Una mañana de domingo, cuando estaba terminando el culto, dos hombres entraron en la iglesia, en Amalapuram, India. Estos hombres no tenían ningún dedo en sus manos ni en sus pies. Las orejas eran sólo pedazos, y no tenían nariz, excepto agujeros. Tenían un pedazo de tela alrededor de sus cinturas, y sus cuerpos enteros estaban llenos de heridas abiertas. Eran leprosos. Cuando los vi, dije en mi corazón: ‘¡Mi Dios, yo no los quiero aquí!’. Y en el momento que dije eso, sentí que la unción me había abandonado.

No obstante, hice el llamado. Para mi sorpresa, ambos leprosos pasaron adelante. Ellos dijeron que necesitaban a Jesús. Los guié en una oración.

Normalmente, voy y abrazo a las personas que reciben su salvación. Les digo: ‘¡Dios los bendiga! ¡Estamos muy contentos de que ustedes hayan venido!’. Pero ese día, sólo levanté mis manos, oré, y les dije: ‘Dios los bendice. Ustedes pueden irse’.

Cuando salieron, pensé de nuevo: ‘Espero que nunca regresen’. Yo nunca había tocado a un leproso, y no tenía interés en tener esa experiencia ahora.

El domingo siguiente, diez leprosos vinieron al servicio. Fui y hablé con ellos (Cuando usted tiene diez leprosos que se sientan allí en su iglesia, tiene que ir y hablar con ellos; no puede ignorarlos). Pregunté: “Dónde viven ustedes?”. «En la orilla del camino, señor», contestaron. «No tenemos casa.’. «¿Y qué hacen para vivir?». «Mendigamos». «¿Por qué no están mendigando hoy?», pregunté. («Era muy tonto para un pastor preguntar eso a las personas que venían para rendir culto al Señor»). Uno de ellos dijo: «Pastor, estos hombres que vinieron la semana pasada nos hablaron sobre el Jesús que ellos han aceptado. Nosotros hemos venido a averiguar más sobre él. Después que el servicio concluya volveremos a mendigar, o no tendremos comida. Nosotros vinimos a encontrar a Jesús’.’

Yo me sentía afligido. Repetidamente, confesé ante Dios: “Dios, perdóname. Mis prejuicios, mis ideas preconcebidas ahuyentan a tantas personas de ti». Y sin siquiera pensar, les dije: “No mendiguen el domingo. La Iglesia los alimentará».

El tercer domingo, vinieron veinticinco leprosos, y diez de ellos quisieron ser bautizados. Otros creyentes que habían planeado ser bautizados dijeron: “Pastor, hoy no, la próxima vez».

«Bien», dije yo. Pero todavía estaba complicado con diez leprosos por bautizar. Yo nunca había bautizado a uno de ellos. Cuando usted bautiza a alguien en el canal, usted tiene que sostenerlo muy firme, porque se pierde el equilibrio. Yo iba a tener que abrazar muy firme en el agua a estos hombres y mujeres con heridas abiertas. Fue una ocasión en que pensé que era mejor bautizar por aspersión.

No obstante, supe que debía continuar, así que ese día la congregación marchó al canal, cantando y aplaudiendo. Cuando los leprosos entraron al canal, el color del agua cambió. Yo sentí náuseas. Bauticé rápidamente a los diez, luego corrí a casa, tomé una ducha, me cambié ropa y volví a la iglesia.

Era la práctica dar la comunión a los recién bautizados. Les di el pan, y entonces, vacilante, les pasé la copa. Sin sus dedos, los leprosos eran incapaces de sostenerla sin usar ambas manos. Intentaban beber, pero se les hacía un gran lío. Las manchas estaban por todas partes. La copa fue pasada al último convertido, y yo esperaba que él bebería lo restante cuando todos se hubieran ido, o dejaría caer la copa. Cerré mis ojos y dije: «Dios, yo no puedo tomarla». Toda la iglesia tenía sus ojos fijos en mí. Todos sabían que al final la copa de la comunión llegaría a mí y se esperaba que yo bebiera con los nuevos convertidos. ¿Qué haría?

Mientras estaba de pie allí con mis ojos cerrados, vi una copa que era más grande que el local de reunión. Y oí una voz que decía: “Ésta es la copa de la que yo bebí. Cada pecado estaba en esa copa. Cada enfermedad estaba en esa copa, incluso la lepra”. Cuando oí: “Incluso la lepra”, dije: “Gracias, Señor”. Abrí mis ojos, y un leproso estaba pasándomela. Y ya no era un vidrio sucio. Era la copa de acción de gracias, la copa de salvación, la copa de esperanza, la copa de amor. Tomé esa copa y bebí todo. Entonces fui a los hermanos y las hermanas, y los abracé.

Yo uso una túnica blanca cuando ministro en la India. Quedó toda manchada. Pero ya no me importaba. Ellos eran mis hermanos. Los ancianos vieron lo que yo estaba haciendo, y ellos vinieron y los abrazaron. Después, los miembros de la congregación hicieron lo mismo. Ese día, Dios nos bautizó en amor.

Ernst Komanapalli, obrero hindú, en «Compassionate Love».
Traducido y adaptado del inglés.