Toda obra de Dios debe hacerse según el modelo del Monte.

Lecturas: Génesis 18:17; 37:5,9; 49:1; Éxodo 25:9; Salmos 25:9, 14; Hechos 20:27; 20:24; Efesios 3:2, 3, 7.

El propósito eterno de Dios no puede nunca ser comprendido y entendido por la mente. Tiene que venir por revelación. Toda obra para Dios empieza por la consagración o se basa en la entrega. Pero esta consagración o entrega sólo viene por medio de la revelación. De hecho, la obra de Dios (no nuestra obra, sino la obra de Dios por medio de nosotros) sólo puede empezar cuando ya ha llegado la revelación. De manera externa es una visión celestial, de manera interna es una revelación.

Dios no quiere que realicemos una obra general y abigarrada. Él quiere que sepamos todo su plan y que colaboremos con él mediante un plan y propósito claros. Porque no sólo somos sus siervos, sino sus amigos.

Toda entrega y consagración son valiosas, pero a fin de cuentas es sólo después de la revelación que la entrega y la consagración logran tener mucho valor, porque es sólo entonces que se completan. Nuestra entrega que tiene lugar antes de esta revelación es con miras a la salvación. Él me ha rescatado con su sangre, su amor por mí es inefable. Por tanto, debo entregarme a él. Debo entregarme a mí mismo y todo lo que tengo a la causa de su gracia y amor redentores. Pero después de la revelación todo cambia. Cuando vemos el propósito eterno de Dios, vemos que requiere una entrega absoluta de nosotros a este propósito, con una entrega que hasta entonces no hemos considerado posible –algo más profundo y más completo–. Pablo dijo: «Por lo cual… no fui rebelde a la visión celestial» (Hch. 26:19). Lo podía soportar todo y sufrir todo a causa de esta visión celestial.

José era un ejemplo perfecto de un hombre de Dios, que recoge en sí mismo a todos los que le precedieron. Pero la crisis le sobrevino cuando tuvo los sueños. Esto fue para él la revelación, en la que vio el propósito de Dios y la parte que tenía él mismo. Esto fue el principio de la obra de Dios por medio de él.

Moisés tuvo que subir a la montaña para recibir las pautas sublimes que iban a dirigir la vida del pueblo de Dios – los diez mandamientos y toda la ley de Dios. Más tarde tuvo que obtener el moldeo para el tabernáculo: «Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte» (Hebreos 8:5).

Toda obra que realicemos, por pequeña que sea, debe hacerse según el modelo que se nos enseñó en el monte; esto es, según la revelación que Dios nos ha hecho de su propósito y plan eternos. Pero la revelación a José y a Moisés y a otros fue individual. No es así hoy. Hoy la revelación es a la iglesia. No es una revelación distinta a cada individuo, sino que se da la misma revelación a la iglesia entera.

La obra espiritual basada en la revelación

Toda obra espiritual para Dios procede de la revelación. Si se prescinde de la revelación del propósito eterno de Dios no puede haber obra espiritual verdadera. Puede haber una obra variada, diseminada en su Nombre, que puede ser bendecida por Dios, pero que no puede llamarse verdaderamente obra espiritual u obra conjunta con él, a menos que proceda de la revelación del propósito eterno de Dios. Debe ser revelación y no sólo una comprensión intelectual del mismo – el entendimiento e iluminación intelectuales no sirven de nada. Debe ser una visión en tu mismo espíritu: un «ver» en qué consiste la esfera y el contenido de la obra de Dios.

Ahora, sólo la revelación puede referirse tanto a la obra como al obrero. Esta luz del cielo nos hace añicos. Nos hace astillas y nos mata a nosotros y nuestra obra. Si es sólo doctrina o enseñanza, no tardará en desaparecer. Se va, se esfuma, por así decirlo. Pero si es luz o revelación, es nuestra vida y no podemos evadirnos de la misma.

Un día el Señor Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el último día – El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por medio del Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por medio de mí». Muchos no lo entendieron y le dejaron. Pero cuando él preguntó a los doce si iban a dejarle también, la respuesta fue: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:54, 56, 57, 68). Cuando vemos la luz, se hace parte de nuestra vida, y no hay otra alternativa.

No podemos obrar de otra manera, porque es nuestra vida misma. Si no podemos seguir la luz, morimos. Y gracias a Dios no es algo que tengamos que recordar o hacer memoria. Si la hemos visto, la hemos visto y la veremos siempre. Nunca nos deja. Porque encontraremos que el cuerpo responde a todo: es nuestra vida misma. No podemos vivir fuera del cuerpo.

¿A quiénes se revela?

Cada cosa espiritual que poseemos procede de la revelación. Nos llega en este orden: 1) luz, 2) revelación, 3) vida, esto es, la vida de Dios, y 4) todas sus riquezas, todo lo que él es.

Si Dios quiere hacer algo nuevo, algo especial, en Shangai, en la China o en cualquier otro sitio del mundo, ¿te lo revelará a ti o lo esconderá de ti? ¿En cuántas personas de Shangai va a confiar si él ha de realizar algo allí? Veamos que es sólo a sus amigos más entrañables y cercanos que él revela sus secretos y planes. Esto debe ser motivo de reflexión por nuestra parte.

Tomado de «La obra de Dios».