Cuando el ciego de nacimiento es sanado, se desata un verdadero vendaval en el ambiente religioso de Jerusalén. Jesús es acusado de ser un impostor, que no observa la ley ni la tradición de los ancianos.

Sin embargo, la verdad de Dios es proclamada a través de la boca de ese hombre, hasta ayer un paria de la sociedad, ahora una espina que hiere la intocable clase de los fariseos. Ese hombre al cual ellos rechazan –les dice– es un hombre«temeroso de Dios» y que «ha venido de Dios». Los fariseos no lo pudieron soportar y lo expulsaron de la sinagoga.

El Señor le halla después, y se revela a él, agregando: «Para juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados». Los ex ciegos ahora ven y los que presumían ver son desnudados en su ceguera. Antes de que apareciera el Señor parecía al revés, que el ciego era ciego y que los fariseos veían. Pero eso era solo apariencia.

Se cumple así lo que Simeón había profetizado ante María, teniendo al niño Jesús en brazos: «Éste será puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha … para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones» (Luc. 2:34-35). Unos caen y otros son levantados; los pensamientos de los corazones se revelan. Es la verdad que alumbra.

En el episodio del buen Pastor, el Señor saca a luz la verdad sobre los pastores. Los fariseos se creían pastores de Israel, pero eran solo asalariados. El verdadero pastor –les dice el Señor– es aquel que da su vida por las ovejas; no los que usufructúan de las ovejas, sino los que las sirven hasta dar su vida por ellas. De ahí en más, éste será el verdadero distintivo de los verdaderos pastores.

Con la muerte de Lázaro, queda en claro que los amigos del Señor, por íntimos que sean, no pueden escapar de la muerte. Ellos también tienen una enfermedad incurable, también tienen que morir, si es que desean glorificar al Señor. Ellos se recuestan junto al Señor a la mesa, ellos escuchan de sus labios los secretos del reino, pero igualmente son hijos de Adán, e igualmente deben morir.

Es la parte subjetiva de Romanos 6, porque las verdades objetivas de la Palabra tienen que hacerse carne. Tal como el Verbo se hizo carne en Jesucristo, también ha de encarnarse en los que son de Cristo. Juan 11, con el episodio de Lázaro, nos muestra cómo Dios prepara el día en que tenemos que pasar por la muerte para salir a resurrección. Cuando eso ocurre, el Señor es verdaderamente glorificado, y el frasco de perfume de María podrá ser quebrado para que toda la casa se llene del aroma del nardo puro.

La verdad es que Lázaro no sirve si no pasa por la muerte; la gracia radica en que Lázaro no quedará en el sepulcro, sino que se volverá a sentar a la mesa con el Señor para deleite y asombro de todos los que le aman.

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