El secreto de la ciudadanía cristiana.

…porque no tenemos aquí ciudad permanente”.

– Heb. 13:14.

Se dice que el gran canciller alemán, Bismarck, declaró en una ocasión que las grandes ciudades son grandes llagas en el cuerpo político. Supongo que ninguno de nosotros que esté familiarizado con el tema, experimentalmente con las ciudades de hoy o desde nuestra lectura, con la historia de las ciudades del mundo, esté inclinado a diferir de esa opinión.

La historia de las ciudades en todos los tiempos ha sido la historia de la reunión de los hombres, y de la presencia entre ellos de fuerzas que destruyen. Nosotros estamos perpetuamente confrontados en nuestro trato con la naturaleza humana con dos impulsos aparentemente contradictorios. El primero es aquel de la agrupación de los hombres en la vida de la ciudad; y el segundo es aquel del deseo incesante y casi agitado de estar lejos de la ciudad.

«No tenemos aquí una ciudad permanente», escribió este maestro del pueblo hebreo, y las palabras, como ustedes recordarán, ocurren en medio de la gran discusión referente a la fe –su naturaleza, su operación, sus recompensas–, y el aplazamiento de su victoria final. Las palabras de mi texto están tomadas de ese capítulo en la epístola que es, en cuanto a la discusión, la continuación de la enseñanza iniciada al final del capítulo 10, siguiendo hasta el 11 y luego hasta el cierre del tratado. Si recordamos la enseñanza subyacente de ese párrafo entero, vendremos a una mejor comprensión del significado de nuestro texto.

Hebreos es una carta escrita para advertir a los hombres contra el pecado específico de la incredulidad. Por lo tanto, ilumina para nosotros como quizás no lo hace ninguna otra escritura en la Biblia, el significado verdadero de la fe. Revela el hecho de que la fe no es una mera aprehensión y convicción intelectual de la verdad; y muestra que la fe es el asentimiento de la voluntad, y el rendimiento de la vida, a la demanda de la verdad de la cual la mente es convencida.

Si puedo decir así, Hebreos es la carta que más que cualquier otra escritura de la Biblia da fuerza y autoridad bíblica a la sugerencia del título del ensayo del profesor James, La Voluntad para Creer; mostrando definitivamente que el creer en su sentido más profundo no es simplemente convicción, sino conducta que emana de la convicción, y armonizando con la convicción. De principio a fin, el escritor tiene solamente un pecado en mente, el pecado de la incredulidad; es decir, el pecado de rehusar rendir obediencia a la demanda de la verdad, cuando la verdad ha traído la convicción a la mente.

La enseñanza positiva de la carta es la de la superioridad de la economía cristiana a todo aquello que la había precedido; la superioridad de la revelación del Hijo a la ministración de los ángeles; la superioridad de la dirección del Hijo a la de Moisés, que guió al pueblo hacia fuera pero no pudo conducirlos a entrar, y a la de Josué, que los condujo a entrar pero no podía darles reposo; la superioridad del sacerdocio del Hijo al de Aarón, que repetía sacrificios perpetuos que no traían ninguna paz a la conciencia.

Después de estos argumentos, tenemos las ilustraciones de aquellos que por la fe, es decir, rindiéndose a la demanda de la verdad, alcanzaron justicia, sometieron reinos, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos; y marcharon a través de mares de sangre y de oscuros peligros hasta la victoria; y quienes por sus actos de fe pusieron a todas las edades en deuda a ellos por sus triunfos. En el curso de ese gran capítulo ilustrativo, el pensamiento central es que estos peregrinos de la fe, guerreros de la fe, constructores de la fe, fueron siempre moviéndose adelante hacia el establecimiento de una ciudad.

Abraham dejó Ur de los caldeos porque allí él no podía hallar reposo, y dejó aquello buscando una ciudad cuyo constructor y hacedor es Dios. Ese capítulo se reúne cuidadosamente alrededor de esa palabra central de la revelación; y descubrimos así que la marcha de estos hombres, su peregrinaje, su guerra, su pasión constructiva, fue inspirada por la visión de una ciudad, una ciudad establecida, una ciudad de perfecto orden, una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios.

El capítulo 11 de la carta se cierra con la declaración muy significativa de que, mientras que estos hombres de fe de los días pasados vieron la ciudad desde lejos, volvieron sus caras hacia ella, haciendo un peregrinaje persistente para alcanzarla, combatiendo fuerzas de oposición en su camino, con todo nunca alcanzaron la meta hacia la cual corrían, nunca vieron la ciudad construida. «Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros».

Sería posible escribir una continuación del capítulo 11 de Hebreos; podríamos recoger los nombres de los apóstoles, confesores, mártires, reformadores, gobernantes, profetas, predicadores; y si lo hacemos, completando así la lista de los peregrinos, guerreros, constructores de la fe; entonces de todos aquellos que han cruzado la frontera y están fuera de nuestra vista, todavía tenemos que decir que la meta aún no ha sido alcanzada, «todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido».

Ahora, para poder tomar esta primera parte del texto mayor y entenderla, debo ocupar un momento para agregar algo a lo ya dicho referente a este peregrinaje, esta guerra, esta pasión de los hombres de fe. ¿Cuál es realmente –según esta enseñanza de todo el contexto– la meta hacia la cual estos hombres corrieron, y hacia la cual los hombres de fe siempre se han estado moviendo en los siglos? El himno que cantamos juntos nos engañará, a menos que seamos cuidadosos. No estoy diciendo que no debemos cantarlo; hay valores en el himno y continuaremos utilizándolo; pero la idea de nuestro himno era que las huestes de peregrinos se están moviendo hacia el cielo que está más allá:

Estamos viajando a la casa de Dios,
por el camino que los padres siguieron;
ellos ya son felices ahora, y nosotros
pronto veremos su felicidad.

Esa no es la enseñanza de esta epístola. No estoy negando la realidad del cielo que está más allá. Un día, por la buena gracia de Dios y por los méritos del Salvador, espero alcanzarlo. Pero eso no es el peregrinaje, eso no es la guerra. No estamos luchando para construir el cielo. El Señor viviente desapareció de su vista diciendo con dulzura infinita, compasión y amor a sus temerosos seguidores: «Voy a preparar un lugar para vosotros»; y eso es lo que él de seguro hará.

La ciudad de Dios sobre la tierra

Entonces, ¿cuál es este peregrinaje, cuál es esta guerra? ¿Cuál es la pasión que consume a los hombres de fe? Contesto a esa investigación superlativamente, eso puedo indicarlo brevemente. Él ha ido a preparar un lugar para nosotros más allá; nuestro negocio es preparar este lugar para él. La ciudad que Abraham fue a buscar no era una ciudad puesta más allá de este mundo, sino la ciudad de Dios establecida en la tierra; la ciudad de Dios, el símbolo de todo el ancho mundo sometido al gobierno de Dios. Hacia eso se han movido siempre los hombres de fe, y hacia eso, los hombres de fe todavía se están moviendo hoy. La pasión suprema de la fe no es el deseo egoísta de ganar el cielo, sino el deseo de vaciarse de sí mismos y la dedicación a ganar la tierra para Dios.

No es mi intención ahora ocuparme con las dispensaciones y métodos; todos éstos son interesantes y valiosos, pero no están dentro del ámbito de la actual consideración. Estamos mirando el último deseo, la última pasión, de los hombres de fe. Es una pasión por el establecimiento del orden divino o, en lenguaje figurado, por la edificación de la ciudad de Dios.

De esto testifica la Biblia. Usted la abre, y es introducido rápidamente en una escena de huerto. Usted lee, y luego viaja en espíritu a lo largo del camino del desierto, sobre el cual hay una carretera, una vía de batalla y de agitación. Usted llega al libro final; y encuentra la ciudad de Dios, la Jerusalén celestial; no el cielo, sino una ciudad que desciende del cielo; y mientras mira, usted oye el himno inclusivo: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos, y serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos, y será su Dios». La Biblia es un espejo que nos da la historia humana del punto de vista divino, y revelando los métodos de Dios con los hombres, y los métodos de los hombres con Dios, porque desde el huerto el hombre llega en última instancia a la ciudad.

En cada ser humano hay un sentido de la ciudad y un deseo por la ciudad. No obstante, muchos de nosotros, si pudiéramos, guardaríamos a nuestra gente joven lejos de las grandes ciudades y la llevaríamos a vivir al campo; pero no podemos mantenerlos apartados, el atractivo de la ciudad está en el corazón de los jóvenes, ellos se apretujan hacia la ciudad. No estoy discutiendo la cuestión desde el punto de vista económico, sino desde el punto de vista humano. La pasión subyacente por la ciudad está de acuerdo con el propósito divino, según la voluntad divina; una de las fuerzas principales de la vida, una de las cosas elementales de la naturaleza humana, de las cuales no puede haber escape.

Si usted considera la lección de la Escritura de esta tarde como poesía o historia, no me preocupa por el momento, yo voy tras su lección central. La primera ciudad que nombra la Biblia fue construida por Caín, un asesino, un hombre egocéntrico, cuya ofrenda fue rechazada porque él fue rechazado. Esa es la primera ciudad a la cual la Biblia se refiere. El uso de nombres será suficiente para ayudarnos a ver la historia de las ciudades desde entonces: Sodoma, Babilona, Nínive, Cartago, Roma, París, Londres, Nueva York; una sucesión larga, continua, y siempre igual, la ciudad expresa la falla humana como nada puede hacerlo; asombrar a los tiempos, e inevitablemente pasar y morir; en la época de su existencia, el lugar donde se reúne el mal, y donde está la silla de Satanás; luego, desmoronarse hasta la decadencia.

El hombre está siempre procurando construir una ciudad; con todo, él nunca ha construido una ciudad. ¿Por qué? Porque el hombre ha estado procurando construir una ciudad fuera del huerto, ignorando al Dios del huerto, y las leyes de su propia vida en la relación a ese Dios.

«No tenemos aquí una ciudad permanente». ¿Por qué no? Contestemos a esa pregunta primero, acordándonos cuál es realmente el carácter cristiano y, por lo tanto, lo que él demanda.

La esencia del carácter cristiano

El primer elemento esencial del carácter cristiano es la muerte del ego – tan fácilmente dicha, tan imperfectamente entendida y tan poco realizada – la muerte del yo; no la autodestrucción, sino la muerte del yo, en cuanto el yo es una personalidad separada que piensa solo en sí mismo y haciendo que todas las fuerzas exteriores sirvan a su propio bienestar y progreso. El Señor Jesucristo comienza diciendo a los hombres: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… y sígame». Ese es el hecho central de la experiencia cristiana – la negación de sí mismo.

El resultado en la economía de la gracia es la santidad del carácter; la pureza del motivo; santidad y justicia, los dos lados del gran carácter puro de Cristo; santidad, rectitud del carácter; justicia, rectitud de la conducta que resulta de la rectitud del carácter. Agregue a estas dos cosas aquella palabra inclusiva que tiene en sí misma el fuego de la santidad y la pasión de la auto negación, la gran palabra amor. Estos son los elementos distintivos del carácter cristiano.

¿Cuál es el resultado dondequiera que estas cosas se cumplen? Un nuevo refinamiento; una vida que halla su propia realización según el propósito original de Dios a través de la auto negación; vida liberada de todas las vulgaridades que estropean, que entra en la realización de todo el refinamiento y la belleza del carácter que tuvo una vez su manifestación en la historia humana en la persona de nuestro Señor Jesucristo, el Hombre de Nazaret. Y no solo refinamiento; sino esa permanencia que desafía a la decadencia, que cumple aquello en que las cosas del pasado fallaron; que permite a un hombre pensar en la muerte como una simple transición y desafiar al jinete sobre el caballo amarillo: «Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria, dónde está tu aguijón?».

¿Cuáles son las necesidades resultantes de aquellos que comparten este carácter? Un lugar de vivienda en armonía; la reunión unánime de caracteres semejantes; la empresa inspirada solo por tal motivo; la ciudad de Dios.

La presencia y la obra de nuestro Señor en el mundo fue por la creación de estas características y de este carácter. Voy más lejos, y digo que la presencia y la obra de nuestro Señor en el mundo ha dado lugar a la creación de estas características y de este carácter. Tratando con los hombres individuales, él comunica la fuerza dinámica que produce el cambio; y aquellos que son así convertidos, vuelven otra vez al ideal divino para la humanidad, nacidos de nuevo, encuentran su vida centrada no más en sí mismos sino en Dios, y son conscientes de la pasión por la santidad sin la cual ningún hombre puede ver al Señor, y sienten dentro de ellos la emoción, el palpitar y la conducción de esta gran vida eterna.

Aquellos que participan de estas características llegan a ser hombres y mujeres constreñidos a decir: «No tenemos aquí una ciudad habitable». Los hombres de fe son sin hogar en este mundo, no tienen ningún lugar donde poder reposar perfectamente; no tienen ningún lugar donde el entorno esté en armonía con las fuerzas misteriosas y poderosas de su propia vida, según lo creado por su contacto con este Señor Jesucristo mismo.

La esencia de las ciudades terrenales

Volvamos de esa primera consideración, y pensemos en las ciudades terrenales. Ya hemos dado un vistazo a ellas en general, nombrando varias. Platón declaró que el origen de la ciudad era el deseo del hombre de protegerse contra las invasiones y las bestias salvajes. Aristóteles declaró – y se acercó más a la verdad más profunda – que la ciudad era el resultado del instinto social en la vida individual.

Moisés no procuró darnos una filosofía, sino contar la historia de la edificación de una ciudad; era un intento de hacer fuera de un huerto una ciudad, y una tentativa de hacerlo sin Dios. Caín salió de la presencia del Señor, por lo cual el escritor no procuró en absoluto sugerir una Deidad localizada, sino en lenguaje figurado habló de un hombre que volvió las espaldas a Dios y eligió su propio camino, determinado a labrar su propia fortuna, y ser independiente del gobierno y de la instrucción divinos.

Él salió de la presencia del Señor y construyó una ciudad. En ese caso la ciudad fue el resultado de instintos sociales en los niveles más bajos; y los hombres aún miran a las ciudades como oportunidades para auto-engrandecerse, y para servir a la codicia.

¿Cuál es la historia de Londres en este momento? Escrito en una breve y quemante palabra, la supervivencia del más fuerte – no la supervivencia del más apto, el más apto no es siempre el más fuerte. Londres es egoísta. No es peculiar en eso. Eso es real en cada ciudad en el mundo hoy.

Quizás, después de todo, no hay ciudad más elocuente para el hombre de fe que Roma, la ciudad eterna – ¡Oh, la ironía de ella! Quienes han estado allí entenderán lo que quiero decir. Roma está constituida de tres capas: pagana, eclesiástica y moderna, y la más débil de ellas es la moderna. Estoy hablando materialmente.

Había una fuerza en la Roma pagana que permanece hasta este día pese al revestimiento de la Roma eclesiástica. Había la fuerza de la astucia horrible en la Roma eclesiástica, que vive en añosa magnificencia a pesar de la Roma más nueva que está surgiendo. Tres capas de falla; monumentos perpetuos de la inhabilidad del hombre para construir una ciudad eterna sin Dios.

En cualquier ciudad del mundo, usted encontrará la misma cosa. ¿Por qué? Debido al hombre que construye; porque lo que el hombre procura construir es egocéntrico y no centrado en Dios; porque en el corazón de la vida de la ciudad, variando su expresión, cambiando sus ropajes, alterando sus métodos, allí se sienta siempre entronizado el individualismo del egoísmo. ¡Mire los anuncios en los muros o en los periódicos, y oiga la canción del ego! ¡El socorro más grande ofrecido jamás al público! ¡El mayor descubrimiento en la tierra! ¡La más grande venta! Cómprame, toma mis mercancías. ¡Son las mejores! ¿Qué significa eso? Háganme rico, cualquier otro hombre puede sufrir. El egoísmo está por todas partes.

Si éstos son los síntomas fortuitos, el mal esencial es la impiedad, el ignorar a Dios. ¿Ha visto la historia de Babel? Restáurela a su Biblia porque ella es la verdad real. ¡Hagámonos un nombre! ¡Seamos una confederación independiente de todos los hombres y de Dios mismo! Esa es la antigua historia bíblica; pero usted puede encontrarla en el periódico de mañana, el más nuevo monopolio maldiciendo la tierra: ¡Egoísmo! Esa es la historia de la ciudad. El yo en sus formas más bajas, la lujuria de la carne, la lujuria de los ojos, el orgullo de la vida. Las grandes ciudades son grandes llagas en el cuerpo político.

«No tenemos aquí una ciudad habitable». Y otra vez, ¿por qué no? Porque no puede haber armonía entre el principio de la muerte del yo y el principio del egoísmo; entre el método del servicio sacrificial y el dominio de la codicia; entre la proclamación resuelta del evangelio que declara la salvación para el perdido, y la propagación resuelta de la filosofía que expresa en palabras la supervivencia del más fuerte. Ambas cosas se contradicen necesaria y perpetuamente. No tenemos aquí una ciudad de continuación para nosotros los hombres de fe; hombres que creen en Dios, en la santidad y en el amor. Las ciudades de la tierra son construidas por hombres de visión, procurando hacerlo sin Dios, que hablan de pecado como si fuera una enfermedad que no importa mucho, que predican del amor pero nunca lo practican en el comercio, en el arte de gobernar o en la vida social.

Aquí no tenemos ciudad permanente. Los elementos conservadores están faltando y los elementos de la corrupción son reinantes. «A mi alrededor, veo cambio y decadencia». Cuantas veces lo cantamos fácilmente; es verdad también en este sentido más amplio. Podemos escribirlo sobre las ciudades por todas partes, sobre las ciudades de hoy. Podemos demoler nuestros graneros y construir otros mayores; pero si Dios entra en la vida por un cambio, por el uso de la conjunción adversativa «pero», ¿qué uso tendrán los graneros y el producto dentro de ellos, y las cosas en las cuales nos jactamos?

Aquí no tenemos una ciudad permanente, porque los hombres de fe son un pueblo de continuidad. Aquellos que son puestos en incorrupción no pueden morar en la corrupción. Es solo cuando los elementos de corrupción son eliminados y la lepra del pecado es tratada en la vida humana que la ciudad de Dios será construida. «Aquí no tenemos una ciudad habitable».

Quisiera predicar el sermón del próximo domingo de inmediato, porque todo esto es preliminar. No quisiera que nadie se vaya diciendo que el predicador ha declarado el alejamiento de los hombres de fe; que ellos no tienen una ciudad permanente, y por lo tanto, que no tienen nada que ver con las ciudades en las cuales viven; que no tienen ninguna responsabilidad con respecto a las ciudades de hoy. Esa no es la enseñanza del pasaje, y les ruego oír el resto del versículo, el sermón importará poco: «Nosotros buscamos la ciudad por venir». No buscamos algo que está más allá, pero nosotros, los hombres de fe, descontentos con las cosas como son, buscamos la ciudad de Dios, moviéndonos siempre hacia ella.

El ejemplo de Abraham: la tienda y el altar

Lo que sea que el futuro pueda tener en reserva para nosotros, como pueblo, no tenemos hoy ningún hogar en la tierra. Estoy convencido de que la primera lección de poderoso servicio es la de la separación señalada por los índices de Abraham de la tienda y del altar. Allí, en el centro de la galería de la fama de Hebreos se levanta la gran figura de Abraham, quien dejó Ur de los caldeos y salió a buscar una ciudad. ¿Cuáles fueron los signos de su actitud? La tienda y el altar. La tienda; fácilmente desmontable, llevada fácilmente y fácilmente armable otra vez. El altar, dondequiera que hay una tienda, un lugar de adoración, un lugar de reconocimiento de Dios, un lugar al cual acudir para la renovación de la visión y la comunicación de la virtud. Estas dos cosas son los símbolos de la vida que conduce a la victoria.

La medida de la separación de los hombres cristianos de las máximas, los métodos y los motivos de las ciudades de los hombres es la medida en la cual ellos pueden corregir las cosas que son incorrectas; para destruir las fuerzas que destruyen; para construir la ciudad de Dios.

Los hombres de fe no incurrimos en mayor error que cuando asumimos nuestro domicilio en cualquier ciudad de la tierra, diciendo: «¡Aquí estamos, y de esta ciudad somos ciudadanos!»; diciendo en contradicción a la gran palabra de la epístola: «¡Aquí hemos hallado nuestra ciudad habitable!». No, la tienda es el símbolo de la vida del hombre de fe; siempre listo para ser perturbado por el gobierno divino, siempre listo a responder al mandato a moverse a testimoniar en alguna parte. Esa es la primera lección, pero no la última, no la final.

Hay mucho que hacer mientras nosotros estemos en la tienda. Tendremos que rogar por Lot y por Sodoma; debemos salir y luchar por el rescate de Lot; pero estará siempre Melquisedec, el Sacerdote, para reunirse con nosotros en nuestro camino y ministrar a nuestras necesidades. La primera lección es la de la tienda, lado a lado con el altar.

La iglesia de Dios –hablando ahora en términos más generales– solo puede ayudar a la nación mientras ella esté compuesta de peregrinos, de guerreros, de constructores de la fe que moran en tiendas y erigen altares, y trabajen con la espada y con la espátula para la edificación de la ciudad de Dios.

Nuestro único gozo real debería estar en nuestro desagrado con todo lo que es diferente a Dios. Esa es otra manera de expresar todo lo que he estado intentando decir. En la medida en que nos sentamos a las puertas de la ciudad, estamos contentos con ella, nos gozamos sobre ella y estamos satisfechos con ella tal como ella es, es la medida en la cual hemos perdido nuestra visión de la ciudad de Dios y nuestra comunión personal con el Dios de la ciudad.

Fuera de nuestro supremo gozo y reposo en Dios y en su voluntad, surge la inquietud de permanente protesta contra todo que sea diferente a Dios. Esa es la fuerza impulsora que nos permitirá destruir lo destructivo y ayudar en la edificación de la ciudad de Dios. ¡Peregrinos, guerreros, constructores, «no tenemos aquí ciudad permanente»!