La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia.

Ignacio

Conocido como Obispo de Antioquía, vivió a fines del siglo I. Cuando el emperador Trajano pasó por la ciudad de Antioquía, Ignacio solicitó una audiencia para intentar calmar la tempestad de persecución que veía venir sobre la iglesia. Trajano, en vez de oír su petición, le interrogó de manera muy áspera y dictó la siguiente sentencia: “Ordenamos que Ignacio, que afirma llevar consigo a un crucificado, sea preso y conducido a la gran ciudad de Roma para que sirva de espectáculo al pueblo y de alimento a las fieras”. Al oír el veredicto, Ignacio exclamó: “Te doy gracias, Señor, porque has querido honrarme de un perfecto amor hacia ti, y de permitirme, como tu apóstol Pablo, que sea atado con férreas cadenas”.
Custodiado por 10 soldados fue conducido a Roma, pero durante el trayecto tuvo la posibilidad de escribir algunas cartas, que han sobrevivido hasta hoy. En la carta dirigida a la iglesia en Roma, en parte dice les pide que no intenten evitar su martirio, y agrega: “Ahora comienzo a ser un discípulo. Nada me importa de las cosas visibles o invisibles, para poder ganar sólo a Cristo. ¡Que el fuego y la cruz, que manadas de bestias salvajes, que la rotura de los huesos y el desgarramiento de todo el cuerpo, y que toda la maldad del diablo vengan sobre mí; ¡sea así, si sólo puedo ganar a Cristo Jesús!”.
Una vez en Roma, fue llevado al Coliseo, donde un gentío inmenso le recibió como diversión. Los escasos huesos que de Ignacio pudieron hallarse, fueron piadosamente recogidos y enviados a Antioquía, donde fueron sepultados honrosamente.
Seleccionado

“Han llegado las bodas del Cordero”

Siendo un joven de 20 años, James Renwick fue testigo de varios martirios en su ciudad, Edimburgo, Escocia. Primeramente lo fue del asesinato público de Robert Garnock, de Stirling, quien en plena juventud floreció para Cristo. Con él murieron cuatro más llenos de amor por Cristo. Renwick y algunos amigos levantaron los miembros de sus cuerpos mutilados y los enterraron debajo de una de las puertas de ciudad.
También vio morir a Cargill con la cuerda vergonzosa y sangrienta alrededor de su cuello, y sus manos elevadas, según era su costumbre al orar. Cuatro más murieron con él, expresando lo que uno de ellos había escrito: “Bienvenida, cruz; bienvenida, horca; bienvenido, Cristo.”
James Renwick fue perseguido con vehemencia por sus enemigos declarados, penosamente alentados por mentiras y difamaciones. En todas estas cosas él dio pruebas convincentes de que tenía por mayores riquezas el vituperio de Cristo que todos los tesoros del mundo.
Alguien escribió de él: “Viajó con gran dolor y diligencia por las estepas, páramos y montañas, mostrando la bandera del evangelio fielmente, tanto en las noches oscuras, frías y tempestuosas, como en el día, rompiendo el Pan de Vida a sus oidores. A menudo, no tenía ningún mejor lugar de retiro para consultar el corazón de su Amo que una cañada fría, una guarida o en las cuevas de la tierra – y eso por el amor sincero que tuvo a Cristo, a Su causa y a su pueblo perseguido.
El 17 de febrero 1688 fue un gran día para él, porque su corazón estaba entretejido al de Cristo. Renwick estaba cenando con su madre, hermanas, y algunos amigos cristianos en la cárcel, cuando un golpe del tambor sonó en la distancia. Esa fue la primera advertencia a la ciudad que los ejecutores estaban listos y era tiempo para reunirse en el mercado. Al escuchar el sonido, Renwick saltó sobre sus pies, diciendo: “¡Gocémonos y alegrémonos, porque han llegado las bodas del Cordero!”. Entonces invitó a todos a venir a su boda, aludiendo a su próxima ejecución.
El tambor todavía sonaba cuando James subió el andamio con el verdugo. Allí alzó su voz para que todos pudieran oír: “Espectadores, yo debo decirles que vengo aquí este día a rendir mi vida por adherir a las verdades de Cristo, por las cuales no me avergüenzo ni tengo temor de sufrir. Yo bendigo al Señor quien me ha tenido por digno de sufrir algo por Él… Yo pienso que la verdad merece muchas vidas, y si tuviera diez mil, las rendiría todas para conservarla. Yo uno mi testimonio al de todos aquellos que lo han sellado con su sangre derramada en las horcas, en los campos, o en los mares por causa de Cristo”.
Luego agregó: “Y ustedes, que son el pueblo de Dios, no se debiliten en mantener el testimonio de cada día, en sus trabajos y hogares. Cualquier cosa que ustedes hagan, tengan por cierto que tienen una parte en Cristo, porque la tormenta que viene agitará los mismos fundamentos de su fe. Y ustedes, los que no conocen a Dios, dejen sus pecados, arrepiéntanse, o yo seré un testigo contra ustedes en el día del Señor”.
Entonces, cuando dejaron caer la escalera para tensar la soga, él murió con estas palabras en sus labios: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu, porque tú me has redimido, Señor Dios verdadero”. Él siempre había recordado, conmovido, la visión del bienaventurado Cargill colgando en la horca, y la cabeza del joven y santo Walter Smith que se reclinó sobre su pecho. Por eso, tal como él se había unido a él en amor y unidad en vida, así murió también con su rostro sobre su pecho.
El martirio ocurrió en el “Grassmarket” de Edimburgo. James Renwick tenía 26 años. Quien fuera tan encantador y agradable en su vida, alcanzó en su muerte tal testimonio, que hará su memoria dulce a las generaciones de los justos mientras el sol y la luna duren.
Tomado de “Jesus Freaks”, y otro

Una respiración calmada

A fines del siglo XX, un pastor fue arrestado por los comunistas chinos. Lo torturaron y lo golpearon, tratando de lograr que renegara de su fe. Pero no lo hizo. Al fin, se enojaron tanto con él que tomaron un ataúd y le hicieron tenderse en él. Entonces le dijeron: “Ahora vas a tener que tomar una decisión definitiva: o niegas a Jesucristo o te enterraremos”. Su respuesta fue: “Nunca negaré a mi Señor”.
Cerraron y clavaron el ataúd. Lo dejaron donde estaba, esperando oír una voz del interior; pero todo permaneció en silencio. Le lanzaron gritos e insultos y golpearon la madera del ataúd. Todavía no oyeron otra cosa que el sonido de una respiración calmada, tranquila. Lo enterraron vivo.
Carl Lawrence, La Iglesia en China