¿Qué significa que Dios sea santificado en sus hijos?

Santificado sea tu nombre… Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones… Padre, glorifica tu nombre… Yo te he glorificado en la tierra”.

– Mat. 6:9; 1ª Pedro 3:15; Jn. 12:28; Jn. 17:4.

La mayoría de los creyentes estamos familiarizados con estas expresiones de la Palabra del Señor. El contexto de 1ª de Pedro capítulo 3 resulta muy aclaratorio. Es preciso que los cristianos permanezcamos apartados de toda especie de mal, y si vamos a padecer, que sea haciendo el bien, si la voluntad del Señor así lo determina, pero jamás como malhechores. Pues en tal caso, la responsabilidad sería nuestra, y el padecimiento inútil.

Santificamos al Señor cuando asumimos como propios los errores, faltas o pecados cometidos, cuando nos juzgamos a nosotros mismos y nos humillamos debidamente ante su presencia. Santificamos al Señor cuando pedimos perdón a quien hemos ofendido o defraudado, ya sea a la familia, a los hermanos de la iglesia o a nuestro prójimo en este mundo.

Si no santificamos permanentemente al Señor, nuestras oraciones se verán estorbadas, la comunión con los hermanos comienza decaer, en fin, todo el interés por servir al Señor comienza a debilitarse y, peor aún, paulatinamente vamos quedando expuestos a pecados mayores, y las consecuencias podrían ser desastrosas si no reaccionamos a tiempo.

Uno de los síntomas más notorios de este decaimiento espiritual, es que comenzamos a resaltar las fallas y errores en los demás. La falta de juicio personal deriva trágicamente en juicio hacia los hermanos.

Cuando la comunión de un creyente con su Señor es limpia, fresca, fluida, se llena del Espíritu Santo, y por tanto estará también lleno de misericordia y amor hacia los más débiles, con un celo santo por las cosas que atañen a la vida del cuerpo de Cristo, jamás con una crítica ácida y descalificante.

El Señor se santifica

Dios tuvo que santificarse a sí mismo en las vidas de Moisés y Aarón en el desierto, por cuanto ellos le representaron mal con ocasión de la falta de aguas en Meriba, en el desierto de Cades (Núm. 20: 9-13), este hecho tuvo como consecuencia que ambos fuesen impedidos de entrar en Canaán. El Rey David fue severamente reprendido de parte de Dios por el profeta Natán, porque no tuvo la capacidad de santificar a tiempo el nombre del Señor (2 Sam. 12: 7-14). Tal pecado de David fue bien conocido por Joab y seguramente por otros siervos cercanos al rey. Si Dios no hubiese intervenido para juzgar a David, los siervos habrían tenido argumentos contra el Señor, juzgándole como un Dios que tolera la impiedad de sus hijos. David vivió entonces la mayor sequía espiritual que se le conoce y sufrió las consecuencias de su falta de confesión (Sal. 32).

Aprendamos de una vez que si nosotros no nos apresuramos en santificar al Señor, él mismo lo hará y las consecuencias pueden ser trágicas.

Pedro, el discípulo intrépido e impulsivo, contradijo a su Maestro, jurando que jamás le negaría. El llanto amargo tras su derrota fue un juicio a sí mismo que santificó al Señor (Mt. 26).

Cada vez que Dios se santifica, Dios se separa del hombre en cuanto a la responsabilidad. En las Escrituras abunda el registro de ocasiones en que Dios se santificó en sus hijos y en sus siervos para que quedase muy claro a las generaciones posteriores que él nada tuvo que ver con las faltas y pecados de ellos. Nos faltaría el tiempo para hablar de Nadab y Abiú (Lev. 10: 1-3), del profeta Elí (1 Sam. 2: 27-35), del rey Saúl (1 Sam. 15: 22-28), del rey Uzías (2 Cr. 26: 16-21) y de muchos otros. Algunos murieron anticipadamente, otros fueron desechados del servicio, otros terminaron leprosos hasta su muerte.

Recuerde, hermano, si usted no se apresura en santificar al Señor, él mismo se encargará de santificar su Nombre en su vida.

El apóstol Pablo, escribiendo a Timoteo, le advierte acerca de «mantener la fe y la buena conciencia, desechando la cual naufragaron en cuanto a la fe algunos» (1ª Tim. 1:19). Mantener la buena conciencia está directamente relacionado con santificar al Señor. Sólo un activo y permanente juicio sobre nosotros mismos permitirá a nuestra conciencia ‘mantenerse buena’, es decir, limpia, sin traba alguna, para comunicarse con el Espíritu del Señor.

Mientras unos mantienen la fe, otros naufragan – advierte el apóstol. Esto nos habla claramente de que por alguna parte el pecado comienza a invadir «nuestra embarcación» hasta hacerla zozobrar. Tal es la triste historia de muchos cristianos que han retrocedido hacia sus antiguas costumbres, ofendiendo a su Salvador y acarreando dolores, tanto para sí mismos como para quienes les rodean.

Pero en Dios hay perdón. Si nos volvemos a él arrepentidos, santificando así su santo Nombre, nos recibirá con misericordia.

El Hijo glorificando al Padre

Mirando a nuestro Señor Jesucristo somos alumbrados y consolados. En un momento de aflicción, él tomó la decisión correcta: «Ahora esta turbada mi alma, ¿y qué diré?, ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12:27).

El contexto nos habla de la proximidad de la cruz. Ser ‘salvado de esta hora’ habría sido evitar la cruz, optar por una alternativa más cómoda para sí mismo; pero gracias al Señor, que no tomó tal camino. Hoy nosotros somos el fruto de aquella bendita decisión y alabaremos eternamente su nombre por su gran salvación.

«Padre, glorifica tu nombre…» es la expresión de una firme resolución interior de avanzar en la dirección correcta. También nos habla de una comunión hermosa, fluida, inmediata, sin preámbulo alguno, propia de alguien que tiene su mirada limpia, para ver el trono de Dios sin obstáculo alguno de conciencia. ¡Qué escena más brillante de nuestro Señor!

Justamente aquí es donde reposa el sencillo secreto de la constante victoria de nuestro Maestro: «Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra no será conmovido» (Hechos 2: 25-28).

Nada entorpecía la constante comunión del Hijo en la tierra con su Padre en los cielos. Por la misma razón, nada podía debilitarle ni desviarle de la senda de amor y servicio al Padre en beneficio de todos los hombres. Por tal razón, igualmente los espíritus le obedecían, los panes se multiplicaban, y aun los vientos y la tempestad del mar se volvieron en calma a la voz de su autoridad.

«Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez» (28). La inmediata respuesta del Padre muestra su agrado, su alegría y su permanente compañía celestial. El Padre ya había sido glorificado en todo el vivir previo de nuestro Señor Jesucristo. Desde su nacimiento hasta éste punto, su amor y poder, su carácter, bondad y autoridad habían sido plenamente expresados por el Hijo. Su voluntad había sido hecha de tal manera que quien veía al Hijo podía ver al Padre. De esta manera el Hijo glorificó al Padre. Ahora, la expresión «lo glorificaré otra vez» nos indica lo que venía a continuación, es decir, la crucifixión, muerte, resurrección y exaltación del Hijo.

¡Gloria a Dios, porque todo esto se ha cumplido maravillosamente!

Hoy le contemplamos coronado de honra y de gloria a la diestra de la Majestad en las alturas, y en la tierra gozamos de la bendita presencia del Consolador, el Espíritu Santo que nos sostiene y vivifica.

Cuando el Señor Jesús reconoce que su tiempo se cumple, ora a su Padre: «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese» (Jn. 17:4). Es decir, «mi razón de vivir ha sido manifestar tu amor, tu nombre, tus palabras, tu perdón, tu compasión y tu vida a los hombres». ¡Cuánta realidad y satisfacción hay en estas palabras de nuestro Señor!

Entendemos que para nosotros también hay una hora en que seremos evaluados, al final de nuestra carrera, cuando se cruce Su mirada, dulce y a la vez escrutadora, con la nuestra (tememos tan sólo al pensar en ello): «Bien, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor» (Mat. 25: 21), serán las benditas palabras de su aprobación para quienes le siguieron y sirvieron con fidelidad. Para otros, sin embargo, las palabras serán de dura e inapelable reprensión.

Nuestro estado

¿Cuál es nuestro estado hoy, hermanos? ¿Qué cosas perturban nuestra alma? ¿Qué evaluación nos hace el Señor en el día presente?

Nosotros no somos como el Señor. Nuestra historia está plagada de faltas, de inconsecuencias, de tropiezos, de reclamos agrios, de pecados, en fin, de períodos oscuros y sin fruto. Ciertamente, puede haber algún fruto a nuestro favor, algunos pequeños logros, todos atribuidos sólo a la misericordia y fidelidad de nuestro Señor. Si estamos hoy permaneciendo en la fe, en comunión con los hermanos, congregándonos con regularidad, sirviéndole, es porque la mano de nuestro Dios nos ha sostenido.

Hermanos, si el Señor no ha sido aún debidamente glorificado con nuestras vidas, todavía estamos a tiempo de humillarnos ante su trono. El Señor permanece fiel, él no puede negarse a sí mismo, más bien nos envía su palabra para sanarnos, para recuperar nuestro corazón y para que continuemos en la batalla, en la obra y en la tarea que ha encargado a cada uno. Cada uno dará a Dios cuenta de sí.

Todos los miembros tenemos distintas funciones y ministerios en el cuerpo de Cristo, y todos debemos igualmente ser fieles en expresar la vida y los dones que nos ha dado el Señor.

Clavando una estaca

Un día el Señor llegó a nuestras vidas y vino a ser nuestro firme fundamento. Entonces una firme estaca fue clavada, un hito que señala que somos hijos de Dios, salvos en Cristo Jesús.

Luego de haber caminado todo este tiempo, vengamos ante él con toda nuestra historia a cuestas, santifiquemos al Señor de todas nuestras faltas, confesemos toda liviandad y rebeldía, y digamos como Él: «Padre, ¡glorifica tu Nombre!». Una nueva estaca quede clavada en nuestro vivir.

Que se restaure aquella comunión hermosa con el Señor que estaba interrumpida o estorbada. Que volvamos a verlo claramente y adorarlo como es digno. Que podamos valorar y bendecir a cada miembro del Cuerpo de Cristo, pues nos necesitamos unos a otros.

¿Se turbará nuestra alma ante un compromiso mayor? ¿Temeremos a los nuevos desafíos que tenemos por delante?

Que el mismo Espíritu nos ayude, en nuestra debilidad, a proclamar: ‘Padre, glorifica tu nombre, aunque lo que venga sea duro, y la renuncia mayor, y los problemas se multipliquen. Que, aunque lo que viene no sea grato a mi alma (carne), quiero tu voluntad. Que la vida de Cristo en mí se haga manifiesta, que mi servicio a tu nombre tenga fruto, para salvación y bendición de muchos. Que al final de mi carrera pueda tan solo oír tus benditas palabras de aprobación: «Bien, buen siervo…». No quiero nada más. ¡Mi vida te pertenece, Señor Jesús!’.