Cómo los medios de gracia provistos por Dios nos ayudan a vencer todos los obstáculos.

Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer … Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre».

– Juan 15:4-5; 1a Juan 2:24.

La palabra «permanecer» fue muy usada por el Señor Jesús. En Juan capítulo 15, ella aparece trece veces, en forma explícita e implícita; y en el capítulo 2 de la primera epístola de Juan, se registra seis veces. El apóstol tomó esta palabra del Señor Jesús y la hizo suya.

Juan escribió aproximadamente en el año 90, unos sesenta años después que el Señor partió de este mundo. En ese tiempo, los cristianos sufrían persecuciones, habían perdido sus bienes y sus familias, eran azotados, encarcelados y muertos por causa del testimonio del Señor.

Testimonio de valor

Entonces se hizo presente la tentación de desistir. El Señor Jesús había insistido en que sus discípulos permanecieran y guardaran la fe. Las pruebas, las aflicciones y los tormentos atentaban contra la permanencia en la fe.

La posibilidad de desistir era grande. Pero el testimonio del valor que tuvieron ellos de perderlo todo por amor de Cristo ha trascendido a través de los siglos, conmoviendo al mundo.

El apóstol Juan, en el primer capítulo de su primera epístola, versículos 1 al 4, habla de la visión celestial. Juan, ya anciano, ha quedado solo. Han muerto todos sus compañeros; pero él habla a nombre de todos ellos, diciendo: «Lo que hemos visto»; no «Lo que he visto». «Lo que hemos oído, lo que hemos visto». ¿Quiénes? Los apóstoles.

«Lo que hemos contemplado», aludiendo a esos años en que ellos estuvieron con el Señor, cuando le vieron caminar sobre las aguas, cuando le contemplaron en el monte de la Transfiguración, cuando le vieron sanar enfermos, resucitar muertos, haciendo las maravillas de Dios, cuando comprendieron que no era un hombre común, sino que era Dios encarnado.

Comunión celestial

Hay un testimonio, un anuncio apostólico, transmitido aquí en forma escrita: «Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó» (1:2).

«Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1:3). Nuestra comunión vino del cielo, de la vida trinitaria. El estilo de esa vida se vive en comunión. Y lo maravilloso es que nosotros hemos entrado en esta comunión.

«Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido» (1:4). No hay gozo más grande que haber entrado en esta comunión, en esta vida celestial que se nos manifestó. Pero no es solo vida extensa en el tiempo, sino también una calidad de vida expresada en un compartir, en un dar y recibir, en una mutualidad.

El Padre lo da todo para el Hijo, y el Hijo lo da todo para el Padre. El Padre constituyó al Hijo heredero de todo. Esta es la comunión que nos fue dada, la comunión con el Padre y con el Hijo, comunión que pasa por creer lo que los apóstoles anunciaron tocante a ella. Esta es la visión celestial.

Riesgo de pérdida

Ahora, existe el riesgo de que esta visión celestial en base a la comunión se pierda. De eso hablan Juan, Santiago y, en realidad, todos los escritos del Nuevo Testamento. Pero hacemos especial referencia a Juan y a Santiago, porque hay gran similitud en su preocupación por las causas que atentan contra la permanencia de los cristianos en la fe.

Juan empieza diciéndonos que «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él … si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros» (1:5, 7).

Si no andamos en luz, la comunión se rompe. La comunión que tenemos nos vino de arriba. Si decimos que andamos en luz, pero andamos en tinieblas, mentimos. Habría una inconsecuencia entre lo que profesamos y lo que practicamos. Por lo tanto, necesitamos andar en luz.

Nosotros estuvimos bajo el dominio de las tinieblas, del cual fuimos liberados, para ser trasladados al reino de la luz. Dios es luz. Hoy andamos en la luz, aunque existe el riesgo de caer en alguna tiniebla; pero no para retroceder, sino para arrepentirnos, y para conocer cuán tremenda es nuestra tragedia, como seres humanos, de ser tan distintos a Dios.

Contrastes

En la palabra «permanecer» hay implícitos algunos contrastes. ¿Por qué Jesús usó esta palabra? Porque él era la vida eterna que fue manifestada. Eternidad tiene que ver con algo perdurable, inmutable; lo eterno, que no se agota, que no varía, que es incorruptible, inconmovible, constante, firme, perdurable. Lo contrario de esto es lo cambiante, lo efímero, lo perecedero, lo inestable, lo corruptible, lo débil, aquello que se agota.

La palabra «permanecer» tiene que ver con lo eterno. Juan dice: «El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1a Juan 2:17). En su primera epístola, que tiene cinco capítulos, en los cuatro primeros, Juan usa veinte veces la palabra «permanecer». Y la mayoría de las veces la usa como un mandamiento: «Permaneced». Es una orden.

La visión celestial tiene que ver con la vida eterna manifestada, con la calidad de vida y con la comunión de la Trinidad, con la comunión apostólica, con el gozo que produce esta comunión.

Decíamos que existe la posibilidad de que se rompa esta comunión. Ella depende de cuánto valoramos esta visión; si estamos dispuestos a sufrir, a soportar, a resistir, a apartarnos de todo aquello que pudiera atentar contra nuestra permanencia en la fe.

Ciegos sanados

Para ayudarnos un poco a valorar lo que significa esta experiencia, el hermano Austin-Sparks, en un libro llamado Visión Espiritual, reflexiona sobre las veces en que Jesús sanó a algunos ciegos. Él sanó a un ciego de nacimiento, que nos representa perfectamente a nosotros, porque aquel hombre había vivido en la oscuridad y nunca había visto la luz. Y eso éramos todos nosotros. «Habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Juan 9:25).

Es maravilloso el milagro de haber estado ciego y ahora ver, conocer las formas, distinguir los colores, disfrutar las puestas de sol. Qué maravilla es ver todo eso. Si podemos apreciar lo que es ver, entonces podremos permanecer en la visión celestial. Porque esta visión es más gloriosa que haber sido ciego y ahora ver. Aquello es algo grandioso, pero esto es algo más grande aún, porque no es la visión del mundo terrenal, sino la visión celestial.

Jesús sanó también a otro ciego, tocándolo, y le preguntó si veía algo. El hombre dijo: «Sí, veo a los hombres como árboles, pero los veo que andan» (Mar. 8:24). Muchas veces hemos recibido un toque del Señor, una vislumbre parcial de la visión celestial. Y entonces se requiere un nuevo toque, para ver más claramente. En este caminar, todos, de alguna manera, hemos experimentado lo que simboliza este ciego.

En el mismo libro, el hermano Sparks explica el drama de la iglesia en Laodicea. Como toda iglesia, ésta se constituyó teniendo esta visión celestial, pero terminó perdiéndola.

Para poder permanecer, es necesario valorar lo que es la visión celestial, y no aceptar nada que venga a interrumpir la permanencia, valorando lo que significa haberse encontrado con el Señor Jesucristo. Al conocerle, nuestro entendimiento se abrió, y fuimos alumbrados para verle con los ojos del espíritu.

Medios de gracia

Una de las causas que hacen perder la visión celestial, según Juan en esta epístola, es el pecado. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1a Juan 1:8). Juan parte diciendo que nosotros tenemos esta naturaleza contraria a la de Dios. Dios es luz. Nosotros ya no estamos bajo el dominio de las tinieblas, sino bajo el dominio de la luz. Pero, aun así, corremos el riesgo de caer en tinieblas y dejar de permanecer en la fe.

Si caemos en alguna tiniebla, se rompe la comunión, porque no se puede tener comunión con Dios habiendo tinieblas escondidas. La solución, dice Juan, es confesar, poner en luz. Este es un medio de gracia. Juan nos recomienda varios medios de gracia para retomar el camino de la comunión. Porque, cuando la comunión se rompe, el gozo del Señor deja de ser un gozo completo.

El gozo del Señor es nuestra fortaleza. Si puedes valorar el gozo que te produce el tener comunión con el Señor, eso te ayudará a huir de las tinieblas.

Hablando de confesar, Juan no dice si la confesión debe ser hecha a un hombre, un hermano o un pastor; pero creo que tendría que ser primeramente a Dios. Y cuando ese pecado persiste, entonces hay que buscar a los hermanos para pedir ayuda.

Cuando un cristiano recurre al cuerpo y pide ayuda, entonces las tinieblas son quebrantadas y el creyente experimenta libertad. Porque, aunque pueda caer en pecado, no es para retroceder al dominio de las tinieblas, sino que, tan pronto como haya caído, pueda volver a levantarse, acudiendo a los medios de gracia.

Fe en su sangre

Juan añade que «la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1:7). Y hay otro medio de gracia: Dios «es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1:9). Y otro: «Hijitos míos … si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (2:1).

¿Se imaginan ustedes la mediación de Jesucristo ante el Padre, como alguien que está suplicando misericordia y piedad para estos pecadores que han ofendido la santidad de Dios? ¿Así te imaginas al Hijo como abogado por tu causa? Si es así, quiero recordar que es el Padre quien envió al Hijo para que nos socorriera de nuestros pecados.

No nos equivoquemos con respecto al concepto que tenemos de Dios, porque Dios es amor. Aunque también es fuego consumidor, a Dios le basta ver la sangre de Cristo, le basta ver tu fe en Jesucristo, le basta saber que tú crees que la sangre y la mediación de Cristo obra en tu favor, para levantarte de tu caída.

Propiciación

También se menciona otro medio de gracia. «Él (Jesucristo) es la propiciación por nuestros pecados» (2:2). La propiciación es el punto de encuentro entre un Dios santo y glorioso, y un pecador. Dios desciende y el pecador sube.

En ese punto intermedio, llamado propiciación, nos encontramos con Dios. La gloria de Dios no me consume, sino que él se compadece de mí, porque la mediación del sacrificio de Cristo obra en mi favor.

Las pruebas

Aparte de los medios de gracia que Juan menciona, hay muchos más. Santiago dice que las pruebas son un medio de gracia, porque a través de la prueba, Dios produce en nosotros la paciencia.

La paciencia es una característica de Dios, y nosotros estamos siendo formados a la imagen de Cristo. Si tú no valoras la paciencia como uno de los rasgos de Dios, entonces nunca podrás gozarte en los sufrimientos. En vez de ello, tendrás quejas, murmuraciones y protestas contra Dios: «¿Por qué Dios permite que a mí me ocurra esto?».

Ante este problema, Santiago dice: «Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra» (Stgo. 1:5-6). ¿Qué es eso? Inestabilidad. «El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos» (v. 8). La inconstancia es contraria a la permanencia. El hombre de doble ánimo es el que duda.

Soportar, resistir

Santiago nos guía a encontrar la dicha del hombre. «Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman» (Stgo. 1:12).

Soportar es permanecer; resistir es permanecer. Resistir es un término bélico. Estamos en una guerra espiritual, a través de las pruebas. Y las pruebas son otro medio de gracia.

Santiago termina hablando de «toda buena dádiva y todo don perfecto» (v. 17), aludiendo implícitamente a que estas pruebas y estas tentaciones que nos toca soportar y resistir, son un don de Dios. Si no entendemos esto, no podremos percibir por qué somos bienaventurados. Si no hubiera pruebas, ¿de qué lucha estamos hablando?

Quebrantamiento

Dios provee estas circunstancias para probarnos, para que la fe sea hallada en alabanza, para purificarnos; porque él conoce nuestras deficiencias. Y la única manera en que él puede avanzar con nosotros, es a través del quebrantamiento, como dice el hermano Nee en su libro La Liberación del Espíritu.

Según el hermano Nee, el mayor medio de gracia es la revelación de Jesucristo, o sea, la visión celestial. Debido a nuestra naturaleza inconstante, Dios emplea el recurso del quebrantamiento. Aquella figura del frasco de alabastro que guarda el perfume, representa el alma, como una cárcel que encierra el espíritu. El espíritu no será liberado a menos que el frasco se quiebre.

Mundanalidad

El pecado, en sus diversas formas, atenta contra la visión celestial, y por ende a la permanencia en la fe. Pero Juan continúa en el capítulo 2, mencionando la mundanalidad como otro de los atentados contra la permanencia.

«No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo … el mundo pasa, y sus deseos» (1a Juan 2:15, 17). El mundo es pasajero, contrario a permanecer. El gozo que produce la vida mundana es pasajero; pero el gozo del Señor permanece para siempre. El gozo al que hemos sido llamados es un gozo creciente y eterno.

El mundo como sistema, con su política, con su economía, pasa. «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo». Y la esencia de la mundanalidad son «los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida» (v. 16).

Los deseos de los ojos tienen que ver con la codicia, con el arte y las cosas bellas de este mundo; la vanagloria de la vida son los afanes cuyo fin es «vanidad de vanidades»; y los deseos de la carne son enemistad contra Dios, porque la carne nunca quiere lo que Dios quiere. Por tanto, todas estas cosas son pasajeras. Ese es el mundo.

Confrontando al mundo

Los primeros cristianos huían de las ciudades, pensando que así escapaban de la mundanalidad, y se fueron a los campos, ignorando que el mundo iba dentro de ellos. Como dijo Jesús: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» que hay en el mundo. Porque los cristianos, aunque nos apartamos del mundo, tenemos un deber: confrontar al mundo con sus tinieblas, y hablarles del amor de Dios.

El mundo es un enemigo del cual huimos para poder permanecer en Cristo; pero no huimos para desen-tendernos del mundo, sino que huimos del mal que hay en él, pero vamos al mundo para procurar reconciliarlo con Dios.

Los anticristos

Juan menciona otra causalidad de ruptura con la permanencia en la fe, y es todo lo que tiene que ver con el espíritu del anticristo: los anticristos y las doctrinas heréticas.

Santiago escribió en el año 48. En ese tiempo, los judíos cristianos, que habían vivido en Jerusalén, habían sido esparcidos. Pero cuarenta años más tarde, cuando escribe Juan, se añaden otras causas para desistir de la fe: las herejías, los falsos maestros que engañaban a los cristianos.

Hay muchos elementos que atentan contra nuestra integridad, contra el testimonio de la visión celestial, y procuran apartarnos y desalentarnos para no proseguir. De esta manera, tenemos por fuera una tremenda cantidad de herejías y dis-torsiones con respecto a la fe en Cristo.

La sana doctrina

Cuán importante es leer la Biblia, conocer y valorar la doctrina. Si no entendemos la palabra escrita, ¿cómo recibiremos la revelación de ella? Debemos equilibrar las cosas.

A aquellos que menosprecian el estudio bíblico y la ortodoxia, que buscan solo «espiritualidad» les podría ocurrir lo que les ocurrió a una parte de los cuáqueros, a quienes solo les interesaba, en sus reuniones, que un hermano dijera: «Estoy oyendo una voz, estoy viendo a un ángel, tengo una visión», y otras cosas por el estilo; pero hacían caso omiso de las Escrituras.

Esas cosas causan daño en la vida de la iglesia. Nosotros amamos la Palabra y la sana doctrina. Si no creemos correctamente en Cristo, estamos perdidos, porque de él no podemos decir cualquier cosa.

Ahí estaban los anticristos enseñando, entre otras cosas, que Jesús era divino, pero no humano. Con muchos argumentos, trataban de engañar a los creyentes, para desviarlos de la fe correcta.

Todos los apóstoles se valieron de la doctrina para enseñar. Todas las enseñanzas bíblicas tienen una gran cantidad de teología. Por eso, Juan es conocido como Juan el Teólogo. No menospreciemos la teología, el estudio bíblico.

Equilibrio

Sin embargo, si nos quedamos solo con el estudio y el conocimiento de la Escritura, y no vamos más allá, a la revelación, a la visión celestial, a la experiencia espiritual que nos conecta con la vida de la Palabra, el mero conocimiento no sirve de nada; pero sirve cuando llegamos a esta otra parte que es la espiritualidad. Los que tienen solo el conocimiento bíblico y menosprecian la espiritualidad, carecen de la mitad de lo que realmente se necesita para vivir una vida cristiana completa.

El peor anticristo

Los anticristos son muchos; falsos maestros y falsas doctrinas. Pero el más grave de todos es el anticristo que llevamos dentro de nuestro propio corazón. Pablo dice: «Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden» (Rom. 8:7).

Por lo tanto, mi carne, que es mi naturaleza humana, tiene una condición, una marca: no se sujeta a la ley de Dios, ni siquiera puede. Mi carne es enemiga de Dios; es anti-Dios, es anti-Cristo, es anti-iglesia, es anti-comunión.

Conozcámonos a nosotros mismos, sepamos quiénes somos realmente. Si tenemos visión celestial, implícitamente tendremos una comprensión de quiénes somos nosotros, de cuánta perversidad y corrupción hay en la naturaleza humana. Solo la visión celestial nos puede mostrar nuestra condición.

Enfrentando la inconsecuencia

Finalmente, Juan presenta como causa de romper con la permanencia, la tremenda contradicción que hay entre la fe y la práctica, la inconsecuencia de un cristiano que dice una cosa y practica otra.

Juan confronta a este tipo de cristiano, diciendo: «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1a Juan 2:6). Porque no es solo cuestión de decir: «Creo en Cristo, estoy en Cristo», sino de cuál es la experiencia de nuestro caminar con él.

A estas causas de ruptura con la permanencia en la fe, Santiago añade las pruebas, las tentaciones, la falta de control de la lengua, los celos, las contiendas. También Santiago, como Juan, señala varios medios de gracia, uno de los cuales son las pruebas, que él define como un don de Dios para formar el carácter de Cristo en nosotros.

La importancia de oír

Santiago agrega: «Recibid con mansedumbre la palabra implantada» (1:21). Esto ayuda a que la fe y la práctica concuerden. Él dice que no seamos oidores olvidadizos. «Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad…» (1:25). Menciona de tres maneras la ley, pero no se refiere a la ley del Antiguo Pacto, sino a Cristo.

La palabra implantada es Cristo. Dios, «de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (1:18). La palabra de verdad es Cristo; la palabra implantada es Cristo. Y ahora se nos pide que escuchemos. Qué importante es oír; esto nos ayudará a permanecer. Por eso, en el Nuevo Testamento encontramos este consejo: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».

Luego, Santiago insta a purificarse de toda contaminación. Es como quitarse la cera de los oídos para poder oír. Hablando espiritualmente, necesitamos limpiarnos, para poder oír con mansedumbre. La mansedumbre es una virtud de Cristo. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29).

Isaías 50:4 dice: «Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios». Santiago está considerando lo que dijo Isaías respecto de la actitud de colocar su oído atento a la voz del Señor, a la inspiración del Señor.

Con mansedumbre

La mansedumbre es la actitud del buey. El evangelio de Marcos nos presenta a Cristo como el buey que trabaja, pero que no reacciona contra el que lo apura. A veces somos sordos al consejo del Señor a través de los hermanos. ¿Estás dispuesto a oír el consejo del Señor? Porque en esto somos probados.

Luego Santiago agrega: «Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo» (1:25), comparando a un hombre que se mira en el espejo, y luego se va y se olvida cómo era. «Mas el que mira», ¿dónde? A un espejo que se llama «la perfecta ley». «…el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella…». Otra vez la idea de «permanecer». «…no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será feliz en lo que hace» (v. 25). Santiago nos enseña a oír y hacer.

Entre los casi setecientos títulos que tiene Cristo en la Biblia, Cristo aquí es mencionado como «la ley perfecta», como «la ley de la libertad» y como «la ley real». Él no está hablando de la ley del Antiguo Testamento, sino de Cristo. Primero, porque esa ley del Antiguo Testamento, aunque era perfecta, tenía que ser perfeccionada, en el sentido que Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho… pero yo os digo…». Pero, además, porque nunca alguien había cumplido esa ley, aunque era santa, justa, perfecta y buena. El único que ha podido cumplirla es el Señor Jesucristo.

Ley implantada

Esta es la ley perfecta, porque no está fuera, sino dentro de nosotros. Dios cumplió su promesa: «Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón» (Jer. 31:33). De tal manera que la palabra implantada es algo orgánico. Ya no es la letra de la ley del Antiguo Testamento. Ahora es la ley que es el carácter de Dios encarnado en Jesucristo. Jesucristo es la encarnación del carácter de Dios, la encarnación de la ley.

Jesucristo es Dios manifestado en carne y, por lo tanto, el que tiene a Cristo, tiene la palabra implantada, tiene adentro la ley perfecta, y esa ley lo hace libre. Lo que no podíamos antes por la carne, porque la carne no se sujeta a la ley de Dios ni siquiera puede, pero ahora la ley metida dentro de nosotros, puede liberarnos de nuestra incapacidad e insolvencia moral, y esta ley, que es Cristo en nosotros, nos capacita para agradar a Dios.

Y es la ley real, la ley verdadera. La otra ley estaba fuera de nosotros; pero ésta es real aquí adentro. Y además, porque la dio el Rey. Por eso, Santiago no está hablando de la ley del Antiguo Testamento, sino de Cristo.

Los exámenes de Juan

Juan nos presenta algunos medios de gracia, y nos confronta a través de varios exámenes. El cristiano debe examinarse a sí mismo. Las afirmaciones que hace Juan confrontan al cristiano con su condición: «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo … El que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él … Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios». O sea, si alguien no es capaz de confesar que Jesús es el Cristo, habría que dudar si es nacido de Dios.

«En esto…»

«Aquel que ama…». Cuando nos confronta Juan con el amor, ¿cómo sabemos que hemos pasado de muerte a vida? ¿Cómo lo comprobamos? En que amamos a los hermanos. Así, Juan nos presenta una serie de preguntas. Y nueve veces subraya la expresión: «En esto sabemos… en esto conocemos». Los cristianos somos personas que nos caracterizamos, no por ignorar, sino por saber.

Pero éste no es un saber meramente intelectual, sino que también nos lleva a experimentar, a vivir. Por eso, los escritos de Juan y de Santiago nos confrontan con el hecho de que la fe y la práctica, el oír y el hacer, deben andar juntos.

Santiago y Juan esgrimen las razones por las cuales tenemos que echar mano a estos recursos, por qué tenemos que permanecer, por qué tenemos que resistir, por qué tenemos que soportar, por qué tenemos que alegrarnos con los sufrimientos.

Permaneced

«Hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados» (1a Juan 2:28). Entonces valoraremos el significado de haber sido fieles, valoraremos el haber permanecido, el haber sido constantes, el haber echado mano a la vida, el haber dado gracias a Dios por las pruebas, el haberle alabado en medio de las circunstancias difíciles.

¿Qué valor tiene todo esto? Que cuando venga el Señor, yo no me encuentre con un juez implacable, con alguien que me atemorizará; sino que me encuentre con mi amado Señor Jesucristo, con aquel que tuve comunión todos los días de mi vida, con aquel que conoció mis debilidades y vio mis sufrimientos, con aquel que me vio caminar con él y que me tendió la mano tantas veces, cuando caí, y me volvió a levantar una y otra vez.

Los sufrimientos

Quiero abrazarme con el Señor. No quiero huir avergonzado. Quiero mirarle cara a cara, y vivir eternamente con él. Este es el valor de haber permanecido.

Santiago nos alienta diciendo: «He aquí, tenemos por bienaventurados a los que sufren» (5:11). Y al decir «tenemos», está hablando de parte de todos los creyentes.

¿Podríamos nosotros también decir con certeza que tenemos por bienaventurados a los que sufren? ¿O tú estás confundido con respecto a esto? Los sufrimientos no son en vano. Si viene la prueba de Dios y la soportamos, y si viene la tentación del diablo y la resistimos, en ambos casos, al final, recibiremos la corona de vida que Dios ha preparado para los que le aman.

Hay coronas, hay recompensas. Así le ocurrió a Job: «He aquí, tenemos por bienaventurados a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor» (5:11). ¿Cuál fue el fin del Señor con Job? Job no le conocía. «De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven» (Job 42:5). Tras la prueba, podrás decir: «Ahora te veo, ahora comprendo».

«Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios» (Stgo. 1:5). ¿Por qué me está ocurriendo esto a mí? ¿Cuál es el propósito de todo esto? Y cuando entiendo que el fin es que Cristo sea formado en mí, se acaban las quejas y las preguntas. Ahora entiendo, ahora veo. Eso es visión celestial. ¡Aleluya!

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2016.