La visión de Isaías a la luz del Nuevo Testamento.

Vamos a considerar la visión de Isaías como punto de partida de lo que vamos a compartir.

Lo primero es una revelación de Cristo

«En el año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo». No es casualidad que al relatar esta experiencia maravillosa aparezca el nombre de un rey. Uno podría decir: «Bueno, es para que nos ubiquemos en el tiempo». Sí; pero no es la única razón. El rey representa el gobierno terrenal, y espiritualmente representa lo que es la carne y la sangre, el razonamiento humano. Todo aquello que es terrenal.

Aquello que está representado por este rey recibe un golpe de muerte. Esta fue también nuestra experiencia cuando Cristo fue revelado a nuestros corazones. El rey Uzías aquí muere para dar lugar a algo que es espiritual. Cuando murió el rey Uzías, Isaías vio al Señor. Lo vio glorioso, sentado en un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Así vio Isaías este trono; vio allí la gloria de Dios.

Hermanos, el primer paso en una experiencia cristiana es que los ojos son abiertos para tener una revelación de la gloria de Dios, de Cristo glorificado. Y nosotros hemos sido participantes de esta visión inicial; hemos visto a Cristo glorioso, coronado de honra, de gloria y de poder. Él es la máxima autoridad, el dueño del universo, la razón de ser de todas las cosas, el centro de la voluntad de Dios.

Lo primero que debe ocurrir con nosotros es tener esta visión de Cristo. Muchos otros hombres del Antiguo Testamento tuvieron una visión así. Su caminar con Dios comenzó con una visión de la gloria de Dios.

Abraham fue llamado, y obedeció para salir a donde Dios le dijo que fuera. Dios se le reveló a Abraham como El-Shadday, el Dios Todopoderoso, el que todo lo provee. Y se presenta en la Palabra como la figura de una madre que tiene en los brazos a un hijo y lo amamanta. Así es la protección que el Señor Dios, como Padre nuestro, nos ofrece.

Moisés también vio la gloria del Señor, primero en la experiencia de la zarza ardiendo que no se consumía. Dios se reveló a él por su nombre, diciéndole: «Yo soy el que soy» –Jehová o Yahvé. Y ese nombre glorioso implica no sólo a Dios el Padre, sino que encierra al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Hay una frase que los hebreos citan una y otra vez: «Oye, Israel, Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Deut. 6:4). Tres veces en esa frase se nombra a Dios –Jehová, Elohim, Jehová–. Sin embargo, ellos lo recitan de memoria, y no se les revela que está Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo allí; no ven a Dios en estas tres benditas personas.

Es necesario ser derribados

«Entonces Jehová abrió los ojos de Balaam, y vio al ángel de Jehová que estaba en el camino, y tenía su espada desnuda en la mano. Y Balaam hizo reverencia, y se inclinó sobre su rostro … Dijo Balaam, hijo de Beor, y dijo el varón de ojos abiertos; dijo el que oyó los dichos de Dios, el que vio la visión del Omnipotente; caído, pero abiertos los ojos» (Núm. 22:31, 24:3-4).

Por causa de nuestra naturaleza, por causa de nuestra razón que se opone y cuestiona las cosas celestiales, es necesario que nosotros caigamos delante del Señor para que nuestros ojos sean abiertos y podamos tener una verdadera visión de él. Dios produce este derribamiento, y luego se revela. Cuando estamos debilitados, cuando no tenemos fuerza en nosotros mismos, cuando todo ímpetu humano es derribado y pensamos que ya no hay esperanza, entonces el Señor se revela al corazón.

El camino de Balaam fue que él amó el precio de la maldad, él se preocupó de cuánto podía ganar si cumplía la encomienda de Dios. Ese fue el obstáculo que cegó sus ojos. Y cuando vinieron los hombres a buscarlo, él estaba dispuesto a negociar con el don que Dios le había concedido.

Después de esta experiencia, cuando Balaam habla de sí mismo, dice: «…el varón de ojos abiertos … el que vio la visión del Omnipotente; caído, pero abiertos los ojos». Es necesario ser derribado. Nadie en su estado natural puede acercarse a Dios. A aquellos que piensan que por tener algún conocimiento religioso pueden acercarse a Dios y hacer muchas cosas para Dios, tenemos que decirles que primero hemos de ser completamente derribados para que Dios pueda poner lo suyo en nosotros. Él no pone remiendo nuevo en un viejo vestido roto, sino que hace nueva la vestidura. Entonces, lo viejo tiene que desaparecer, para que lo nuevo sea instaurado. Nada de lo viejo entrará a tener parte en la comunión con Dios, y menos en la gloria de Dios. Solamente lo que ahora somos en el Señor.

La visión es un milagro de Dios

En Marcos 10:46, 51-52 tenemos otra expresión de la visión espiritual. «Entonces vinieron a Jericó; y al salir de Jericó él y sus discípulos y una gran multitud, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino mendigando … Respondiendo Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? Y el ciego le dijo: Maestro, que recobre la vista. Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino». Aquí tenemos una forma gloriosa en que el Señor se revela, y cómo él puede dar vista espiritual a uno que está ciego. Este ciego está representando a todos aquellos que no conocen al Señor, que no han visto a Cristo todavía. Para todos ellos hay un medio por el cual pueden conocerle – y es por medio de la fe. Él mismo aquí lo afirma con sus palabras: «Vete, tu fe te ha salvado».

«Vino luego a Betsaida; y le trajeron un ciego, y le rogaron que le tocase. Entonces, tomando de la mano del ciego, le sacó fuera de la aldea; y escupiendo en sus ojos, le puso las manos encima, y le preguntó si veía algo. Él, mirando, dijo: Veo los hombres como árboles, pero los veo que andan. Luego le puso otra vez las manos sobre los ojos, y le hizo que mirase; y fue restablecido, y vio de lejos y claramente a todos» (Mr. 8:22-25).  En este otro caso, el ciego que se encuentra con el Señor no recibió de inmediato una visión total; la visión que obtuvo fue gradual. Así también ocurre cuando Dios trata con nosotros: a unos, él les revela abruptamente muchas cosas; a otros, gradualmente. Porque el Señor conoce la condición de cada uno, sabe que si a uno le revela demasiadas cosas de una vez se puede envanecer y hacer un mal uso de esa revelación.

El último de aquellos ciegos que tuvieron esta experiencia de recobrar la vista está en Juan capítulo 9. «Al pasar Jesús, vio a un ciego de nacimiento… y le dijo: Vé a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es, Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo… y dijo: …una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Jn. 9:1, 7, 25).

En estos tres casos, el acto de que nuestros ojos sean abiertos espiritualmente para ver las cosas celestiales es un milagro de Dios. Si Dios no abre los ojos, nadie puede ver; quedamos en la más absoluta oscuridad. Por eso alabamos a Dios, porque él ha abierto nuestros ojos para ver al que es verdadero: su Hijo Jesucristo, el verdadero Dios y la vida eterna. La luz irrumpió sobre las tinieblas, y nosotros hoy día vemos al Señor. ¡Qué glorioso es esto!

La necesidad de incrementar la visión

Veamos Efesios 1:17-18:»…para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos». Aquí tenemos otro tipo de personas, los creyentes que ya han recibido visión de Dios, a quienes ya Cristo les ha sido revelado.

Pablo escribe aquí a la iglesia en Éfeso. Ellos habían conocido al Señor, y cuando Pablo está escribiendo lo anterior a estos versículos, donde despliega todo lo que les ha sido concedido en Cristo, ¿podríamos pensar que ellos tendrían necesidad de ver algo más? No. Sin embargo, ellos tenían necesidad.

Así también, nosotros necesitamos que nuestra visión sea aumentada; necesitamos que sea Dios mismo, quien nos reveló, que nos vaya aclarando la visión. Porque nosotros podríamos tergiversar las cosas, porque todavía estamos sujetos a la limitación de una mente carnal que se opone a los designios de Dios. Necesitamos ser renovados en el entendimiento de nuestra mente, para que podamos comprobar cuál sea la voluntad de Dios agradable y perfecta, para que podamos tener una completa comprensión de la visión de Dios.

El Señor quiere que nosotros andemos gobernados por la visión que él nos ha mostrado. Y si nos ha mostrado la visión de un Cristo glorioso, santo, justo y verdadero que habita por la fe en nuestros corazones, entonces Dios quiere que nosotros también descendamos del plano celestial a nuestra realidad, y vivamos como el Señor Jesucristo vivió en la tierra.

Dios quiere que la imagen de su Hijo sea plasmada en nosotros. Para eso nos da la visión; no para que nos enorgullezcamos, ni para que descalifiquemos a otros. Si nosotros hiciéramos eso, podemos llegar a un estado como el de Laodicea, una iglesia que comenzó viendo muchas cosas, pero que perdió la visión; una iglesia que se empezó a jactar de lo que Dios le había revelado.

El Señor nos libre, y nos permita crecer. Y ponga él un anhelo en nuestro corazón de ir creciendo juntos, porque esto no lo podemos lograr solos. Tenemos que considerar a todos los hermanos, tenemos que considerar el cuerpo de Cristo, para que podamos crecer como el hombre nuevo, que es Cristo y la iglesia, siendo él la cabeza y nosotros su cuerpo. Nos necesitamos unos a otros, y ningún hermano es de desechar. No hay diferencia de color, raza, cultura ni condición social, porque todos nosotros somos uno en Cristo Jesús.

Dios se nos revela para que podamos servir a la iglesia

Hay varios pasajes de las Escrituras donde aparece Pablo relatando su testimonio, lo que ocurrió cuando sus ojos fueron abiertos. En Hechos 26, Pablo, delante del rey Agripa, relata la experiencia de su encuentro con el Señor. Al principio, el Señor le había dicho que le sería testigo ante reyes, ante gobernadores, ante personas importantes, ante judíos y gentiles.

Luego de esta revelación inicial, el Señor se le va revelando más profundamente, de una forma gradual. Pablo irá comprendiendo la voluntad de Dios, y en esa medida podrá ir sirviendo a las iglesias. Así que todos los que ya tienen alguna visión espiritual, no piensen que ya ven todas las cosas, y que son autosuficientes. Sepamos, hermanos, que esto es algo gradual.

Dios se nos revela a causa de la necesidad de su pueblo. Los siervos que Dios usa, como Pablo, no son un fin en sí mismos, sino una dádiva, un don, para la iglesia. Porque el interés de Dios no son los obreros ni los ancianos – siendo tan valiosa la función de cada uno de ellos. No, la atención de Dios está centrada en una mujer hermosa, en la amada que Dios está preparando para su Hijo: la atención de Dios está centrada en la iglesia – Cristo y la iglesia que es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. La atención de Dios es Cristo y la iglesia. Que la iglesia, la amada de Dios, tome la forma que el Señor quiere, que las arrugas que hay en su vestido sean quitadas, que las manchas que hay en ella sean lavadas.

Si nosotros vemos –si el Señor por su misericordia nos concede visión espiritual– es para que ayudemos a otros a que también vean.

La experiencia de Isaías

Terminemos en el mismo Isaías donde comenzamos. ¿Cuál fue el efecto de la visión que él tuvo de la gloria de Dios? ¿Cuál es el efecto de cuando nosotros verdaderamente vemos la gloria de Dios en la faz de Jesucristo? «Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5).

Necesariamente, cuando Dios se le revela a un hombre, éste empieza realmente a conocerse a sí mismo. A medida que la visión se va aclarando, vamos conociendo lo defectuosos que somos. Nos vamos dando cuenta que no era solamente una cuestión de hechos pecaminosos que cometimos contra el Señor, sino que es problema de un estado, de una condición de la cual el Señor quiere libertarnos.

Eso está relacionado con lo que Pablo experimentó en Romanos 7. Conoció su condición, vio lo que él era, y terminó diciendo algo parecido a la exclamación de Isaías: «¡Ay de mí, que soy muerto!». ¿Hemos llegado nosotros, en el tiempo que llevamos caminando con el Señor, a vivir esta experiencia? ¿Hemos llegado a aborrecer realmente todo lo que es de la carne y que constantemente trata de levantarse en nosotros? Hermanos, cuando la visión aumenta, nos conocemos más a nosotros mismos, y entonces en vez de ser hombres orgullosos de haber visto grandes cosas, estamos dispuestos a ser más humildes.

¿En qué se puede conocer que tienes más visión que otros? En que ha habido un aumento en la madurez. Entonces va apareciendo cada vez más el carácter manso y dulce de Cristo, y se ve menos la soberbia del hombre viejo que nosotros éramos y que somos naturalmente todavía. Se verá menos lo carnal y terreno, y se verá más Cristo.

Cuando empieza a ocurrir este proceso de conocernos a nosotros mismos, les digo, no es agradable. Es doloroso, y muchas veces tenemos que quedar descubiertos, tenemos que ser humillados delante de los demás, para que comprendamos que Dios es santo, que sólo su vida nos sirve, que sólo su vida nos libra, y que no hay nada bueno en nosotros. ¿Ya estamos convencidos de que esto es así? Dios no nos dará más luz, hasta que podamos experimentarlo.

Pero, ¿qué ocurre cuando nos vemos en esta condición? El Señor no nos deja ahí. Porque cuando estamos abatidos y parece que perdemos la esperanza de conservar la vida, miren lo que ocurre: «Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (Is. 6:6-7).

Hay provisión para los pecados, no sólo para aquellos pecados groseros que cometíamos antes, sino para aquellos pecados más sutiles: cuando ofendemos a los demás, cuando nuestras palabras son livianas, o de muchas otras maneras. El Señor dice que cuando un varón no ofende con sus labios a otro, entonces éste es un varón perfecto. Así que, mientras aún causemos ofensas a los demás, todavía no somos perfectos, estamos en camino de perfección y necesitamos más luz del Señor.

Lo primero de lo cual tuvo conciencia Isaías cuando vio la gloria del Señor fue de sus labios. «Soy hombre inmundo de labios». Porque la boca es donde tiene expresión de una manera más abierta nuestra condición natural; con las palabras ofendemos muchas veces.

«Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí» (Is. 6:8). Sólo hombres que han pasado por un trato como éste pueden oír ahora la voz del Señor para ser comisionados, para servir en la casa de Dios o en otros contextos donde el Señor quiera.

Hay muchas formas de servir en la casa de Dios, pero sólo será después de esto. Esto nos habla del lavamiento que ya experimentamos por la sangre de Jesús, y también de la obra del Espíritu Santo que produce una disciplina y una purificación en nosotros, del lavamiento del agua por la Palabra que necesitamos constantemente.

Y entonces, el hombre puede responder: «Heme aquí, envíame a mí». Y, ¿qué hace el Señor? El Señor no se rehúsa, porque espera contar con muchos que puedan ponerse a su disposición para servirle. Después de todas estas cosas, el Señor nos usará.

Consideremos, finalmente, Romanos 12:1: «Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios». Dios tiene para nosotros un ruego. Él no nos exige, no nos obliga. Hoy podemos presentarnos delante del Señor en sacrificio vivo, santo, agradable.

¿Qué nos queda, hermanos? ¿Obtendrá el Señor de nosotros un pueblo que se le ofrezca voluntariamente? Hagámoslo ahora, voluntariamente, en tanto que se dice hoy.

Pedro Alarcón