Elementos fundamentales para que la iglesia, como cuerpo, se edifique y exprese su vocación.

Siempre es un privilegio que el Señor quiera hablarnos y revelarnos su palabra. El Señor nos llama a considerar una vez más la visión celestial, porque esta es la visión que gobierna todos sus tratos con el hombre y con la iglesia. Todo lo que Dios hace, está gobernado por su visión, por su propósito. Entonces, esta visión no solo gobierna la iglesia, sino todos los actos divinos.

Visión y conflicto

Sin visión, dice Proverbios, el pueblo se desordena; sin visión, la iglesia pierde su razón de ser. Se convierte en una mera institución humana, y deja de ser la expresión de la mente y el corazón de Dios sobre la tierra.

Cuán importante es que esta visión esté viva, por el Espíritu de Dios, en nuestros corazones. Y cuán propensos somos los hombres a desviarnos de ella. Es fácil verlo cuando leemos las cartas del Señor Jesús a las iglesias, en Apocalipsis capítulos 2 y 3. Vemos cómo éstas se apartan de la visión del Señor; por eso, él aparece en medio de los siete candeleros, porque las iglesias deben volver a la visión de la centralidad y la supremacía del Señor.

La iglesia será edificada a través de los siglos, hasta que se consume el propósito de Dios en ella, a través del conflicto y la batalla, porque hay poderes que están determinados a impedir que la visión celestial se encarne a través de la iglesia. Eso explica por qué, constantemente, somos tentados a desviarnos de la visión celestial.

Por eso, hemos querido revisar este asunto de la visión celestial. Los que llevamos algunos años, hemos oído esta palabra, la hemos creído y la hemos enseñado; pero no por ello estamos a salvo de desviarnos.

¿Cuál es el gran mensaje del Señor a las iglesias en Apocalipsis? «Recuerda». Qué interesante. «Recuerda de dónde has caído … Acuérdate de lo que has recibido, y guárdalo». Por eso, usamos este versículo de Juan: «Lo que habéis oído desde el principio, permanezca en vosotros» (1a Juan 2:24).

El peligro de la abundancia

Poco antes de que los israelitas entraran en la tierra prometida, el Señor les hace a través de Moisés una recapitulación de todo lo que ellos habían vivido. Pero luego les da una advertencia: «Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra … Cuida de no olvidarte de Jehová tu Dios … no suceda que comas y te sacies … y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón … y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza» (Dt. 8:7-17).

En cuanto a nosotros, ¿no es verdad que hemos sido prosperados por el Señor? Una de las cosas que el Señor hace es que, cuando él nos prospera espiritualmente, por añadidura, también nos prospera materialmente. He aquí el peligro. Seguramente, al principio, los israelitas no tenían palabras para describir lo que veían. Pero después se acostumbraron a las riquezas y a la abundancia. Y así, lo que es santo llega a convertirse en algo común.

Algunos jóvenes, hoy, ni siquiera saben, ni imaginan, el precio que algunos de sus hermanos mayores pagaron por esta visión. Ellos nacieron en la tierra de abundancia; pero algunos de nosotros recordamos el desierto. Y por eso, para nosotros, esto es tan valioso.

Una de las frases más tristes de toda la Biblia es: «Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel» (Jue. 2:10). Que no les ocurra esto a nuestros jóvenes. La visión celestial tiene un precio, y hay que pagarlo. Cuando a usted le regalan algo que a usted no le costó, no lo valora, ¿verdad? Que el Señor, en estos días, pueda traernos una profunda revelación del valor de la visión celestial.

La visión en Efesios

En Efesios capítulo 4, queremos revisar algunos aspectos de la palabra del Señor respecto a la encarnación de la visión celestial, y cómo esta visión gloriosa de la centralidad y supremacía del Señor Jesucristo sobre todas las cosas está allí descrito.

Para este fin, Dios ha establecido un vaso, un instrumento único, para que Cristo lo llene todo y en todo, para colaborar con Cristo en la consecución y consumación de ese divino propósito. Y ese vaso es la iglesia. Efesios nos habla del lugar de la iglesia en el propósito de Dios. El propósito supremo de Dios no es la iglesia. Sin embargo, ella ocupa un lugar de privilegio en ese propósito.

En los primeros tres capítulos de Efesios, el apóstol Pablo nos presenta lo que él llama su entendimiento en el misterio de Cristo, «misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef. 3:5).

Visión que cautiva

Este misterio está constituido por tres aspectos que definen el carácter y la vocación de la iglesia, y están relacionados también con tres testigos de la visión celestial: Pedro, Pablo y Juan.

«Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (4:1). Pablo estaba literalmente preso, en Roma. Estaba encadenado, limitado en sus movimientos, por causa de su testimonio del Señor.

«Yo, pues, preso en el Señor…». Aunque era preso del sistema romano, Pablo no se considera a sí mismo un prisionero de ningún hombre. Porque la verdad es que nadie puede ponernos en cadenas, si esa no es la voluntad del Señor. Mucho tiempo atrás, camino a Damasco, el Señor lo cautivó, y Pablo se volvió un prisionero de Cristo.

«…os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados». Esa vocación se refiere a lo que él nos muestra en los primeros tres capítulos, y tiene que ver con nuestra respuesta a la visión celestial. Cuando la visión celestial entra en nuestros corazones, se convierte en nuestra vocación.

¿Qué determina nuestra vocación? La visión celestial. Aquí no se está hablando de la vocación individual. La vocación que menciona Pablo es el llamamiento de la iglesia como cuerpo de Cristo. La iglesia tiene una vocación, que está definida por la visión celestial. Y esa visión está constituida por tres aspectos: la iglesia está llamada a ser la familia de Dios, la casa de Dios, y el cuerpo de Cristo.

Tres aspectos de la visión

En primer lugar, de acuerdo al testimonio de Juan, la iglesia está llamada a ser una familia de hijos semejantes a Jesucristo. Él es el primogénito. Él es la imagen según la cual todos los demás hijos deben ser conformados. El segundo aspecto es la casa de Dios; en el testimonio de Pedro, la iglesia está llamada a ser la casa de Dios; un templo de piedras vivas, del cual Cristo es el fundamento. Y en tercer lugar, la iglesia está llamada a ser el cuerpo de Cristo, según el testimonio de Pablo, teniendo a Cristo como su cabeza.

Estos tres aspectos definen nuestra vocación. En ellos, el Padre busca exaltar a Cristo como el centro de todas las cosas: el primogénito de la familia de Dios, el fundamento de la casa de Dios, y la cabeza de la iglesia.

A partir del capítulo 4, el apóstol hace un llamamiento. Esa visión tiene que ser encarnada en la tierra a través de asambleas de creyentes, para que lleguen a ser expresiones de esa iglesia concebida en la mente y en el corazón de Dios, para exaltar la primacía y la centralidad del Señor Jesucristo.

Elementos fundamentales

En este capítulo, Pablo presenta cuatro elementos fundamentales para la expresión de esa visión de las iglesias. Que el Señor, por su Espíritu, nos muestre en qué cosas estamos fallando, y qué nos falta todavía. Porque Cristo es el varón medida de Dios, la plomada con la cual él mide la condición de las iglesias, para corregir lo defectuoso. Estos elementos están en orden ascendente, que no puede ni debe ser alterado en la edificación de la iglesia.

  1. Amor

El primer requisito para que podamos andar como es digno de nuestra vocación: «…con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor». Preste atención: el amor aparece aquí, en el punto de partida de la vida de iglesia, y luego al final, en el versículo 16. Es decir, toda la vida de iglesia está encerrada por el amor. El amor es el elemento fundamental.

El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros; como yo os he amado». Usando una metáfora, el amor es la argamasa, el elemento que une piedra con piedra en la casa de Dios.

Cada uno de nosotros es una piedra viva que el Señor ha llamado para edificarnos juntos. Pero, ¿cómo el Señor nos va a unir realmente? No es fácil, porque somos piedras vivas. No somos piedras sin voluntad. Tenemos intereses, deseos particulares y voluntades diferentes los unos de los otros.

Cuando las piedras reales son colocadas, no reclaman, porque no tienen conciencia; es fácil poner una junto a otra. Pero aquí estamos hablando de personas. Entonces, hay dificultades. Ahora, usted no se escandalice por eso. Eso es normal, porque si así no ocurriera, la Escritura no tendría estas palabras como punto de partida.

«…con toda humildad y mansedumbre». No poca, sino toda. Aquí el Señor dice: «Aguante sin medida y sin límite», para que sea edificada la iglesia. Hay que soportarlo todo, para que se cumpla en nosotros su propósito.

Como Cristo

Filipenses nos dice lo que es la humildad, mostrándonos el ejemplo de Cristo, «el cual, siendo en forma de Dios, no  estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo … y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp. 2:6-8). Entre nosotros, él no tomó la forma que le correspondía por derecho, como Rey y Señor de todo, sino que se hizo siervo de todos. Lo mismo, la noche en que él fue entregado, el Señor lavó los pies de sus discípulos.

«Con toda humildad», significa que usted siempre se tiene que poner a los pies de sus hermanos, como siervo de todos, como el más pequeño. Nunca piense que los demás le deben a usted reconocimiento. «¿Cuál es mayor?», preguntó el Señor, «¿el que se sienta a la mesa, o el que sirve?» (Luc. 22:27). El que se sienta a la mesa, lógico. Eso es así, eso es lo normal. En el mundo natural, humano, es así. «Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve».

De manera que eso es lo que tenemos que hacer todos nosotros. Aquí no estamos hablando de autoesti-ma; no es que usted se sienta inferior. Si cada uno de nosotros toma siempre el lugar del más pequeño, los conflictos se resolverían fácilmente. Ponte siempre al último, y el Señor honrará al que quiera honrar. Todo esto se requiere para que el cuerpo de Cristo funcione, para que podamos caminar juntos.

Viviendo en su amor

«Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y de un alma … y tenían todas las cosas en común» (Hech. 4:32). Esto es fundamental: No se puede cumplir el propósito eterno de Dios sin que estemos juntos y unidos. Necesitamos a todos los hermanos y hermanas, para que la plenitud de Cristo se exprese en nosotros.

Buscamos la plenitud. Una pequeña porción no es suficiente. Dios quiere que la plenitud de su Hijo sea expresada en medio de la iglesia. Y para que eso sea posible, se requiere a todo el cuerpo de Cristo. Y para ello, el ingrediente fundamental es el amor. Es el amor que se sacrifica, que se niega a sí mismo, el amor de Cristo.

Si usted ama, usted no se envanece, no se pone por sobre otros, no maltrata a otros, no se irrita con otros.  Ahora, este no es un amor que nosotros podamos producir en nuestra naturaleza humana; es el amor que Dios derramó en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos fue dado. Este es el amor que permite la edificación del cuerpo de Cristo.

  1. Unidad

El segundo elemento es: «…solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (4:3). ¿Qué es la unidad del Espíritu? Es la unidad esencial del cuerpo de Cristo. No es algo que tenemos que producir por nosotros mismos. Hay una unidad esencial: todos los que son de Cristo, sin importar en qué lugar o en qué grupo están, son un solo cuerpo. Esta es la unidad que reúne a todos los hijos de Dios por el mismo Espíritu. Por tanto, la expresión aquí no es crear o producir, sino «guardar» la unidad.

En medio de un panorama de tanta división entre cristianos, ¿cómo podemos hoy guardar la unidad del Espíritu?  Es imposible que caminemos juntos en comunión con todos los hijos de Dios. Sería una absoluta falta de realismo creer que eso se puede vivir hoy.

Aún así, nuestra actitud debe ser siempre inclusiva. En nuestro corazón siempre debe haber espacio para todos los hijos de Dios, sin importar en qué contexto estén. Esto es guardar la unidad del Espíritu. Si no podemos verla materializada hoy, al menos nuestro corazón debe guardarla.

El corazón del Señor está con todos los que son de Cristo, y estando en esa condición, somos todos amados por el Padre.

Para Dios hay solo una iglesia. «Un cuerpo, y un Espíritu» (4:4). Nunca digamos que una asamblea de creyentes en una localidad es «el cuerpo» de Cristo en sentido singular, porque el cuerpo está formado por todos los hijos de Dios a través del tiempo y de la historia.

Todos los que nacieron de nuevo, todos los que fueron regenerados por el Señor, fueron unidos por el Espíritu a un mismo cuerpo, que se expresa en diferentes realidades en la tierra.

«…como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos» (4:4-6). El Padre no tiene hijos predilectos. Eso es tener un corazón inclusivo. Que el Señor nos guarde de tener un corazón que excluya a otros hijos de Dios.

  1. Diversidad

El tercer elemento es: «Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (4:7). Primero, amor; segundo, unidad. Y ahora, diversidad. La diversidad se fundamenta en la unidad, se apoya en la unidad del cuerpo. La unidad es esencial, y sobre ella hay una diversidad de ministerios, dones y servicios.

La diversidad de los ministerios nunca debe afectar la unidad del cuerpo de Cristo, como tristemente ha ocurrido. Recuerden lo que pasaba en la iglesia en Corinto: «Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas» (1a Cor. 1:12). Es decir, utilizaban las diversidades de los ministerios para dividir el cuerpo de Cristo.

Gracias a Dios por todos los siervos a quienes ha usado para traer luz a su pueblo a través de toda la historia. Pero debemos recordar que ellos no son más que siervos, son parte de esa diversidad de dones que el Señor dio a su único cuerpo que es la iglesia. Y todo lo que es de Cristo, es nuestro.

«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio» (4:11-12). En la diversidad que el Señor da, existen cinco ministerios básicos, que permiten la manifestación de todos los otros ministerios en el cuerpo de Cristo.

Esto es lo que Hechos 2:42 cita como el primer pilar de la visión celestial en la iglesia primitiva: «la doctrina de los apóstoles», es decir, el ministerio de la palabra.

Sin ministerio de la palabra, representado por estos cinco dones de Cristo a la iglesia, no puede ocurrir que los santos se levanten y sean capacitados para que cada uno ejerza su función en la edificación del cuerpo de Cristo. Pero, si hay un ministerio de la palabra, fuerte, funcionando de acuerdo a estos cinco dones, entonces sí, habrá santos capacitados para hacer todos juntos la obra del ministerio.

El cuerpo de Cristo no se edifica solo con el ministerio de la palabra. Se edifica con la obra del ministerio, llevada a cabo por todos los santos.

La función de los ancianos y hermanos que colaboran con la palabra no es concentrar en ellos mismos todo el servicio en su localidad, sino levantar a todos los santos, para que cumplan la obra del ministerio.

  1. Mutualidad

Entonces, para que la iglesia sea edificada, tenemos: amor, unidad, diversidad. Y ahora, «todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente».

Aquí está el cuarto elemento: mutualidad. Más de sesenta veces aparece la expresión «unos a otros» en el Nuevo Testamento. «Amaos unos a otros … soportaos … perdonaos … sobrellevad los unos las cargas de los otros».  Vea qué importante es. Porque esa pequeña expresión define la naturaleza práctica de la vida de iglesia.

La iglesia, en sentido práctico, está constituida por relaciones o «coyunturas». Nada es más importante que las relaciones en la vida de iglesia. Ese vínculo entrañable de amor es sobrenatural. Es creado por el Espíritu, viene de la vida divina, viene de Cristo. Esas coyunturas las crea el Espíritu, para que a través de ellas fluya la vida de Cristo, de los unos a los otros. Es por eso que son santas, y debemos apreciarlas como un tesoro.

A veces empezamos a hacer algo y entramos en una mecánica de trabajo; pero, por causa de eso, nos olvidamos que lo más importante son nuestras relaciones.

Sin embargo, ellas son más importantes que cualquier otra actividad en el cuerpo de Cristo, y deben ser cuidadas, con esmero, con delicadeza, con la gracia y el amor del Espíritu, pues a través de ellas pasa la vida de Cristo de los unos a los otros.

Cuanto dañamos esas relaciones, contristamos al Espíritu Santo. Lo dice Efesios más adelante. El cuerpo, «por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento». Si las coyunturas se dañan, no hay crecimiento. «…para ir edificándose en amor». Y ahí se encierra todo. De manera que el amor encierra, gobierna, completa, perfecciona, toda la vida del cuerpo de Cristo.

Finalmente hermanos, tenemos: amor, unidad, diversidad, mutualidad. Que estas cosas puedan estar presentes en todas las iglesias. Que el Señor confirme su palabra en nuestros corazones.

Que esta visión divina, eterna, celestial, gloriosa, nos cautive, y que el Señor nos dé la gracia para andar como es digno de esta vocación, de esta visión que hemos recibido.

Síntesis de un mensaje oral impartido en
El Trébol (Chile), en enero de 2016.