Después de la caída de Pedro –es decir de su negación al Maestro– hay dos hechos que muestran la iniciativa del Señor para restaurarlo. Ambos ocurrieron después de su resurrección. El primero, la mención que hacen de su nombre los ángeles para que se una a los demás discípulos en Galilea (Mr. 16:7), y el segundo, la aparición del Señor a Pedro antes que a los demás discípulos (1ª Cor. 15:5; Lc. 24:34).

Estos dos hechos son muy relevantes. Pedro había caído fuertemente y el Señor se ocupa personalmente de restaurarlo. Naturalmente, no hemos de ver aquí la exaltación de Pedro a una posición hegemónica. Se trata de amar más al que necesitaba más porque había pecado más. Es cierto, todos habían huido en el Getsemaní y le habían dejado solo, pero sólo Pedro le había negado tres veces con su boca.

Ahora bien, ¿qué vio el Señor en Pedro para ocuparse de él así?

Lo primero, vio sus lágrimas amargas cuando el gallo cantó aquella noche. (Lc. 22:61-62). Lo segundo, el sentimiento de indignidad que debe haber embargado a Pedro, al punto de no considerarse ya como uno de sus discípulos. Aquellos días en que Jesús estuvo en la tumba debieron llenar el corazón de Pedro de pensamientos fatalistas ¡Todo estaba perdido! ¡Jamás tendría otra oportunidad. (No olvidemos que la resurrección del Señor no estaba en sus planes).

Pedro se dolió profundamente por haber negado a su Señor, del cual sólo había recibido bien. Desde aquel momento, Pedro había entrado en un túnel profundo que no tenía luz al final. Los sentimientos de contrición debieron ser profundos y drásticos. Pedro necesitaba sentir el perdón del Señor y ser restaurado. ¿Quién podría hacerlo mejor que él?

El perdón y la restauración corren (y tal vez vuelan) para auxiliar al corazón arrepentido. Pero sin arrepentimiento no hay perdón, ni tampoco restauración. Es así siempre. Nuestras caídas no sorprenden al Señor; su sangre está pronta para limpiarnos y su amor para restaurarnos. Apenas el corazón se vuelve a él contrito y arrepentido, él actúa ¡hermosamente!