Ninguna consagración y servicio verdadero es posible fuera de Cristo, fuera de Su Espíritu y fuera de la comunión del cuerpo de Cristo.

Lectura: Deuteronomio 12:1-14.

El Nuevo Testamento nos enseña que hay principalmente dos maneras de leer el Antiguo. El apóstol Pablo, en la llamada segunda carta a los Corintios, nos habla de esas dos maneras de leer a Moisés. «Y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido. Pero el entendimiento de ellos se embotó;…» Israel, cuando leía pasajes como el que acabamos de leer de Moisés, tenía el entendimiento embotado. «…Porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aún hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará» (2 Co. 3:13 16).

Con esto, el Espíritu Santo nos enseña lo relativo a esas dos maneras de leer a Moisés: con velo, y sin velo. Podemos leer a Moisés como lo leían los israelitas con el entendimiento embotado; pero podemos también leer a Moisés, ya no desde la sinagoga, sino en Cristo y desde la Iglesia. Dios nos conceda leer a Moisés sin velo en Cristo, penetrando en el sentido espiritual que Dios anticipaba cuando habló por Moisés aquellas cosas.

La Epístola a los Hebreos nos dice precisamente al respecto lo siguiente: «Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir» (Heb. 3:5). Moisés fue fiel no solamente en función de su época. Al leerlo se puede leer mucho más que una mera historia del pasado. En los tiempos del Nuevo Pacto algo habría que decirse, para lo cual Dios usó la fidelidad de Moisés. El Antiguo Pacto era la época de las figuras, de los símbolos, de la tipología. Dios tenía la intención de decir hoy lo que simbolizaban, figuraban y tipificaban las cosas ocultas tras el velo. Por eso también se dice en Hebreos 10:1 que la Ley tenía «la sombra de los bienes venideros».

Cuando la luz alumbra desde atrás un cuerpo que viene, llega primero la sombra, y luego la realidad. La sombra anuncia la realidad que se acerca. Cristo nos enseña a leer en la sombra la realidad de su misterio que produce la proyección. Por eso escribía también Pablo a los Colosenses: «Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, novilunios o sábados, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo (es decir, la realidad que proyectaba esa sombra) es de Cristo» (Col. 2:16, 17). Hoy no estamos en el tiempo de la sombra, la figura y el mero símbolo, del velo para afuera, sino en el tiempo de la realidad y el anticipo de los poderes del siglo venidero. Cristo nos quita el velo para que podamos experimentar las realidades propias del Nuevo Testamento.

En el capítulo 9 de la Epístola a los Hebreos se nos describe el tabernáculo que levantó Moisés, lo que había en el Lugar Santo, en el Santísimo, y dentro del arca, la disposición de estas cosas, y dice: «Así dispuestas estas cosas…», mostrando también cómo el sumo sacerdote entraba con sangre una vez al año; y entonces en el verso 8 dice: «Dando el Espíritu Santo a entender con esto que…», es decir, que con las disposiciones del tabernáculo y su servicio, el Espíritu Santo estaba dando hoy a entender cosas propias del Nuevo Testamento.

Por lo tanto, no debemos leer a Moisés con velo, sino penetrar detrás del velo y entender el sentido espiritual de aquellas disposiciones. En el siguiente verso dice: «Lo cual es símbolo para el tiempo presente». Así que cuando nos encontramos con pasajes como éste de Deuteronomio 12, no estamos simplemente leyendo historia antigua acerca de holocaustos y sacrificios en un santuario único, sino que también estamos leyendo figuras, símbolos, sombras, ejemplos con los cuales el Espíritu Santo quiere decirnos algo para el tiempo presente. Hebreos 9:23 sigue diciendo: «Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas con mejores sacrificios que estos». Así que hay figuras de las cosas celestiales, y hay las cosas celestiales mismas propias de la realidad que introduce el Nuevo Testamento.

1ª Corintios 10 nos recuerda las jornadas de Israel en el desierto, y en el verso 6 dice: «Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros». Por lo tanto, están escritas en función de la experiencia cristiana. Lo mismo dice el verso 11: «Y estas cosas acontecieron como ejemplo y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos». Lo mismo escribió Pablo a los romanos: «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza» (Ro. 15:4). Estos versos no sólo nos autorizan, sino que también prácticamente nos obligan a interpretar estos pasajes de Moisés y otros del Antiguo Testamento, en su sentido espiritual para hoy.

Con esta base consideremos, pues, el pasaje leído de Deuteronomio 12:1-14.

El verdadero santuario único

El Señor Jesús trasladó el entendimiento de Su pueblo, del templo físico a Su propia persona y a la Iglesia. Moisés levantó el tabernáculo, Salomón levantó el templo, el cual fue destruido por Nabucodonosor, y restaurado por Zorobabel. Luego fue ampliado por Herodes, y los discípulos de Jesús se lo mostraban admirados. Pero el Señor había dicho: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Y le criticaban diciendo: «Si en 46 años fue levantado este templo, ¿cómo lo va a levantar en 3 días?». Pero cuando resucitó el Señor Jesús al tercer día de entre los muertos, el apóstol Juan dice que sus discípulos entendieron que se refería al templo de Su cuerpo, el cual era figurado por el templo. Y Su cuerpo también lo es la Iglesia, como está escrito: «…Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza del principio» (Heb. 3:6).

De manera que la verdadera casa de Dios, el verdadero Santuario Único, de lo cual lo anterior era apenas figura, se refiere en el Nuevo Testamento como el misterio de Cristo, del cual el Señor Jesús es la cabeza y vida, y la Iglesia los miembros de Su cuerpo. He allí, pues, el verdadero Santuario Único. El Señor Jesús mismo es la verdadera habitación de Dios donde Yahveh quiso poner Su nombre. El Verbo de Dios se tabernaculizó entre nosotros como hombre. Y también este Cristo, por medio de Su Espíritu, entró a habitar en una casa espiritual que es Su pueblo, la familia única de Dios. Por lo tanto, nosotros somos edificados como templo santo sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, para morada de Dios en Espíritu. La piedra principal del edificio, la del ángulo, es Jesucristo mismo. Y Él es el fundamento sobre el cual crece coordinado el edificio del templo santo, el Santuario Único.

Cuando David quiso construirle casa a Dios, se le respondió que él había derramado mucha sangre, por lo cual no podría edificar tal casa; pero su hijo, el Hijo de David, Él sí le edificaría casa a Dios, y Dios le sería por Padre, y él le sería por Hijo. Salomón ciertamente levantó el templo, pero eso fue apenas la figura, la maqueta; el verdadero Rey de Paz, el verdadero Hijo de David, del cual Salomón era apenas una figura, fue el Señor Jesús, y el verdadero templo es la Iglesia.

Así le llamó Bartimeo: Hijo de David, ten misericordia de mí. Y como Hijo de David fue recibido con ‘hosannas’ al entrar en un burrito a Jerusalén. Por eso Mateo comienza su evangelio reconociendo al Señor Jesús como Hijo de David. Por eso también Esteban recuerda las palabras de Dios: ¿Qué casa me edificaréis vosotros si yo lleno los cielos y la tierra?

La verdadera casa de Dios no hecha por manos de hombres es la Iglesia del Señor Jesucristo. Y ustedes saben que no me estoy refiriendo a ninguna denominación específica, sino a la suma de todos los verdaderos hijos de Dios, efectivamente limpiados por Su sangre y regenerados por Su Espíritu. Estos son los miembros del cuerpo, las piedras vivas de la casa, del Santuario Único.

Por lo tanto éste se refiere al misterio de Cristo. El misterio de Cristo es el cuerpo de Cristo encabezado por el Señor Jesús. Esa es la verdadera casa de Dios de la cual Yahveh decía: «Cuídate de no ofrecer tus holocaustos en cualquier lugar que vieres». Ninguna consagración y servicio verdadero es posible fuera de Cristo, fuera de Su Espíritu y fuera de la comunión del cuerpo de Cristo.

El lugar de la consagración y el servicio

Debemos buscar el lugar escogido por Dios. Ese es el lugar de la consagración y el servicio legítimos. Allí es donde se ofrecen los holocaustos, los sacrificios, los votos, las ofrendas, los diezmos, las primicias. Sólo encontraremos a Dios en Cristo, a Cristo en Su Espíritu, a Su Espíritu en Su Palabra y cuerpo. Toda actividad religiosa del hombre es casi prácticamente inútil si no se realiza en el único lugar escogido por Dios para adorar. Ese lugar es en Cristo, en el Espíritu, y en la comunión del cuerpo de Cristo. Justicia propia, adoración meramente natural y división no son consagración ni servicio verdaderos, ni son agradables a Dios. Todo lo que no sea hecho en Cristo, todo lo que no sea hecho en unión con Su Espíritu, y en función de la edificación de Su cuerpo, es un servicio fuera de lugar.

No es suficiente un altar; éste debe estar en su sitio, en el Santuario Único. La casa se edifica en la buena tierra; ésta es Cristo. Debemos destruir todo altar rival en cualquier lugar levantado. Debemos dejar tan sólo la habitación de Dios. Toda idolatría, espiritismo, animismo, jactancia propia, sectarismo, son abominación a Dios. El único nombre en el que podemos ser salvos es el del Señor Jesús. Allí puso Dios Su nombre para Su habitación y para recibir adoración. Nadie va al Padre sino por Él. Nadie tiene vida ni puede servir verdaderamente a Dios si no es en Él.

La cabeza del cuerpo es la primera parte del misterio; la segunda es la Iglesia, que bien sabemos que no es un templo de piedra ni de madera. Somos la Iglesia las 24 horas del día y de la noche en cualquier lugar. No vamos a la «iglesia»; somos la Iglesia que va en Su nombre a todas partes. La iglesia trabaja, descansa, va al mercado, vuelve a casa, se reúne en uno o más lugares, todo en Cristo, en el Espíritu y en la comunión del cuerpo único. Allí es donde ofrece a Dios sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo.

Sólo podemos servir a Dios en Cristo, pues lo que proviene del Adán caído ya no le es agradable. La carne y la sangre no heredarán el reino de Dios. Necesitamos de la inspiración y el sustento del Espíritu de Cristo que nos ha bautizado en un solo cuerpo. Este es el lugar que nos fue dado; éste buscaremos. Si no es en el Espíritu de Cristo, entonces es meramente en Adán, cuya condición caída heredó nuestra carne.

La herencia de Cristo solamente la tenemos en Su Espíritu. Todo lo demás se encuentra fuera del lugar escogido por Dios para adorar.

Jesús dijo a la samaritana que Dios es Espíritu y es necesario adorarle en espíritu y en verdad. Baste ya de discusiones acerca del lugar de adoración, de consagración y de servicio a Dios. No tomaremos el camino de Jeroboam, quien se robó para sí al que debería ser pueblo de Dios, edificando santuario y sacerdocio rival. La viña pertenece al Hijo de Dios. A Dios se le adora y sirve en el espíritu, lo cual nos bautiza en un solo cuerpo. Sólo andando en Su Espíritu estaremos verdaderamente en Cristo. Quien no nace del Espíritu, no puede entrar, y ni siquiera ver, el reino de Dios. La regeneración es necesaria por causa del estado adámico caído. Solo recibiendo a Cristo y andando en Su Espíritu estaremos en el cuerpo.

Trabajar en la carne es hacer cada uno lo que bien le parece. Es necesario cruzar el Jordán, muriendo en Cristo a nosotros mismos, lo que implica también morir al divisionismo sectario. Sólo en la buena tierra tendremos reposo. La dirección de Dios es a que vivamos por la fe de Cristo, en Su Espíritu, y en la unidad y comunión de Su único cuerpo, en lo universal y local, lo cual es la verdadera casa de Dios que el Hijo de David le edifica al Padre. Yo edificaré mi Iglesia, dijo el Señor. La cual casa somos nosotros si permanecemos firmes hasta el fin en la confianza del principio.

Todo este pasaje de Deuteronomio 12 es para nosotros hoy. Derribemos, pues, todo lugar de adoración rival a la habitación donde Dios puso Su nombre. Terminemos de cruzar el Jordán y ofrezcamos en el reposo del Espíritu nuestra consagración a Dios en la buena tierra que es Cristo donde debemos levantar el Santuario Único.

Gino Iafrancesco