El sacerdocio de los creyentes es una reacción de la vida divina contra la muerte espiritual.

¿Qué es un sacerdote? No es un funcionario o un miembro de una casta religiosa, sino un hombre que resiste a la muerte y ministra vida. El objetivo único y más abarcador de todos los tiempos –el gran propósito de Dios de eternidad a eternidad– puede ser descrito en el lenguaje del Nuevo Testamento como vida eterna. Cuando el pecado entró en el mundo, surgió la muerte, y entonces los hombres necesitaron de un altar y del derramamiento de sangre a fin de que el pecado pudiese ser cubierto por la justicia y la muerte ser vencida por la vida divina.

Juntamente con el altar, surgió allí la actividad personal de un hombre designado como sacerdote, y así, con el pasar del tiempo, tal servicio creció y creció hasta transformarse en un elaborado ministerio sacerdotal. Como un poder activo, la muerte sólo podía ser detenida, anulada y removida al ser debidamente confrontada su base pecaminosa. De ahí la necesidad del ministerio sacerdotal de justicia, la justicia perfecta de la vida incorruptible expresada por la sangre de la ofrenda. Israel debía ser un reino de sacerdotes, un pueblo basado y fundamentado en la justicia misma de Dios y, por eso, capaz de encarar a la muerte y derrotarla.

La iglesia fue llamada para ejercer este ministerio. El propio Señor Jesús previó esto al decir: «Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él» (Mat. 21:43). Más tarde, Pedro explicó que los pecadores redimidos son hechos participantes del llamamiento celestial, siendo linaje escogido y real sacerdocio, debiendo asumir la gran vocación de ser, de parte de Dios, ministros de vida en la tierra.

Así nosotros descubrimos que, como miembros del cuerpo de Cristo, tenemos un nexo con él, el gran Sumo Sacerdote, que es análogo a aquel entre Aarón y sus hijos, quienes participaban de su servicio sacerdotal. En la carta a los Hebreos, que trata este asunto, tenemos una especie de Levítico neotestamentario. En esta epístola, los creyentes son llamados tanto ‘hijos’, como ‘hermanos santos’, como si Cristo nos considerase sus hijos – «He aquí, yo y los hijos que Dios me dio» (Heb. 2:13).

De manera que por medio de nosotros, como miembros de Cristo, la gran obra sumo sacerdotal en el cielo debe tener expresión sobre la tierra. Si nos preguntamos cuál es el significado del continuo trabajo del Señor como Sumo Sacerdote, la respuesta es: traer vida sobre la muerte, anular la operación y el reinado de la muerte espiritual.

El mayor conflicto de la iglesia es con la muerte espiritual. Cuanto más espiritual se torna un hombre, más consciente está él de la horrible realidad de esta batalla contra el poder maligno de la muerte. Ningún sacerdote o levita del Antiguo Testamento intentó jamás ser lírico o hablar en lenguaje poético sobre este asunto, como si la muerte fuese algún tipo de amigo. Oh, no, ellos sabían que la muerte es la gran enemiga de Dios y de todos Sus intereses.

Cuando las Escrituras hablan acerca de la muerte como el postrer enemigo, esto no sólo significa que es la última en la lista, sino que es el enemigo extremo, la expresión completa de toda enemistad. El efecto del sacerdocio es ilustrado reiteradas veces en la Palabra de Dios. Vemos a la muerte adentrándose a causa del pecado, y luego, a Dios interviniendo con su respuesta de vida por medio del sacrificio de sangre. La sangre habla de una justicia aceptada, y por medio de esto el sacerdote estaba habilitado para enfrentar la muerte, vencerla y ministrar vida.

Finalmente, oímos hablar del Señor Jesús, que encontró a la muerte en la suma de toda su enemistad, la derrotó por medio del perfecto sacrificio de sangre de su propia vida, y luego dio inicio a su obra sacerdotal de ministrar vida a los creyentes.

El sacerdote es un hombre que tiene autoridad, aunque ésta sea espiritual y no eclesiástica. Él tiene poder con Dios. El apóstol Juan habla del caso de aquel que comete un pecado que no sea de muerte, y nos dice: «pedirá, y Dios le dará vida…» (1 Jn. 5:16). Esta referencia revela que un creyente que permanece fundado en la justicia por la fe mediante la sangre de Jesús puede ejercer el poder del sacerdocio en beneficio de un hermano que erró, y así ministrarle vida.

En verdad, no hay ministerio más necesario en la tierra hoy que este servicio tan vitalizante. Si nosotros ministramos verdades que no transmiten vida, estamos desperdiciando nuestro tiempo. Dios no nos comisionó para ser meros transmisores de información sobre las cosas divinas, o profesores de moralidad. Él nos libertó de nuestros pecados para que pudiésemos ministrar vida a otros en virtud de la autoridad sacerdotal.

Vivimos en un mundo donde reina la muerte. A diario, multitudes son arrastradas por una marea de muerte espiritual. ¿Por qué? Por causa de la injusticia. Es necesaria la actividad de aquellos que aceptarán sus responsabilidades sacerdotales, tanto pidiendo vida para otros como ofreciéndoles vida por medio del evangelio. Nosotros debemos ministrar a Cristo; no meras doctrinas sobre él, no meras palabras o mandamientos, sino el impacto vital de Cristo en términos de vida. Así, todo creyente es llamado para posicionarse entre los muertos y los vivos, dando la respuesta de Cristo contra las actividades de Satanás.

No es de asombrarse que la potestad de Satanás estuviese en guerra con Israel, pues la presencia de esta nación relacionada correctamente con Dios proclamaba efectivamente que el pecado y la muerte no reinan universalmente en el mundo de Dios, sino que son enfrentados y vencidos por el poder de una vida justa e incorruptible. Al final, Israel perdió este testimonio y, en consecuencia, el ministerio sacerdotal.

Entonces surgió la iglesia, para dar continuidad a este ministerio, no siendo ya un pueblo localizado en un territorio, sino una comunidad espiritual esparcida por toda la tierra, un pueblo cuya suprema vocación es mantener la victoria de Dios sobre la muerte, conforme al testimonio de Jesús. Y, ¿cuál es el testimonio de Jesús? Es el testimonio del triunfo de la vida sobre la muerte. Así lo declaró Él mismo a Juan: «Yo soy … el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Ap. 1:18). Este testimonio fue confiado a la iglesia y de inmediato los discípulos lo presentaron poderosamente entre las naciones.

Lamentablemente, en varios aspectos, la iglesia hoy está fallando en su vocación sacerdotal. Ese elemento vital de la vida victoriosa parece estar faltando. Las cartas al inicio del libro de Apocalipsis muestran que Cristo no estaba satisfecho con las muchas buenas actividades, los trabajos celosos, las enseñanzas correctas y la persistencia de las iglesias en la ortodoxia. Él intentó llamarlas de vuelta a su verdadera tarea de demostrar el poder de Su vida victoriosa en virtud de cualquier desafío.

¿Qué ministerio queremos nosotros? ¿Correr de un lado a otro asistiendo a conferencias, dando charlas, apoyando el trabajo cristiano? Todo eso puede ser parte, mas es de poco valor si no se encuadra en el contexto de la batalla sacerdotal contra la muerte: traer el impacto poderoso de la vida victoriosa de Cristo para enfrentar el desafío de la muerte.

El libro de Apocalipsis deja en evidencia que tal testimonio provoca la animosidad de Satanás; sin embargo, tal enemistad debería ser un elogio para nosotros, pues significa que nuestra vida está realmente haciendo diferencia para Dios. El día en que tú y yo ya no estemos envueltos en la batalla espiritual será un día malo, pues significará que hemos perdido nuestra verdadera vocación y ya no estamos proveyendo un desafío real para la muerte espiritual, sino que estamos fracasando en lo que atañe al ministerio sacerdotal. Por otra parte, el doloroso antagonismo de las fuerzas del mal puede ser una prueba evidente de que estamos verdaderamente sirviendo como sacerdotes.

Examinemos todas las cosas por la vida, la vida que triunfa sobre el pecado, la vida que liberta de las cadenas, especialmente de la cadena del miedo, la vida que se expresa por medio del amor hacia los pecadores necesitados. Juan no sólo nos anima a orar por la vida, sino que nos asegura que Dios la dará en respuesta a tal oración: «…y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte».

¡Nosotros no debemos fracasar en nuestro ministerio sacerdotal!