a Pedro, en Lucas 22:32, la siguiente misión: «Tú, pues, cuando te convirtieres, fortalece a tus hermanos».

Nuevamente, en Juan 21, el Señor le dice tres veces: «Apacienta a mis ovejas». Pedro estaba, por tanto, obedeciendo la orden que Cristo le había dado. Al escribir sus cartas, él estaba simplemente intentando fortalecer, confirmar, alimentar y pastorear al rebaño de Dios.

Pedro escribió su carta a los expatriados de la dispersión. Esta palabra, dispersión, es un término muy especial. Se usa para designar a los judíos esparcidos por el mundo, en otras regiones más allá de Palestina. Pedro, siendo un apóstol de la circuncisión, sentía, sin duda alguna, una gran responsabilidad con relación a los judíos, pero Dios lo usó para abrir la puerta del Evangelio a los gentiles, y la iglesia en verdad está compuesta no sólo por judíos, sino también por gentiles. Por lo cual, cuando Pedro escribió esta carta, no se estaba dirigiendo a los judíos en general, sino a los judíos creyentes que estaban en la dispersión. Ellos eran extranjeros y peregrinos en este mundo. Dentro de éstos, sin embargo, estaban incluidos los gentiles, pues en esta carta encontramos frases tales como: «…vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia» (2:10). Esas palabras sólo pueden referirse a gentiles, y por ese motivo creemos que, aunque la carta iba dirigida en especial a los judíos creyentes que estaban en la dispersión, ella incluye a todos los creyentes, aquellos escogidos por la presciencia de Dios y lavados por la sangre del Señor Jesús.

Amados hermanos, nosotros sabemos que somos escogidos de acuerdo con la presciencia de Dios, y esto es algo maravilloso. Es un hecho que no podemos explicar, pues está más allá de nuestra capacidad de comprensión, mas damos gracias a Dios porque somos escogidos, elegidos según su presciencia.

Dios nos conoce desde antes de nuestro nacimiento; nos conoce desde antes de la fundación del mundo. Nos escogió según su presciencia; nosotros somos santificados por su Santo Espíritu y somos separados por Dios por el Espíritu Santo y por la aspersión de la sangre de Jesucristo. Su sangre fue rociada sobre nuestra mala conciencia, purificándola para la obediencia a Cristo Jesús.
No basta sólo haber sido rociados por la sangre; es necesario también que obedezcamos a Jesucristo. Nosotros somos un pueblo peregrino y extranjero en el mundo. Siendo así, creemos que esta carta fue escrita no sólo para aquellos que vivieron en el primer siglo, sino también dirigida a nosotros.

Para entender esta carta, es necesario reconstruir históricamente la condición de los cristianos en los años 63 y 64 después de Cristo. Es probable que Pablo haya sido libertado de la prisión romana aproximadamente en el año 64 d. de C. La gran persecución de la época de Nerón aún no había comenzado, pero se estaba aproximando. En ese intervalo de tiempo, entre la liberación de Pablo y el inicio de la gran persecución instigada por Nerón, los cristianos estaban siendo de hecho asaltados, atacados y perseguidos por todos los lados, tanto por los judíos como por los gentiles.

Al parecer, había una presión intensa sobre los cristianos, la cual, en vez de disminuir, estaba, en verdad, aumentando. Ellos estaban constantemente bajo sufrimiento y persecución, sin alivio alguno. ¿De qué forma se podría ayudar a los cristianos en una situación como ésa? ¿Qué se les podría decir? ¿Cómo poder animarlos?

Pedro dice que les escribe a fin de exhortarlos y testificar, exhortar con sus palabras y testificar por medio de su experiencia. Él no estaba exhortándolos o animándolos por medio de palabras, sino que testificaba por medio de su experiencia personal que aquello que él escribía era verdadero. Pedro estaba intentando decirles que ellos estaban sustentados en la verdadera gracia de Jesucristo. Estaba diciendo que ellos no deberían sentirse decepcionados o desalentados, ni pensar que la situación de ellos era anormal, ni aun pensar que había algo errado con ellos simplemente por el hecho de que la presión estaba aumentando y no disminuyendo.

Con su carta, Pedro les estaba diciendo que ellos estaban dentro de la normalidad, que estaban en el camino verdadero. Era eso lo que los hermanos deberían esperar. Este era el mismo camino andado por nuestro Señor Jesucristo. «Todo esto les está aconteciendo de acuerdo con el plan de Dios, y también porque Dios les ama tanto, que él desea purificarlos, hacerlos completos. Él desea perfeccionarlos, para que ustedes puedan heredar la gloriosa herencia preparada para ustedes». Éste era el mensaje que Pedro intentaba transmitir.

Amados hermanos, teniendo presente la intención de Pedro al escribir su primera carta, ¿consideran ustedes esta carta importante para nuestros días? Nosotros estamos viviendo el final de los tiempos, y sentimos que la presión sobre nosotros va en aumento. En todas partes, el pueblo de Dios está bajo provocaciones de diferentes formas, y algunas veces los hermanos llegan a preguntarse si hay algo errado con ellos. ¿Tendrá Dios una palabra para nosotros hoy? ¡Sí! Dios tiene una palabra para nosotros hoy, y esa palabra es ‘la salvación del alma’. ¿Qué desea Dios que nosotros veamos? Él quiere que nosotros veamos a Cristo como el Pastor y Obispo de nuestras almas.

El hermano Griffith Thomas, un gran maestro de la palabra de Dios, divide esta carta de Pedro en tres partes. Esa división, a mi entender, es la forma más sencilla de analizar 1ª de Pedro. Él divide esta epístola en tres partes, teniendo como base la palabra amado. Descubrimos que esta palabra aparece mencionada dos veces: la primera en 2:11, y la segunda vez en 4:12.

Según Griffith Thomas, la primera parte –1:1 hasta 2:10– es titulada Privilegio; la segunda parte –2:11 hasta 4:11– se titula Deber, y la tercera –4:12 hasta 5:13– Prueba. En este estudio, seguiremos esta misma división sugerida por Griffith Thomas, pero me gustaría dar un título diferente a cada una de las divisiones por él sugeridas: Primera parte, Llamamiento; segunda, Compromiso; tercera, Consumación.

El llamamiento

Pedro inicia su carta abordando el tema del privilegio o, en otras palabras, el llamamiento. Dios nos ha dado un llamamiento, pero en verdad ese llamamiento es un gran privilegio que nos ha sido concedido por Dios.

«Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos…» (1:3).

Dios, en su grande misericordia, nos trajo la vida por medio de la resurrección de nuestro Señor Jesús, por medio de la palabra viva, la palabra de Dios que permanece en nosotros. Ser nacidos de Dios es una grande misericordia, porque misericordia es algo no merecido. Nosotros no lo merecemos, pero Dios, aun así, tuvo misericordia de nosotros. Él nos trajo vida. Somos nacidos de lo alto. Él nos limpió de todos nuestros pecados y nos concedió su propia vida. Nosotros nacimos en la familia de Dios, tenemos su vida en nosotros; somos sus hijos.

Este nuevo nacimiento es una experiencia tremenda. Antes de haber nacido de nuevo, estábamos muertos en nuestras trasgresiones, pero ahora estamos vivos para Dios. Antes éramos enemigos de Dios, ahora estamos en la familia de Dios. Antes estábamos condenados; ahora, perdonados. Antes estábamos bajo culpa, ahora estamos libertados. Antes no teníamos vida, ahora tenemos vida en nosotros, tenemos un relacionamiento con Dios.

La experiencia del nuevo nacimiento es una misericordia infinitamente grande para con todos aquellos que han nacido de nuevo, y no cesamos de dar gracias a Dios por su grande misericordia para con nosotros. ¿Pero saben ustedes que ser nacidos de Dios es sólo el comienzo de su misericordia en nuestras vidas? Ser salvo, nacer de nuevo, es apenas el principio de la gracia de Dios para con nosotros, es el inicio de la gracia que no tiene fin.

Lamentablemente, hay muchos creyentes que suponen que la experiencia del nuevo nacimiento es la experiencia suprema, como si el nuevo nacimiento fuese el objetivo de todo, como si no hubiese nada más aparte de ello. Muchos preguntan: ‘Después que has nacido de nuevo, ¿qué más puedes esperar fuera de morir e irte al cielo?’. Mas el apóstol Pedro dice: «Ser nacido de nuevo no es el fin, sino el principio de algo mayor». Nosotros nacemos para una esperanza viva.

Con frecuencia decimos que Pablo es el apóstol de la fe, Juan el apóstol del amor y Pedro el apóstol de la esperanza. En esta carta, Pedro nos está hablando de una esperanza viva. Amados hermanos, nosotros tenemos esperanza. Las personas que no tienen a Dios no tienen esperanza. Al hombre le está señalado morir, y después de eso, ser juzgado. ¿Qué esperanza hay en eso? Pero nosotros, los que nacimos de Dios, nacimos para una esperanza viva. «…para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros…» (1:4).

Hay una herencia reservada para ti en el cielo, pero esa herencia no es el nuevo nacimiento. En verdad, por el hecho de que has nacido de nuevo, es que hay una herencia reservada para ti. O sea, si tú no naciste en una determinada familia, entonces no tienes promesa, no tienes derecho a la herencia de aquella familia. Tú tienes esperanza de recibir la herencia de la familia porque eres un miembro de ella, tú naciste en aquella familia. Esto mismo se aplica a la familia de Dios. Sólo tienes esperanza de recibir la herencia si naciste en la familia de Dios. Sólo tienes esperanza de heredar una herencia porque naciste de nuevo, y esa herencia nuestra es llamada herencia incorruptible.

Todo lo que hay en esta tierra está corrompido y es corruptible. Todo lo que hay en la tierra es sucio y puede tornarse sucio. Todo lo que hay en la tierra está pereciendo, es perecible. Mas nosotros tenemos una herencia reservada en los cielos, y esa herencia es incorruptible. Ella nunca fue corruptible, ni podrá llegar a serlo. Nunca tuvo ningún tipo de contaminación, ni llegará a tenerla. Ella no es sólo imperecible, ella nunca perecerá, porque es eterna.

Hay una herencia, amados hermanos, y nosotros somos llamados herederos de Dios y coherederos con Cristo. Un heredero es alguien que va a recibir una herencia.

Nosotros tenemos una esperanza viva. Vamos a recibir una herencia en el cielo, la cual es incorruptible, sin mancha, una herencia eterna. Esa herencia está reservada para nosotros en el cielo, y por estar reservada, es algo en el futuro. Por eso necesitamos guardarla, pues de lo contrario podemos perderla. Está escrito en 1ª Pedro 1:4-5: «…reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios…».

Nosotros no podemos guardarnos a nosotros mismos, y mantenernos incontaminados e incorruptibles. Nosotros no podemos; pero hay alguien que es capaz de guardarnos y preservarnos. El poder de Dios es tan grande que él sí puede guardarnos y preservarnos de modo que podamos heredar nuestra herencia. Lo que debemos hacer, sin embargo, es creer en esto: «…sois guardados por el poder de Dios mediante la fe…» (1:5).

Necesitamos tener fe, pero esta fe no se refiere a creer en la gracia salvadora de nuestro Señor Jesucristo. Esa fe ya la tienes. En este versículo, Pedro habla de la fe en el poder salvador de Dios. Nosotros no sólo creemos que Dios puede salvarnos, también creemos que él es capaz de guardarnos. Esa es la perseverancia de los santos. Él es capaz de guardarnos sin caída y presentarnos completos y sin mancha delante de él en gloria. Él es capaz de hacer eso, y nosotros creemos que él puede hacerlo.

Nosotros, que pertenecemos al Señor, que somos salvos, creemos que él es capaz de guardarnos «…para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1:5). Aquí no se trata de la salvación inicial, la cual todos nosotros conocemos, sino de algo guardado o reservado para ti en el futuro. Tú naciste para una esperanza viva, y esta esperanza viva está relacionada con una herencia incorruptible, sin mancha alguna, la cual jamás perece. Y esta esperanza está reservada en el cielo para aquellos que son guardados por el poder de Dios por medio de la fe, teniendo en vista la salvación. Se trata de la salvación, pero no en el pasado, sino una salvación en el futuro.

Durante este proceso, tú necesitas pasar por muchas pruebas y sufrimientos, pero esto es apenas por un poco de tiempo. Necesitamos pasar por esto, para que nuestra fe pueda ser probada y purificada y ser hecha más preciosa que el oro, para que pueda redundar en alabanza, gloria y honra en la manifestación de Jesucristo.

Hay una herencia reservada en los cielos para ti. Entretanto, hoy, Dios está obrando de manera que tú llegues a ser digno de esta herencia. Si la herencia es incorruptible, entonces todo lo que es corruptible debe ser desalojado. Si la herencia es inmarcesible, todo lo que es perecible debe ser lanzado afuera. Sin embargo, ¿de qué manera todas estas cosas van a ser desalojadas a fin de que tú estés listo, preparado para heredar tu herencia? Es por medio de las pruebas que tu fe será hecha más preciosa que el oro. «…obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1:9).

Al tocar este punto, estamos abordando un tema que ha sido ignorado por la cristiandad a lo largo de los siglos, especialmente en las iglesias protestantes. Salvación es un término genérico; pero a menudo limitamos la salvación, y decimos que significa sólo el nuevo nacimiento, la regeneración, o sea, ser salvo e ir al cielo. Pero, al leer la palabra de Dios, descubrimos que salvación es una palabra muy amplia. La salvación incluye muchas cosas; no se restringe sólo a nuestro espíritu, sino que atañe también a nuestra alma y cuerpo.

Cuando la salvación comprende nuestro espíritu, llamamos a eso nuevo nacimiento, regeneración. Cuando la salvación se refiere a nuestra alma, llamamos a eso transformación, y cuando se refiere a nuestro cuerpo, estamos hablando de la transformación del cuerpo mortal a cuerpo inmortal. Los seres humanos somos creados con un espíritu, un alma y un cuerpo; de manera que cuando recibimos la salvación, ella no se restringe sólo al espíritu, sino que también alcanza a nuestra alma y nuestro cuerpo, a fin de que todo nuestro ser sea perfeccionado y santificado (ver 1ª Tes. 5:23).

Cuando Dios opera, él siempre lo hace a partir del interior, desde el centro hacia la periferia. Por este motivo, cuando Dios nos salva, él alcanza en primer lugar nuestro espíritu humano, el cual tiene la capacidad, la habilidad de comunicarse con Dios y recibirlo.

Nuestro espíritu estaba muerto en delitos y pecados. «…el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:17). Adán y Eva comieron el fruto prohibido y, sin embargo, continuaron viviendo unos cientos de años. ¿Qué fue lo que murió, entonces? El espíritu murió. De inmediato, después de la entrada del pecado en una vida, aquel espíritu, que tenía la habilidad de comunicarse con Dios y recibir a Dios, está muerto. No hay más comunicación entre el hombre y Dios, y no hay más posibilidad de una unión de Dios con el hombre.

Cuando la salvación viene a nosotros, el Espíritu Santo vivifica nuestro espíritu y lo hace nuevo. En Juan 3, se nos dice que aquel que es nacido del Espíritu es espíritu. La segunda mención de la palabra espíritu en este versículo se refiere al espíritu humano. El Espíritu Santo toca nuestro espíritu, el cual está muerto, lo trae a vida, lo vivifica y hace de él un espíritu nuevo. Entonces el Espíritu Santo viene y pasa a morar en nuestro espíritu. A partir de este momento, podemos comunicarnos con Dios; la capacidad de comunicarnos con Dios es restaurada y la habilidad para ello empieza a funcionar. Dios viene a morar en tu espíritu y da testimonio allí que tú eres hijo de Dios. Esa es la experiencia de la salvación, del nuevo nacimiento, y cuando esa experiencia ocurre, ella ocurre en tu espíritu.

La salvación no ocurrió en tu cuerpo. Tú aún permaneces en este cuerpo mortal; tu cuerpo aún no se ha vuelto inmortal. No sólo eso, pues la salvación tampoco ha tenido efecto en tu alma, porque siendo ya salvo, percibes que aún tienes tu vieja manera de pensar, tu propia voluntad, tus propias preferencias y otras cosas semejantes. Todavía eres la misma persona.

La salvación, por tanto, no es algo que ocurrió en tu cuerpo, ni en tu alma, sino en tu espíritu. Tú pasaste a ser un hijo de Dios. Pero recuerda, eso es sólo el inicio de la salvación. Después que Dios pone su Espíritu en nuestro espíritu y la vida de Cristo en nosotros, el Espíritu Santo pasa a habitar en nosotros como Espíritu de vida. Es la vida de Jesucristo en ti, y esa vida en ti debe vivir.

Esta vida eterna que te es concedida, esta vida de Jesucristo que ahora está en tu espíritu, no debe ser tratada como si estuviese dentro de un cofre, el cual tú debes abrir sólo cuando mueras, para usarla como un premio que te permite entrar en los cielos. Esta vida que está en ti, debe vivir, y debe vivir a través de ti. Cristo no debe quedar confinado en tu espíritu; al contrario, Cristo debe salir de tu espíritu y penetrar, ocupar tu alma y usar tu cuerpo.

En Efesios 3, la oración de Pablo es que Cristo pueda habitar en tu corazón por la fe. Cristo mora en tu espíritu, pero él desea habitar también en tu corazón. Él desea desalojar aquello que ocupa tu alma y tomar su lugar. Y aquello que ocupa tu alma es tu ego. El yo es la vida del alma; la carne son las obras del alma caída. Así, pues, Cristo vive en tu espíritu, tú eres una nueva criatura y debes, por tanto, vivir una nueva vida, la vida de Cristo; porque es él quien vive, ya no eres más tú quien vive.

Por desgracia, tu yo ya está morando en tu alma por tanto tiempo, que él no quiere salir de allí; él no quiere renunciar a sus derechos. O sea, aun después de haber nacido de nuevo, permaneces bajo la tiranía de tu yo. En lo íntimo de tu espíritu, tú sabes lo que deberías hacer, pero tu alma se rehúsa a cooperar. Y no sólo eso, no sólo se niega a cooperar, sino que se opone a cualquier forma de cooperación.

A este respecto, Melanchton, uno de los reformadores de la Iglesia, dijo: «Este viejo Adán es demasiado fuerte para el joven Melanchton». El alma necesita ser salvada. El yo necesita ser desalojado del lugar que está ocupando, y debe ser sustituido por Cristo.

El alma es el lugar donde reside tu personalidad. Tu alma te representa y te expresa a ti, y eso es tu personalidad, pues solemos decir: ‘Este es mi modo de pensar, mi forma de actuar; así pienso yo, así siento; yo quiero las cosas de esta manera’. Por tanto, el alma representa tu persona. Pero Dios dice: ‘Mi salvación debe alcanzar a tu alma de tal modo que todo lo que procede de ella sea una expresión mía y no una expresión de ti mismo’.

No sea hecha mi voluntad, mas la Tuya; no sea mi mente, sino la mente de Cristo; no sea aquello que yo amo o aborrezco, sino sea expreso aquello que Dios ama o aborrece. ¿Pero cómo ocurre eso? Tú descubres que la vida del yo, la vida propia en tu alma y voluntad no va a ceder, y por eso te es necesario pasar por muchas pruebas. Las pruebas, presiones y padecimientos en tu vida son determinados por Dios en una cierta medida con un solo propósito – para que la vida de tu alma pueda menguar y la vida espiritual de Cristo pueda crecer en ti.

Nuestra alma nos fue dada por Dios. Él no pretende destruir nuestra alma. Si Dios destruyese tu alma, tú dejarías de existir, no tendrías más personalidad. Pero Dios no quiere eso de ninguna manera. Él no desea que tú seas una persona sin alma – él desea salvar tu alma. (Continuará).